Un libro sobre Internet, escrito a comienzos de la década del 2000 en la lengua dominante global, es decir, en inglés, que es traducido por primera vez quince años más tarde a la tercera lengua dominante en el mundo, el español, está destinado a plantear algunas preguntas, de las cuales la principal sea, posiblemente, la relevancia. Uno de los efectos de la aceleración inducida por los bucles recursivos que conectan el capital financiero con la innovación tecnocientífica es, de hecho, generar una sensación de que cada esfuerzo por comprender o mapear este extraño nuevo mundo debería ocurrir siempre al borde de una obsolescencia preprogramada, como si algo nuevo estuviera destinado a emerger en cualquier momento, y, de hecho, sigue emergiendo, haciendo que lo que parece haber sucedido ya sea viejo. En esta modalidad de recambio frenético de productos e ideas, la duración de un libro o de un trabajo académico sobre las “nuevas” tecnologías parece estar comenzando a alcanzar la de nuestros propios dispositivos tecnológicos (entre dos y cinco años). Desde este punto de vista, intentar comprender las tecnologías con las que ahora vivimos por medio de un libro que fue escrito hace quince años sería como intentar hacer funcionar una app para iPhone en un viejo BlackBerry. En la carrera por ponerse al día con la última tendencia, ¿qué pueden tener en común el “entonces” y el “ahora”, especialmente si consideramos el carácter explosivo del proceso de crecimiento del principal tema de este libro, es decir, Internet?
Nada parece expresar mejor la distancia entre el entonces y el ahora que algunos números. Después de todo, en el momento de investigar para Cultura de la red y escribirlo, Internet contaba con alrededor de 700 millones de usuarios, es decir, 10 por ciento de la población mundial, mientras que al momento de escribir esta nueva introducción hay casi 5 mil millones de usuarios de Internet, es decir, casi el 60 por ciento de la población mundial, con 3,5 millones de usuarios solo de medios sociales, que, por cierto, prácticamente no existían en 2004, incluso el sitio web thefacebook.com, que fue la primera versión de lo que más tarde se convirtió en Facebook, fue creado en Harvard exactamente ese año. Mientras que, a comienzos de la década del 2000, los teléfonos inteligentes como BlackBerry y Nokia todavía exhibían un teclado clásico y eran usados principalmente para correo electrónico por una cantidad limitada de usuarios, hoy hay más de 5 mil millones de usuarios de teléfonos móviles en el mundo, dos tercios de los cuales se usan para conectarse a Internet. A comienzos de la década del 2000, la web era la interfaz dominante que había recientemente absorbido y reconfigurado las aplicaciones de Internet más antiguas, como la transferencia de archivos, la mensajería instantánea, el email y los grupos de noticias, mientras que los medios sociales y los smartphones hoy han hecho lo mismo con la web.
Esta distancia afecta no solo a los temas y argumentos delineados en Cultura de la red, sino también a los enfoques teóricos y filosóficos que despliega el libro (escritores y autores varones y blancos, incluso disidentes, como Michel Foucault, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Henri Bergson, Jean Baudrillard, Antonio Negri y Michael Hardt, Maurizio Lazzarato), que hoy se enfrentan a nuevas tendencias, como el aceleracionismo de izquierda, la ecología política, la teoría de la reproducción social, la ontología orientada a objetos, la arqueología de los medios, la teoría queer y la proliferación de alterfuturismos de todo tipo (afrofuturismo, xenofeminismo, futurismo del Golfo, sinofuturismo, chicanafuturismo). ¿Cómo abordar, entonces, un libro sobre Internet escrito hace 15 años?
Algunas opciones están abiertas al/la lector/a potencial. Si uno cree que aquel entonces era una época muy distinta a la de ahora, firmemente establecida dentro de un segmento específico de una línea temporal lineal, podría leer este libro como una especie de documento histórico, que da testimonio del clima intelectual y de los problemas a los que se enfrentaban los investigadores que se acercaron a Internet a comienzos de la década del 2000, tales como la definición de información más allá de la teoría de la comunicación, las implicaciones políticas de los protocolos de red, el valor de la participación de los usuarios en la economía digital, la relación entre emergencia y control, y entre comunicación y biopoder. Estos temas podrían compararse con el “ahora”, para destacar las diferencias y distancias entre los dos momentos, de maneras que, por contraste, hacen más claramente visible y perceptible lo que ha cambiado (como cuando se dice que ya no vivimos en la era de la información, sino en la de los datos: que la vida artificial ha sido reemplazada por los datos y la arquitectura abierta de la web, por protocolos privatizados, y así sucesivamente).
