Entrevistas

¿A quién pretendemos dar lecciones mientras comemos frutillas baratas?

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Pastora Filigrana es abogada, sindicalista, feminista y gitana. Participó del libro “La internacional feminista. Luchas en los territorios y contra el neoliberalismo” con un artículo sobre la explotación de mujeres marroquíes en los campos de Andalucía en España. Charlamos con ella sobre la militancia en la pandemia, el sindicalismo feminista y las prácticas autogestivas de las comunidades gitanas.

¿Qué implica el mandato de quedarse en casa en España hoy?

Como abogada, militante y sindicalista tengo un compromiso político y profesional constante con sectores precarizados, que van desde la hotelería al campo, pasando por el cuidado y el trabajo doméstico. Son empleos especialmente feminizados y racializados. ¿Qué supone para estos sectores quedarse en casa? Cuando nos mandan a casa están frenando una necesaria movilización. Es cierto que tenemos que equilibrar con los cuidados de las medidas sanitarias, pero están vulnerando el derecho a la protesta en nombre de la seguridad sanitaria. De hecho tenemos varios casos en tribunales por cargos contra personas que realizaron protestas, aún respetando las medidas. Entonces: cuando no pueden frenar las protestas con represión o judicialización, lanzan campañas de miedo sobre el contagio que resultan muy efectivas. El punto es que mandan a casa a gente que antes de la pandemia ya tenía difícil el acceso a los bienes básicos para la vida. Y ese grupo que no puede pagar una casa está creciendo. Claro que la situación es más grave aquí en Andalucía y en las periferias en general. La vivienda es un problema que todo el poder político conoce muy bien. Al disminuir la renta y crecer el desempleo, tener una casa se vuelve imposible. Y la respuesta del Estado español es criminalizar la protesta. Instalan a la ocupación como un peligro, denigran a quienes toman la justicia en sus manos para ejercer el derecho a la vivienda y asustan a la clase media haciéndoles creer que esto amenaza su status quo. Entonces la ocupación está en el centro de debate, cuando el tema central debería ser el acceso a la vivienda.

¿Y existen alianzas entre sectores precarizados para hacer frente a la pandemia y pensar el escenario posterior?

Como activista suelo tener mensajes de esperanza, porque si no una no se levanta por la mañana de la cama. Resulta que los trabajos que descubrimos como esenciales en una pandemia son invisibles y precarizados. Del campo a las tareas de cuidado, estos empleos los realizan personas que no tienen posibilidad de elección. ¿Y quiénes son? Siguiendo esta jerarquía de humanidades que impone este capitalismo racista y patriarcal, son las personas no blancas y no varones. O sea: en gran parte migrantes y mujeres. El 8 de marzo acá en Andalucía hubo movilizaciones en grandes ciudades como Huelva, donde se vieron alianzas que hoy se consolidan. Salieron de la mano las jornaleras del campo, migrantes sin papeles y las kellys (como se autodenominan aquí las mujeres que limpian). Creo que el sindicalismo combativo ve con más claridad estas necesarias alianzas con los movimientos feministas de clase, el antirracismo y los migrantes. Tengo la esperanza de que estas alianzas tengan el empuje suficiente para frenar la avalancha neoliberal con la que pretenden salir de esta pandemia.

¿Por qué considerás que en los campos de frutillas se puede ver un laboratorio neoliberal?

