Claudia Zapata es historiadora, especializada en el pensamiento indígena y en la historia contemporánea de América Latina. Dirige el Magíster en Estudios Latinoamericanos del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile: allí nos encontramos a hablar, teníamos una serie de preguntas para hacerle en torno de la revuelta de octubre del 2019 y sus derivas. Entre otras, ¿qué quedó del “milagro chileno” después del estallido? ¿En qué ciclo de luchas inscribir este movimiento sin liderazgo y cuáles son sus desafíos? ¿Es posible pensar en la transformación social sin apelar a la violencia política? En vista del proceso constituyente abierto, ¿sobre qué bases fundar un nuevo pacto social anticolonial y antipatriarcal? ¿Es el pueblo evangélico un espacio de disputa política? De aquí en adelante, sus palabras.
Del agobio a la chispa
(y más allá…)
Un punto de partida inevitable es que los milagros económicos del neoliberalismo chileno están haciendo agua. Hablar de crisis del neoliberalismo chileno era algo totalmente impensable antes del 18 de octubre. Y eso es un logro del movimiento, definitivamente. El neoliberalismo chileno siempre fue muy sólido, no había crisis macroeconómica, nunca la ha habido al menos desde 1982-83 y que fue una crisis mundial. Una de las fatalidades que nosotros hemos tenido que soportar es que en Chile este modelo funcionó muy bien. A diferencia de casi todos los países latinoamericanos donde las crisis fueron constantes, el neoliberalismo en Chile funciona, a nivel macro obviamente. De ese modo Chile se transformó en un referente ideológico del neoliberalismo, aunque tuviera una economía intrascendente en el contexto global. Ningún país parecía tan neoliberal como Chile; ninguna metrópolis era tan neoliberal como las principales ciudades chilenas. Y de repente el estallido hace visible la crisis, una crisis que es social y de modo de vida. Esto es muy importante.
El proceso de instauración del neoliberalismo en Chile no ha sido lineal, ha habido idas y venidas; pero –campos de concentración de por medio– se acaba instalando un modelo súper compacto. Un modelo que cuando tuvo sus momentos de crisis, de imperfección, casi de caída –en los ’80 –, fue sostenido por el Estado. Y luego, en los ´90, se perfecciona mucho, amplía las privatizaciones, la capacidad de consumo de la población y logra sostener una gran estabilidad macroeconómica. De ahí esta idea de que no hay crisis. Pero la contracara de esta estabilidad es el enorme sufrimiento cotidiano que implica para la población chilena sostener esos niveles consumo: los niveles tremendos de frustración, de expectativas truncadas, de desigualdad. Todo esto que implica sostener esa estabilidad.
Una estabilidad que hacia que, hasta en los momentos previos al estallido, en este país no hubieran crisis graves de empleo, el desempleo era bajísimo. Pero, ¿cuánto te pagan?, ¿cuántas horas trabajas? Si ves en la tarde cómo vuelve la gente durmiendo en los buses, agotados, no dan más. El nivel de abuso es espantoso. Si este agobio, a esos abusos, se suman los casos de corrupción que fueron apareciendo –incluso en esta televisión tan controlada ideológicamente– la gente se hartó. Y ese cansancio fue la chispa que encendió el 18 de octubre.
El estallido impredecible
Cómo nombrar lo que sucedió ese 18 de octubre de 2019 ha sido todo un debate: “protesta” se queda corto; “revolución”, un poco grande. Encima, “revolución de octubre”: es demasiado grande. A mí me gusta “revuelta”, me gusta rebelión y también me gusta “estallido”, porque efectivamente es un estallido social que rompe la forma e implica el fin de una normalidad. Y si bien no lo podemos denominar “revolución”, todas las revoluciones parten de un estallido. No sabemos a qué va a derivar esto, pero es bastante considerando la normalidad neoliberal que teníamos en Chile. Y eso lo vuelve, a la vez, un hecho sorpresivo. Sabíamos que era una olla a presión, pero nadie sabía que esto iba a pasar, era imposible predecirlo. A mí me interesa mucho la historia latinoamericana y he estudiado otras revoluciones y nunca hay una correlación directa entre mayores niveles de explotación y un estallido revolucionario. Nunca. En la Revolución mexicana, por ejemplo, las regiones más hiperexplotadas no se levantaron. Entonces, ese elemento impredecible, de sorpresa, me parece característico de este estallido social. Y toda interpretación que hagamos de él va a ser súper inestable, porque es un proceso abierto.
