Capítulo 1: Un estruendo y el silencio
1. La celda
«Esta es su habitación», le dice el subteniente haciéndole entrar en el cuarto: cinco metros por cinco en la planta baja de la cárcel. Catre cubierto de mantas en una esquina, lavatorio de hierro oxidado en la pared de enfrente, un mingitorio al lado. La ventana con un cristal roto detrás del enrejado de los barrotes. Lo primero que hace un preso cuando entra en una celda vacía: la explora. Mide con pasos largos su longitud y su anchura, comprueba la altura con un pequeño salto con el brazo estirado, da un taconazo en el piso y golpea las paredes con los nudillos para detectar imperfecciones ocultas en los muros; por último, se dirige a la ventana y, socarrón, acaricia los barrotes. Nada más llegar a una cárcel el presidiario puede decirte en qué galería y qué planta estás y cuántas celdas hay de un lado y del otro: ese examen debería verificar si hay o no una posibilidad de fugarse. Es probable que se lo esté inventando, los presidiarios son mentirosos. Esto es algo que Toni sabrá más tarde, cuando también él, con menor precisión pero con suficiente aproximación, mida su nueva celda imitando aquellos movimientos. Pero la noche de su detención, cuando llega a la cárcel de Rovigo, no tiene la destreza del presidiario para controlar la situación: tenía una imagen bastante genérica de la hospitalidad carcelaria, reacciona protestando con timidez y, sin quitarse la ropa, se echa en la cama cubriéndose con todas las mantas: teme los efectos de la humedad del lugar y del aire frío que, entrando por el cristal roto, lo golpea. No tiene ganas de pensar: empieza a contar ovejas para dormirse. Está aturdido, no asustado: ha olvidado la orden de detención que le habían leído ocho horas antes. Continúa contando ovejas en orden inverso: cien, noventa y nueve, noventa y ocho... No le viene el sueño, la canilla gotea: se incorpora bregando con las mantas, el piso está sucio, resbaladizo, la canilla no se cierra; mea en el mingitorio, sorprendido del ruido que hace. Unas horas más tarde entra un grupo de guardias, Toni hace ademán de levantarse: «quieto, quieto», dice el cabecilla, mientras otro guardia hace un ruido infernal comprobando el enrejado, recorriéndolo con una barra de hierro... sí, está intacto. Salen dando un portazo: Toni se duerme. Cuando lo detuvieron y lo llevaron en coche de Milán a Rovigo, pasando al anochecer junto a las colinas Euganeas, Toni, mirando aquellas colinas que había amado, pensó, quién sabe porqué: «No volveré a verlas... adiós Padua». Años más tarde un amigo le dijo: «Volverás, y un día via 8 febbraio se llamará via 7 aprile».
2. Horror
Por la mañana el subteniente recibe a Toni: le pregunta qué tal está. Toni se informa sobre la posibilidad de ver a abogados y familia: dice que pronto se lo dirá. Toni está completamente despistado, pero encuentra la manera de preguntarle –con ironía– cuánto tiempo va a tener que pasar hasta que pueda demostrar su inocencia: ¿se ha visto alguna vez el subteniente ante una situación parecida? El subteniente le habla de un inocente de verdad –se preocupa de recalcarlo– que tuvo que pasar varios años en la cárcel antes de que los jueces le pusieran en libertad: la burocracia, ya sabe, profesor... Luego le pregunta si tiene algo de lectura; ante la respuesta negativa le acompaña a un cuarto grande –se ve el polvo en el aire iluminado por los haces de luz que entran por las ventanas entreabiertas–. En la puerta se lee Biblioteca: varios cientos de libros apilados aquí y allá, muchos dejados por los viejos inquilinos. Toni busca entre los restos, encuentra una edición completa del teatro de Shakespeare y se la lleva a la celda. No está triste ni asustado: si acaso indignado. Se siente confuso intentando entender qué va a pasar, aún no sabe que ha habido una redada, y no puede imaginar el alcance que ha tenido y las protestas que ha desencadenado. Al día siguiente lo sacan a tomar aire a un patio del edificio de la dirección de la prisión; pasea con él un viejo policía de civil que apesta a policía política (¿por qué un carabinieri y no un guardiacárcel?). Hablan de cosas sin importancia, Toni le pregunta sobre el Milan, cuatro palabras y basta. En un momento dado una radio local rompe el silencio del paseo –tres muchachos han saltado por los aires en Thiene, mientras preparaban una bomba: querían protestar contra la batida del 7 de abril–. El carabinieri observa a Toni, que sigue caminando conteniendo el espanto, oprimiéndolo en su pecho. Regresa al cuarto que hace las veces de celda, llora: es la primera vez, y será la última. Continúa leyendo a Shakespeare.