Es un gran ejemplo de cómo el capital necesita de determinados cuerpos “más explotables” para subsistir. En los campos de Huelva se ve con mucha claridad. La patronal fresera ha ido creando, con la complicidad de la administración, condiciones para contratar a personas vulnerables para la época de recolección. Principalmente son mujeres de sectores rurales de Marruecos con carga familiar. Cada primavera vienen unas 15 mil. Es una macro explotación insostenible tanto ecológica como humana que afecta a unas 100 mil personas. Son multinacionales, casi todas de California, que exportan a Europa. Es decir que el dinero se queda en otra parte. El productor local el único factor que maneja para aumentar su margen de beneficio es abaratar todo lo posible los costos salariales. ¿Cómo lo hacen? Contratando a quienes su fuerza de trabajo tiene menor valor en el mercado. Primero elegían a las mujeres de Europa del Este y desde 2006 han escogido marroquíes, porque para ellos el hecho de que sean musulmanas las coloca en un escalón más abajo. Que tengan hijos a cargo es esencial, para garantizar que retornen cuando termina la campaña. Este cuadro de terror es un claro ejemplo de cómo funciona en neoliberalismo a escala global. El contrato capital y el patriarcal se unen para bajar costos laborales y que las patronales maximicen ganancias.

Los campos de frutillas son un gran ejemplo de cómo el capital necesita de determinados cuerpos “más explotables” para subsistir.

¿Qué recepción tiene el feminismo con estas problemáticas?

Es un planteo muy importante para los feminismos a escala global y sus alianzas con los sectores precarizados. Muchas veces el feminismo mainstream olvida esto y no existen alianzas para una propuesta emancipadora. Llevamos más de diez años denunciando el caso de las mujeres marroquíes de Huelva. Sin embargo, a partir de 2018 se hizo muy popular por unas denuncias de abuso sexual por parte de la patronal hacia las trabajadoras. Un medio de comunicación alemán se hizo eco y salió a la luz. Coincidió en el tiempo con movilizaciones muy importantes contra la violencia hacia las mujeres, a raíz del emblemático caso de La Manada en Pamplona. La sensibilidad popular que se levantó en el país permitió que sectores del feminismo viren a observar lo que pasaba en el campo. Nos puso muy contentas ver cómo el feminismo masivo nos acompañaba. Sin embargo, fue muy evidente la diferencia de magnitud con otros casos. Esto nos lleva a pensar qué pasa cuando hay agresiones sexuales que no son a “las nuestras” sino a “las otras”. ¿Qué vacío hay aquí? ¿Qué problemas tiene el feminismo para incorporar las protestas antirracistas y de lucha de clases? Mi lucha es por virar esta lucha feminista hacia una concepción de clase y antirracista. Si queremos que el feminismo masivo tenga fuerza de cambio, tendrá que radicalizarse, ir a la raíz de los problemas. Parar un desalojo es feminismo, luchar contra el trabajo precario es feminismo, la lucha por los servicios públicos es feminismo, la lucha contra la represión policial es feminismo. Esta bajada de la teoría a las prácticas reales es lo único que puede dar a este feminismo masivo una capacidad de cambio. Es difícil porque hay mucha manipulación. Parece que se puede ser pro sistema y feminista.

¿Y cómo fue tu camino en el sindicalismo como mujer, feminista y gitana?

Muy difícil y a veces desesperanzador. El patriarcado atraviesa de manera importante al sindicalismo clásico. Incluso los espacios más combativos son muy centralistas, con poca permeabilidad de las bases al centro. Hacemos muchas alianzas entre mujeres de distintos sindicatos para visibilizar el trabajo reproductivo de la vida, que muchas veces impide que estemos ocupando lugares de mayor responsabilidad en las organizaciones. Es difícil, pero no podemos abandonar la herramienta sindical. Incluso hay mujeres en el campo que, cansadas de las lógicas patriarcales, generaron un sindicato autónomo y feminista. Estamos en este momento histórico donde lo antiguo no acaba de morir y las máquinas de guerra nuevas no acaban de nacer, por lo que a nuestra generación le queda hacer estos equilibrios complejos.

Al mismo tiempo hay un preocupante avance de la ultraderecha en España, representado por Vox a nivel partidario. ¿En qué sensibilidades populares logró anclar esta tendencia?