Alternativamente, si uno piensa que el entonces y el ahora, si bien yacen sobre diferentes puntos de la línea de tiempo, tienen mucho en común, ya que el pasado persiste en el presente, este libro podría leerse buscando los lugares y pasajes en los que las cosas no han cambiado: puede verse entonces que las relaciones entre entropía y orden, ruido y señal, que tanto preocuparon a los primeros ingenieros de redes, continúan dando forma a culturas que están conectadas infraestructuralmente por redes digitales, con la invención de nuevas formas de lograr el orden a partir del caos, como los motores de búsqueda, las transmisiones de los medios sociales y los distintos tipos de técnicas de computación algorítmica. El diseño inicial de Internet, con su énfasis en la resiliencia ante un ataque (la conmutación de paquetes, es decir, el movimiento de paquetes de datos por las líneas que ofrecen la menor resistencia) y su dependencia estructural de protocolos como medios para gobernar y regular el crecimiento expansivo, puede también verse aún en funcionamiento, a pesar de las enormes inversiones en técnicas de computación centralizadas en la nube. También puede señalarse que la extracción sistemática de valor a partir del trabajo gratuito de los usuarios ha sido incorporada y normalizada por la industria basada en Internet y la de los videojuegos, hasta tal punto que incluso autores libertarios solicitan a empresas como Facebook que paguen a los/as usuarios/as por sus datos. Finalmente, puede decirse que las plataformas de Internet se han especializado en gobernar a grandes poblaciones de usuarios ajustando continuamente los algoritmos y/o las distintas formas de moderación de contenido, mientras que los nuevos tipos de propaganda hacen sintonía fina del despliegue de la guerra de información por medio de la focalización estratégica que posibilita la analítica de datos.
Este libro podría leerse buscando los lugares y pasajes en los que las cosas no han cambiado: puede verse entonces que las relaciones entre entropía y orden, ruido y señal, que tanto preocuparon a los primeros ingenieros de redes, continúan dando forma a culturas que están conectadas infraestructuralmente por redes digitales, con la invención de nuevas formas de lograr el orden a partir del caos, como los motores de búsqueda, las transmisiones de los medios sociales y los distintos tipos de técnicas de computación algorítmica.
Ambas opciones son válidas, pero me gustaría pensar que el verdadero desafío puede mantener unidas, al mismo tiempo y con el mismo alcance, la repetición y la diferencia, aquello que se extiende a la siguiente serie de acontecimientos y aquello que inesperadamente ha llegado a complicar esa repetición. A diferencia del tipo de futurólogos insertos en la máquina del tiempo de la industria de Internet, el tiempo aquí no es lineal, sino extremadamente enmarañado, y el entonces y el ahora se evocan mutuamente y reaccionan uno ante el otro, mientras que el futuro no es simplemente un “allá”, sino también algo que varias fuerzas sociales luchan por demostrar.
En estos tiempos enmarañados, la ingeniería de las redes (con su interés por la información y la comunicación) se encuentra con las proposiciones postuladas por la ciencia de las redes, con sus modelos de redes que definen nuevos tipos de patrones y leyes dinámicas. Ingenieros y científicos de las redes, como Claude Shannon, plantearon la noción de que la información albergaba algún tipo de correlación (positiva o negativa) con el gran concepto metafísico de la física del siglo XIX –es decir, la entropía–, al diseñar medios para optimizar la transmisión de mensajes en grandes redes de telecomunicaciones como la de la telefonía en Estados Unidos. A medida que el paradigma de la información/comunicación se encuentra con el par datos/computación en las redes digitales, se crean nuevos centros de poder, así como nuevas máquinas y formas de actuar en los entornos informacionales. La información se difunde siguiendo topologías complejas de redes sociales digitales hiperconectadas, a la vez que son continuamente muestreadas, recolectadas y vueltas a desplegar por agentes no humanos para afectar la dinámica informacional descripta en este libro. Una extraña nueva clase de memoria, no totalmente humana y no fija, continuamente hecha y rehecha por distintos tipos de procesamiento algorítmico de datos almacenados en infraestructuras de computación en la nube, modula activamente el flujo de la información social buscando formas de extraer valor y/o afectar procesos de subjetivación colectiva. Las posibilidades para el automodelado de los individuos y los colectivos son enormemente ampliadas y a la vez limitadas. El par datos/computación no viene, sin embargo, detrás del de información/comunicación, sino que intra-actúa con él –por usar un término introducido por la epistemóloga feminista y física cuántica Karen Barad–. Este proceso está conduciendo, desde mi punto de vista, a una reconfiguración masiva de lo que solíamos conocer como “lo social” –una abstracción derivada del mapeo de las regularidades estadísticas o patrones producidos por una población dada– hacia algo nuevo, que podríamos llamar “lo hipersocial”.