Lo que hizo el estallido y que marcó la diferencia fue articular malestares y demandas que hasta antes del 18 aparecían como sectoriales; es decir, generó una confluencia nacional de estas demandas. Hay una envergadura que es distinta. Por ejemplo, entre otras cuestiones, hay una opción por la violencia política o bien esta se encuentra legitimada por la población que ha salido a expresar su descontento. Eso tenemos que discutirlo con mucha seriedad porque aquí no valen los diagnósticos moralistas de la cuestión. Lo que sucedió en el estallido es que hubo altos niveles de violencia política apoyada por la población. No sé si mañana va a ser igual, pero los primeros días del estallido, las primeras semanas, y las barricadas, incluso los saqueos, fueron apoyados por la población. Se confrontó, también con violencia política, a las expresiones locales del modelo neoliberal.
La cuestión estalla en Santiago y se expande rápidamente, como reguero de pólvora, a todo el país. Esta ciudad tiene un historial de revueltas populares, casi siempre por la carestía y por el abuso. Y tiene una historia, también, de violencia política. Desde fines del siglo XIX, ha habido en Santiago huelgas de la carne, huelgas de los arrendatarios, huelga por el transporte público, la “huelga de la chaucha”. Y todas han sido con violencia popular; de dar vuelta los camiones, los buses, quemarlos, volar los semáforos, saqueos. O sea, eso existe y pre-existía al estallido de octubre. Siempre ha existido dinámicas de turba en esta ciudad. Hay una historia allí que se nos había olvidado. Y también aparecen, entre medio, los discursos moralistas, pacifistas.
Porque, entre otras cosas, el neoliberalismo nos quitó la memoria de la violencia política. A todos se nos había olvidado. En general, la gente aquí es pacífica: en el marco de la revuelta, incluso recurriendo a la violencia política, hasta ahora no han matado a ningún paco. Y en Santiago en general, que tiene una historia de mucha violencia política, eso no ocurre. Nunca. Salvo algunos pequeños grupos armados como el Lautaro en su minuto, pero que eso ya era otra cosa. Pero la violencia política popular callejera nunca han matado pacos. Ha habido ocasiones, pero les hacen un escudo humano. Entonces, es una violencia política que, en el fondo, tiene un límite bastante ético.
El ciclo de luchas anti-neoliberal
Para entender qué sucede hoy en Chile hay que inscribir este estallido en un ciclo más largo de combate al modelo neoliberal; un ciclo más largo que se podría remontar a octubre del ’97, al inicio de lo que la prensa conservadora llamó el “conflicto mapuche”. Y es en ese momento en el que una parte más radicalizada del movimiento mapuche decide enfrentar mediante la violencia política a ese poder que se ha apropiado de sus territorios, que ha alterado su equilibrio ecológico, etc. Y en aquel momento, como hoy, se atacan los símbolos del poder. En ese caso eran los camiones de las empresas forestales, se queman tres camiones.
Junto a esas primeras expresiones de violencia política aparece la criminalización de este movimiento. Y ahí aparecen las paradojas y los problemas que tenemos hoy día acá. Uno de ellos es que se opta por la violencia política muchas veces sin tener la formación necesaria, que es un tema que hay que afrontar. ¿Lo hacemos o no lo hacemos? ¿Es necesario tanto costo? No tengo idea. Son cosas que fueron fracturando también al movimiento mapuche. Porque empieza a ser criminalizado, comienzan a perseguir, asesinar y encarcelar a sus comuneros, etc. O en otros términos: todo lo que vimos desde octubre en el centro de las ciudades (la militarización, la represión, los asesinatos, etc.) tuvo como laboratorio la Araucanía, desde el ´97 para acá.