Neoliberalismo y filo fascismo van de la mano, porque este sistema necesita generar una jerarquía de cuerpos para justificar el injusto reparto de la riqueza. La ultraderecha también opera sobre la idea de ciudadanos de primera y de segunda. ¿Qué pasa a nivel micro? Los discursos de la ultraderecha siempre buscaron canalizar un descontento. Y hoy el dolor de barriga es real. Cada vez más gente se cae del barco del “bienestar” y ahí aparecen estas corrientes para enfocar la responsabilidad hacia los escalones más bajos. Pone a pelear al último escalón con el penúltimo. En el campo lo veo cada día: los empresarios prefieren mano de obra migrante antes que autóctonos porque es más barata y le cuesta más organizarse para reclamar derechos. Esto es un caldo de cultivo del odio muy rápido. Entonces este discurso de la derecha de “el inmigrante te quita el trabajo” puede ser real para muchas personas. ¿Qué contra discurso intentamos desde el sindicalismo? Llamar a la alianza entre migrantes y autóctonos, porque la reivindicación de regularización de inmigrantes mejora las condiciones laborales para todos. Mientras existan grandes cantidades de personas con miedo a ser expulsadas por no tener papeles, ninguna lucha sindical podrá tener éxito real porque siempre serán fácilmente sustituibles. No es solo una cuestión ética o humanista: es la única posibilidad de conquistar mayores derechos. Pero efectivamente, la ultraderecha está en la micropolítica captando malestares reales, que además han promovido en su divide y vencerás eterno.

La ultraderecha está en la micropolítica captando malestares reales, que además han promovido en su divide y vencerás eterno.

Hace poco recibiste un ataque por redes sociales donde trataron de estigmatizarte por ser gitana. Lejos de herirte, visibilizaron algo de tu identidad eminentemente político…

El ataque trollero es muy común como forma de desgaste a la disidencia política. No es fácil de afrontar en solitario y los activistas que estamos en primera línea tenemos que contar con grupos de apoyo que van de lo psicológico a lo técnico de borrar esos mensajes de odio. Conozco mucha gente que se desmoraliza y abandona el discurso público. Tampoco podemos pedir una valentía épica y estoica. Hace poco Daniela Ortíz, una activista peruana contra el colonialismo histórico, tuvo que irse de España por los ataques que sufrió. La ultraderecha es realmente peligrosa. En mi caso me atacaron por ser mestiza gitana, que es casi mi primer activismo, desde que empecé a estudiar en la universidad y armamos una asociación de mujeres gitanas. Incluso orienté el derecho desde el principio a este trabajo antirracista, que fue de la mano con lo sindical. Siempre enfoqué mi hacer a la exclusión social de la población gitana. Yo veo un mismo monstruo que ataca en diferentes frentes. El activismo como gitana, feminista y sindical está hilado. Por eso escribí el libro “El pueblo gitano contra el sistema-mundo” (Akal), en el que intento contar el porqué del anti gitanismo, incluso desde la izquierda, que nos asocia al delito, la marginalidad, lo sucio, lo precario. ¿De dónde vienen estos discursos de 500 años y para qué se crearon? El pueblo gitano siempre ha representado una fuga al chantaje de renta a cambio de trabajo que el capitalismo impuso desde su creación. Las comunidades gitanas siempre han optado por formas de vida más autónomas y autogestionadas, lo que conllevó a una persecución histórica a través de normativas que buscan regularizar a esta mano de obra que escapaba de esta forma de trabajo asalariado. La resistencia a ponerse bajo el yugo de un señor feudal conllevó a una persecución a sangre y fuego, de la mano de discursos que apuntan al gitano como algo inferior que hay que reconvertir. De aquella lluvia los charcos que se viven hoy.

¿Contar esta historia no es también mostrar formas de organización y resistencia?

Claro, que el pueblo gitano haya sobrevivido manteniendo formas de autogestión propias de la vida quizás tenga algo que contarnos. Es osado, pero en el libro le hablo a esa izquierda blanca y le propongo mirar esas estrategias de lucha. Pienso también en indígenas de América Latina o comunidades afrodescendientes que han vivido en los márgenes construyendo formas de resistencia comunitaria a los embistes de poder económico y político. Intento lanzar pistas para poner lo comunitario y la autogestión en el centro de la propuesta emancipadora que seamos capaces de hilar en este momento.