También se podría pensar en cómo los Protocolos de Internet de Transporte y Comunicación, como los que se describen en el segundo capítulo de este libro, no han sido desplazados, sino que se han enmarañado con nuevos conjuntos de protocolos –como el OpenGraph de Facebook, es decir, el protocolo que regula la operación de botones sociales como el “me gusta” y el “compartir” en la plataforma y en la web en general– que funcionan en la capa de aplicación. Como sugiere el segundo capítulo, los protocolos de Internet, como el TCP/IP y el DNS, concebidos en su mayoría en la década de 1970, tejieron un nuevo tipo de espacio informacional, drásticamente distinto del espacio de, por ejemplo, la televisión, en la forma en que se pensó que sus partes (nodos) estaban en un estado constante de expansión y diferenciación. Tal expansión, que todavía continúa (en 2018, se unían a Internet un millón de nuevos usuarios por día), es así modulada por protocolos que toman a la red social digital como ejemplo de diagrama básico. Este diagrama actúa al mismo tiempo como medio de circulación de la información según un modelo epidemiológico (viralidad) y como una superficie computacional que registra las vidas sociales de las poblaciones estableciendo relaciones simétricas o asimétricas (me gusta, amigo, seguir) y flujos (compartir, etiquetar) entre objetos digitales (páginas de perfil, films, artículos, libros, fotografías, videos, etc.) en todos los tipos de visualizaciones de la red. Basados en tecnologías de la web semántica que, se suponía, harían a la máquina web más legible, para que permitiera un nuevo ordenamiento automático de la información, los protocolos de los medios sociales generan un espacio que, potencialmente, es infinitamente expandible, en donde lo (hiper)social deviene observable y experimento/experimentable como una construcción espacio-temporal procesal que puede ser ampliada o reducida y generar un espacio de correlaciones inciertas y potencialmente infinitas. Este es un espacio que ha sido descripto como algo que conlleva un nivel de vigilancia sin precedentes, pero es también un espacio en el que el enmarañamiento de los protocolos y los diagramas que ellos generan se convierte en un problema principal al calcular los ofrecimientos (affordances) de las acciones políticas en los entornos digitales privatizados.
En tercer lugar, el “trabajo libre”, es decir, la dependencia de la industria de Internet de la participación gratuita y voluntaria de los/as usuarios/as, no solo se ha establecido como el modelo económico básico, sino que se ha integrado en un modelo mucho más consolidado y ahora dominante del capitalismo, el “capitalismo de plataformas”. La noción de trabajo libre, tal como fue elaborada primero en un artículo publicado en una revista académica con referato, y luego expandida en un capítulo de este libro, nunca pretendió indicar una dinámica unidimensional de explotación que establecía una equivalencia simple con el trabajo asalariado. Por el contrario, indicaba una ambigüedad inherente en la que los deseos de expresión creativa que caracterizaron las luchas sociales en las décadas de 1960 y 1970 fueron subsumidos o absorbidos en un nuevo tipo de economía que produce nuevas condiciones para la lucha y nuevas potencialidades de liberación. El capitalismo de plataformas, desde los gigantes de los medios sociales y el comercio electrónico hasta las apps y los sitios web de la así llamada economía compartida (sharing economy) o economía del trabajo temporario (gig economy), integra el trabajo gratis de los/as usuarios/as en una máquina más grande que se está convirtiendo rápidamente en el modelo económico dominante en una era de precarización casi universal. Ante estas novedades, todavía es importante tener en mente que la lucha por la liberación de la explotación y por otro modo de existencia pasa por recuperar, repensar y reconstruir nuestras infraestructuras tecnológicas, que son los productos –como nos recuerdan los teóricos de la ecología política– del trabajo humano y no humano y que están siendo, en general, dañados y agotados. Esto es lo que, a pesar de toda la crítica, sigue siendo atractivo en el aceleracionismo de izquierda, es decir, la noción de que las tecnologías de control y extracción de valor pueden ser reconvertidas con una nueva lógica política dentro de una visión más amplia de lo que podría ser una sociedad poscapitalista. El capitalismo de plataformas también puede ser llevado a elevar la apuesta de una futura organización de la producción y la reproducción a través de nuevas formas de propiedad y gobierno colectivo orientadas hacia la producción de valores sociales, en lugar de valores mercantiles, que operen a distintas escalas, tanto translocales como transnacionales.