No se entiende el estallido si no se lo piensa en esta línea, como confrontación de un modelo autoritario que es nacional, el neoliberalismo chileno. Un modelo que se implementó con un nivel muy alto de radicalidad, algo que solo es posible porque somos el patio trasero, somos periferia mundial. La intervención de los militares fue terrible y nos removió un montón de cosas. Pero los grandes represores han sido los pacos, la policía, que hace más de veinte años que viene reprimiendo en La Araucanía –con sus “montajes”, sus articulaciones con la justicia, etc. Incluso, si vamos a hablar de cuándo empieza a aparecer la demanda de una nueva Constitución que pueda derogar de verdad los legados de la dictadura, también es el pueblo mapuche, a fines de ´80, el que empieza a plantearlo. Incluso en muchos casos el planteo era “no queremos reconocimiento constitucional, porque no queremos esta Constitución”. Desde el día uno fue que esta Constitución se tenía que cambiar.
Decía que el estallido de la cuestión mapuche fue en el ´97, luego, claro, está el pingüinazo, el movimiento estudiantil de colegios secundarios, en el 2006. Pero en paralelo apareció un movimiento de trabajadores, de trabajadores subcontratados que son el trabajador neoliberal por excelencia. Es el movimiento de los subcontratados del cobre, en el norte, liderados por Cristián Cuevas, que es una figura muy importante de ese período. Y ahí también estuvo la cuestión de la violencia política. Los subcontratados del cobre decían: “Oye, parece que si no vuelas los semáforos no te escuchan”. Y era así, era volando los semáforos, volando camiones. Y el discurso era: “Bueno, vuelo el semáforo porque también es mío”. Finalmente, pese a que el movimiento de ahora es súper transversal socialmente, la violencia política que vemos hoy viene desde allí, desde el sótano, desde la parte más obrera y desde la parte más excluida, los mapuches.
Y después viene efectivamente el movimiento secundario y la toma de las escuelas, en los años 2006, 2007. Un movimiento que también es transversal y que tiene que ver con un problema bien específico del neoliberalismo: se amplía el sistema educativo, todos llegamos a la educación secundaria, un poco menos llegamos a la educación superior,. Pero el tema es a qué llegamos, porque la promesa de que la educación permite la movilidad social, algo que era una suerte de pilar, no se cumple. Lo que sucedió fue otra cosa: el neoliberalismo chileno impulsó un mercado de la educación que permitió la expansión del acceso, pero sin mayor preocupación por qué harían esas egresadas y egresados con sus vidas. Porque en Chile los pobres llegamos a la universidad por una necesidad del neoliberalismo, no por una apertura democrática. Y a una universidad totalmente mercantilizada, que reformula los términos de la desigualdad. La variable no es si fuiste o no fuiste a la universidad, porque hoy día en día tener un título universitario no te garantiza nada. Y la frustración y la desigualdad empiezan a ser muy evidentes y la situación empieza a estallar.
En ese sentido, para todos fue muy asombroso en aquellos años el nivel de politización de los estudiantes secundarios. En Chile, los estudiantes no tienen derechos políticos formales (como el derecho al voto), pero sí responsabilidad penal (¡y desde los catorce años!). Es una cuestión absurda, pero que habla de un Estado neoliberal chileno bastante autoritario, bastante policíaco. Y así y todo, el nivel de politización de los jóvenes, de los llamados millennials, es muy alto. De hecho, ellos fueron lo que mantuvieron abierto el conflicto con el neoliberalismo durante los siguientes años.