¿Podrías dar algún ejemplo de prácticas comunitarias gitanas que resulten anticapitalistas?

Obviamente que con el paso del tiempo los márgenes que deja el capitalismo para las vidas alternativas son cada vez más estrechos. Las formas de autogestión gitanas continúan, aunque sean menos que hace 150 años. El pueblo gitano siempre optó por formas de trabajo familiares. La familia es la empresa, una unidad económica. Solían ser profesiones que se escapaban del trabajo reglado. Por lo general se han dedicado al arte, a la fragua o a la cestería de mimbre. Quizás esta último sea el ejemplo más idílico: recoger la caña del río, hacer la cesta y venderla en el mercado. Otro tema importante es la autogestión del conflicto en las relaciones. Los gitanos han mantenido autonomía en la gestión de los problemas, principalmente porque acudir a una autoridad externa (un juez, un árbitro, un policía) es muy difícil cuando eres perseguido incluso hasta la muerte. Como abogada la autogestión del conflicto me parece muy importante para traer a la práctica. Sobre todo en una sociedad completamente infantilizada donde cualquier pelea vecinal necesita de un juez para ordenar. Cada vez somos menos capaces de autogestionar nuestras relaciones sociales sin tener que denunciar. Es osado, porque hay un imaginario colectivo en el Estado español donde el antigitanismo es brutal. Hablar de autogestión del conflicto en comunidades gitanas para la mayoría está asociado a la venganza, a la muerte. Me arriesgo, pero confío en que a la gente que le estoy hablando, gente de izquierda que siente las injusticias y quiere cambiar las cosas, le puede ser útil.

Cada vez somos menos capaces de autogestionar nuestras relaciones sociales sin tener que denunciar. Cualquier pelea vecinal necesita de un juez para ordenar.

¿Y cómo es la relación entre gitanismo y feminismo?

Hay muchas asociaciones de mujeres y en los últimos años han surgido organizaciones gitanas feministas conformadas por chicas muy jóvenes. El debate al interior del feminismo es difícil, porque lo primero que te dicen es que las gitanas nos tenemos que callar porque lo primero que tenemos que deconstruir es el patriarcado de nuestras comunidades. Es un imaginario neoliberal que comparte gran parte de la izquierda, donde las comunidades subalternas siempre son más machistas que la sociedad blanca, que se autopercibe como la más avanzada. Entonces cuando me presento como gitana y feminista surge ese “cállate, primero arreglá lo de tu casa y después ven a darnos lecciones”. Lo que enunciamos como mujeres gitanas es que nos oprime más el racismo estructural que el patriarcado en nuestras comunidades. Entonces: cuando hablemos del origen del antigitanismo histórico, me dice usted lo que le tengo que decir a mi padre o a mi marido. No niego la existencia de prácticas machistas en comunidades subalternas, sino que digo que si tiramos del hilo, finalmente a quien beneficia es al orden económico mundial, donde la mayor beneficiada es la población occidental blanca. O sea que las que se autoperciben como las menos machistas son las máximas beneficiarias del machismo global. Para eso hay que definir al patriarcado como una ordenación de la riqueza, como hacen de forma maravillosa Silvia Federici y otras autoras. El patriarcado no es solamente una actitud personal, sino que es un orden económico y social que el capitalismo necesita para mantenerse. Volvemos al campo de frutillas: la opresión del marido a la jornalera a quien más beneficia es a las patronales, que contratan a quienes son más dóciles. Cuando desde la izquierda se plantean estos debates del machinómetro, hay que hacerlo desde el lugar del mundo que se ocupa. ¿A quién pretendemos dar lecciones mientras comemos frutillas baratas?

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