El “trabajo libre”, es decir, la dependencia de la industria de Internet de la participación gratuita y voluntaria de los/as usuarios/as, no solo se ha establecido como el modelo económico básico, sino que se ha integrado en un modelo mucho más consolidado y ahora dominante del capitalismo, el “capitalismo de plataformas”.
El enfoque, en las décadas de 1990 y 2000, en la computación biológica, la vida artificial y las formas de control blando, discutidas en el tercer capítulo, también ha sido profundamente afectado por el desplazamiento hacia las neurociencias, el cerebro, las redes e interfaces neurales y el aprendizaje automatizado (machine learning). El énfasis inicial en la abundancia y la autoorganización que caracterizó a la cultura de la red a comienzos del milenio parece, en un principio, haber sido reemplazado por un nuevo enfoque en las capacidades limitadas del cerebro para “prestar atención”, como forma de normalizar nuevamente esa extraña economía de la abundancia, prometida por la información en tanto mercancía no rival, alrededor de la “participación del usuario” como nueva mercancía limitada. Y, sin embargo, la eliminación incluso de la necesidad de “prestar atención”, debido a la recolección no consciente de datos por medio de las interfaces sensoriales, la tendencia del trabajo en red hacia lo gratuito y libre, está provocando un extraño regreso de la abundancia en forma de datos: grandes cantidades de información estructurada y discreta que necesita ser activada por la lógica algorítmica para producir verdades. A medida que las máquinas inteligentes y sensoriales nos toman muestras para obtener datos en forma continua y no consciente, grandes cantidades de estos son usadas para producir efectos infinitesimales (como en el experimento de contagio emocional de Facebook). Como dijo Brian Massumi, el desarrollo reciente de la economía conductista impulsada por datos hace que el sujeto económico de la elección se disuelva en un vórtice afectivo, en el que las decisiones, en lugar de ser el resultado del cálculo racional, provienen de una multitud de solicitudes que visceralmente se precipitan de manera cuasi aleatoria en esta o aquella elección al recibir “codazos”. Así, la abundancia de datos se divide entre una política de la posibilidad (Louise Amoore), que intenta incluir y anticipar lo altamente improbable, y, por otro lado, el razonamiento especulativo de lo incomputable, donde los algoritmos se encuentran con datos carentes de patrón y son reprogramados por ellos (Luciana Parisi).
Finalmente, las vidas sociales de las poblaciones en red se han convertido en el nuevo campo de batalla de las nuevas formas de guerra informativa y de propaganda en red que están tratando de influir, por medio de mensajes dirigidos, en la producción de la opinión pública, con vistas a intervenir en el comportamiento político (como la votación) y cambiar el alma misma de la sociedad en general. Aquí, la noción liberal de sociedad civil, que fue modelada a partir del Estado-nación, se encuentra con sus límites en tanto queda atrapada entre la comunidad global de grupos en Facebook y la polarización de la opinión pública que nos devuelve al espectro de la guerra civil, mientras que los levantamientos, las protestas y las revueltas organizadas y coordinadas mediante dispositivos digitales se hacen cada vez más frecuentes y volátiles.
Cualquiera sea el enfoque que se prefiera usar, espero que los lectores del mundo hispanoparlante encuentren que esta hermosa y hábil traducción de Sebastián Touza, a quién agradezco cordialmente, sigue siendo relevante y digna de ser leída, no tanto por el libro como tal, sino por ese potencial de deseable transformación política que este mundo conectado todavía parece estar esforzándose en conseguir.
Diciembre 2019