3. ¿Kafka o Shakespeare?
Le tocará oír decir mil veces que los acontecimientos que empezaron el 7 de abril del 79, cuando él y sus compañeros fueron acusados de insurrección armada contra los poderes del Estado, fueron una historia kafkiana: una serie de hechos inventados desde el principio sobre una base absurda, que se elaboró de forma tan chapucera que terminó pareciendo irresoluble. Un caso burocrático que degenera, un enredo jurídico mal gestionado por jueces de asalto; como se llamaba entonces a los magistrados que, según decían, defendían las instituciones frente al ataque terrorista y, según decían los viejos magistrados, creaban confusión por no decir que provocaban daños. En pocas palabras, una historia kafkiana: se entra en el Castillo para no salir de él nunca, atrapados por una culpa absurda causada por jueces oscuros y mecánicos y reproducida en la conciencia de los acusados, que a su vez terminan volviéndose prisioneros de esa condición. Podría ser: así se le antojaba a Toni durante los primeros días. Pero no tardó mucho tiempo en aclararse las ideas: la verdad es que aquellas imágenes literarias no eran adecuadas para describir la situación, hacía falta otra cosa. El caso que le afectaba no era burocrático, sino completamente político: no una máquina insensata sino una tragedia de lo político –Shakespeare y no Kafka–. Le había tocado combatir en una lucha abierta, no contra un destino; el enemigo era el Estado que se declaraba invencible; pero Toni no lo percibía así: ¿por qué fingir que es imbatible? ¿No era precisamente el Estado lo que había combatido siempre desde que se hizo comunista, comprobando a veces sus grietas y sus debilidades –y siempre su injusticia–? ¿Cuántas veces, para meterle miedo, le habían contado que el Estado era soberano, que en él obraba la necesidad del orden civil: una fuerza laicizada por los modernos, pero siempre basada en lo absoluto? ¿Y, para imponerle la obediencia: que el poder burocrático era la racionalidad de ese poder? ¡Cuántas tonterías!, respondía el profesor de Doctrina del Estado: aquí hay un poder enemigo. No transcendencia, sino inmanencia, no justicia sino violencia, no derecho sino estafa: el poder del enemigo de clase, del PCI y de la DC, la expresión del «compromiso histórico». Toni recordaba un viejo dicton de Guido Bianchini (1) «Para los comunistas la tragedia no es un destino, sino una lucha» . Así que era necesario luchar, denunciar las injusticias, el golpe de mano político. ¿Pero qué había pasado en realidad? En la orden de detención se leía «insurrección»: pero no se leía con quién la habría hecho, ni tenía la impresión de haberla llevado a cabo, mientras le parecía imposible haberla llevado a cabo en solitario. Un Kafka que da vueltas en el vacío: ¿un Kafka en versión de comedia?
1 Guido Bianchini nació en Verona, Italia, en 1926 y fue partisano durante la ocupación nazi de Italia. Compañero y mentor de Toni Negri, Luciano Ferrari Bravo y otros en el PSI y en el periódico Il Progresso Veneto a principios de la década de 1960, Bianchini, químico de profesión, fue uno de los fundadores del Potere Operaio Emiliano-Veneto y más tarde, en 1969, miembro fundador de Potere Operaio. Detenido en la operación represiva del 7 de abril de 1979, consiguió ser puesto en libertad poco después para pasar buena parte de la década de 1980 en Francia. Posteriormente fue uno de los principales animadores de la ecología política en Italia, hasta su muerte en 1998.