Sábado, 3 de la madrugada, me inyecté un poco de ganas para seguir. Ya tenía preparada la cámara en la mochila –revisé no haberme olvidado la memoria y la batería–. Pude empezar el viaje tranquilo y atravesar el conurbano sur por el medio: salí de Berazategui, pase por Ezpeleta, hasta el Barrio 2 de Abril, Rafael Calzada. Nocturnidad pospandemia, nadie en la calle, mantuve el auto a sesenta un rato largo, por el centro de Solano, extrañamente despoblado, crucé Donato y San Martín sin semáforos funcionando, señas de luces entre quienes nos cruzamos, y seguí. El primero que apretaba el acelerador pasaba, había que tener el oído atento –a esa hora, ya silban los pajaritos–. A lo lejos, se escuchaba una frenada previsible. Son esos momentos del día donde no se conectan las ideas. Hay miles de imágenes que retornan, desordenadas, y ni siquiera se puede armar una historia para pasar el tiempo del viaje –como esos sueños que no tienen ningún patrón–. Pero me tenía que enfocar en el camino: siempre es más jugado andar por la avenida cuando parece vacía.
Al toque ya estaba en esa fiesta clandestina devenida en emprendimiento familiar. Caer al barrio a las 10 de la mañana con el guardapolvo –o su espectro de laburante estatal– o llegar a la madrugada de una noche de otoño son escenas muy diferentes, pero ambas comparten el mismo recibimiento: los nuevos barrios no cuelgan pasacalles de bienvenida a nadie (escribía Lea en su libreta mientras volvíamos una tarde de Villa Tranquila, hace diez años). Ni siquiera el hecho de que a este Gol viejo ya lo tenían visto muchos vecinos, doblando por Santa Ana y Ramírez, me dejaba del todo tranquilo. Pero les había prometido que iba a caer.
En la esquina de siempre, me estaban esperando para entrar. El MaxiKing se subió al auto y me indicó por dónde agarrar para llegar a la fiesta, estábamos a pocas cuadras. Me saludaron los dueños de la casa, tenían unos cuarenta años o un toque menos, cobraban 400 pesos la entrada, lo que no impedía que estuviera desbordado de pibas y pibes. Entre complicidad y ganas de contar un poco cómo viene la movida, se me acercan y me cuentan que son unos billetes claves para terminar la obra que están haciendo para sumar unas piezas. No los escucho del todo bien, pero me muestran unas cajas con botellas, unas heladeritas con latas, en una barra improvisada que estaba laburando a pleno. A esa hora, el fondo de la casa ya era un boliche. ¡Faaa! ¿Cuánto hace que no estaba en una escena de corte de tránsito en una joda? El único baño estaba en un pasillo que iba desde la calle hasta el fondo; la cola entre quienes querían entrar al baño y quienes querían entrar a la fiesta no era compatible. Pasé como pude esa fila mientras todas y todos me miraban y se preguntaban qué hacía este viejo acá. Además, mi presencia se volvía más extraña por el hecho de tener la mochila puesta y la cara reventada de un viernes que había arrancado casi 24 horas antes. Alguna y alguno que otro me conocía del taller o de alguna filmación por el barrio, pero eran los menos. Cuando llegamos el DJ tiraba unos RKT y la fiesta ya estaba re encendida. Tambaleando subimos una escalera en proceso y llegamos a una terraza improvisada. Desde ahí se veía que no entraba nadie más: el fondo de esa casa estaba estallado. Enseguida me vino la frase de Maxi, de hace unos días: “Es algo familiar, Gonza, la fiesta la organiza con los padres”. Ja, era todo cierto, pero sonaba a otra cosa. De todos modos, nos debíamos esa escena en las fiestas del barrio. Todas las tomas de shows que grabamos fueron de visitantes. Está vez, La Sede Producer era local y de noche.
La idea era continuar un videoclip de un tema de Porte LQ que habíamos comenzado una tarde de domingo con lluvia. Las escenas de aquella tarde jugaban un montón, pero faltaban las de la fiesta para completar el recorrido del video. Esa tarde, nos pusimos debajo del techo de chapa de un almacén, que protegía a la cámara del agua. La lluvia, la calle de tierra, el barro, el perro de siempre, tres vecinas que desafiaban la lluvia, un par de primeros planos a los charcos que reflejaban parte del barrio. Pero la letra no pegaba del todo: “Mandale mecha, mandale mecha”. “¿No va mejor en una escena de noche, en alguna fiesta o algo así?”. Unos días después se armaba esta fiesta en la casa de uno de los pibes del barrio, donde los invitaron a cantar. La oportunidad se presentaba.
Hacía tiempo, habíamos empezado a pensar de otro modo los guiones de los videoclips. El barrio no podía ser siempre el mismo escenario de fondo, por eso fue necesario empezar a moverse, buscar otras iluminaciones, y a darle una vuelta más a la relación entre las letras y las imágenes de fondo que aparecían.[1]
Pero, como todo se producía a pulmón, llegamos a la fiesta y no teníamos ni un cable USB para pasarle el tema al DJ y que suene en los parlantes. Tampoco había micrófono para poner la base y cantar arriba. Había muchos amigos, amigas, vecinos que esperaban que sonara el “tema nuevo de los ñeros”. Después de nosotros, se subieron a la terraza un par de pibes del barrio, y todos esperaban que suene el tema y empiece el rodaje. Y el cable de miniplug a miniplug –que era una segunda opción para pasar la música– nunca apareció.
La canción nunca sonó. Entonces, había que improvisar otra cosa: hicimos unas tomas desde arriba del techo de la casa, el Porte cantaba y, de fondo, se veía la fiesta. Pero estaba todo muy oscuro. Intentamos iluminar al Porte con un flash de celular, pero faltaba mucha luz para que la toma funcione para el video.
Hicimos unas tomas desde arriba del techo de la casa, el Porte cantaba y, de fondo, se veía la fiesta. Pero estaba todo muy oscuro. Intentamos iluminar al Porte con un flash de celular, pero faltaba mucha luz para que la toma funcione para el video.
Después de un rato, me fui medio frustrado, por mandarme y saber, en el fondo, que no fueron las mejores tomas que podíamos hacer. Santa Ana, Pasco, y volver a mi barrio del sur. En el camino, pensaba que no les había avisado la mala noticia. Pero ni daba en ese momento. Nos habían dicho desde el municipio que no les interesaba el proyecto de la cooperativa de rap: después de un año y medio de falsas promesas estábamos en el mismo lugar. Insistiendo solos, y otro palo más en la rueda.
Clavé los frenos, aunque ya tenía estudiada esa montaña de cincuenta centímetros que hay sobre Pasco. ¿Cuánta nafta me quedará para seguir sosteniendo este ritmo? Pasaron reuniones, proyectos, cuentas mentales ficticias, pero seguíamos igual que como empezamos. La insistencia, la militancia, las horas de edición, el tiempo de los pibes puesto para cranear cada canción, cada video, cada detalle. Fueron cuatro años “siempre en una, nunca en ninguna”.
Intentaré reconstruir ese travelling imaginario: esas líneas y fronteras que se fueron trazando y atravesando, cada uno de esos detalles que se fueron entrometiendo en esta historia de rap del conurbano sur, aquellas secuencias que nos fueron llevando hacia un posible final. “Una apuesta que salió mal –pero no tan mal– siempre tendrá su versión maldita”, pensaba mientras me iba a dormir. Pero, en otro lado, la noche recién estaba empezando.
“Nosotros no dormimos, no dormimos, no dormimos / con los compa’ estamo’ activos, andamos clandestinos toda la noche como los vampiros…/ Yo no duermo tampoco mi bro, es por eso que esta noche ando derramando flow/ Nosotros no dormimos, no dormimos, no dormimos. Nosotros no dormimos, estamos todos maldecidos”.
[1] A lo largo del libro se encontrarán con varios códigos QR, que podrán escanear para reproducir algunos de los videoclips que realizamos todos estos años (2018-2022) con La Sede Producer. Cada uno de ellos se conectan de alguna manera a lo que viene describiendo esta historia. Por eso están las dos opciones de lectura: ir siguiendo el relato con el contenido audiovisual; o no escanear los QR para generar una propia imagen de esta historia, despejada de rostros, sonidos y escenarios concretos.