El movimientos y su conducción
El estallido lamentablemente nos pilló en un momento de declive de dirigencias de organizaciones sociales en otro momento muy activas y visibles, como las estudiantiles. Tanto la ACES como la CONES, que son organizaciones de estudiantes secundarios, están en un momento súper crítico. La CONFECH, que es la que articula las federaciones de todas las universidades, prácticamente no existe.
El tema de la falta de conducción del movimiento me preocupa. No porque crea en una conducción vanguardista, para nada. Pero fueron demasiadas las víctimas para lo poco que hemos conseguido hasta ahora. La falta de conducción me parece un problema porque sin conducción se desaprovecha la energía del movimiento, se malgasta. Y reducir el nivel de energía empleada permite que esa misma energía se pueda desplegar en un proceso que pueda capitalizarse de mejor manera.
Pero, bueno, nos pilló con esta situación y se nota mucho. Poco antes que Chille, estalló Ecuador, y ahí sí podían verse veinte líderes indígenas, con trayectorias y liderazgos no vanguardistas en movimientos sociales. Aquí no hay claridad de con quienes se puede conversar, con quienes negociar. El mundo social está muy desarticulado en términos de liderazgo. Y la oposición parlamentaria queda aislada y acaba haciendo un acuerdo para el pueblo pero sin el pueblo. El mismo gobierno decía: “Bueno, ¿con quién tendríamos que hablar? No es sencillo responder esa pregunta.
El movimiento mapuche tiene condiciones de liderazgo, pero en este país nunca hemos mirado a los mapuches. Nunca. La frontera histórica, geográfica y cultural también el mundo social la reproduce. La frontera, así como el río Biobío, antiguo todo, sí. Ellos son los primeros que hablaron de nueva Constitución. Ellos siempre se han imaginado otro país, con diversidad cultural, etc. Ahí hay condiciones de liderazgo. Gente que lleva años hablando de estas cuestiones. Años disputando los espacios del voto de la derecha. Porque La Araucanía votaba por la derecha. Pero nosotros nos hemos negado a esa posibilidad de articulación, siquiera. Ni hablar de liderazgo. Nos hemos negado, absolutamente. Por otro lado, la CONFECH necesita rearticularse con fuerza. La CONFECH siempre ha tenido legitimidad social. Porque son los que empezaron a decir: “todos, queremos que todos los pobres lleguen a la universidad y estudien gratis”. Pero tiene que rearticularse, igual que la ACES y la CONES. Todo el Movimiento por las Aguas tiene que tener mayor visibilidad pública y articularse.
Y luego, claro, está el movimiento feminista, que es muy fuerte y que es reticente a ciertos liderazgos, evidentemente. Pero, al mismo tiempo, negocia bastante más que otros movimientos en favor de la transversalidad. Muchísimas feministas nos pusimos a a trabajar en asambleas barriales, incluso en espacios liderados por puros hombres; en paneles y actividades en las que predominan los hombres. Espontáneo, no deliberado, pero esto es un gesto político enorme. Entonces, ¿somos reticentes a esos liderazgos tradicionales? Sí, pero a la hora de componer políticamente se actúa con generosidad. No veo un problema en el feminismo con no conceder en ciertos tipos de construcción de liderazgo. Es sabido que el liderazgo del mundo político ha sido malísimo. Pero ya sabemos que eso no es suficiente y que el problema es más amplio. El mundo social también está lleno de problemas, está cruzado por las jerarquías y ánimo de protagonismo, algunos ejemplo son el predominio de puros hombres y y la importancia que también se da a los expertos o técnicos en este espacio. Eso pasó mucho en los Cabildos: se empezó a reemplazar la voz de la gente común, con sus problemas, por abogados constitucionalistas, por técnicos. El técnico, además, ahoga la discusión política, bloquea la riqueza de un nuevo pacto social. Por el contrario, hay que estimular los debates ciudadanos; un proceso constitucional en cualquier parte del mundo pasa por un debate ciudadano que no se deja ahogar por los técnicos.
Elementos para un nuevo pacto social
Una particularidad de nuestro país es que nunca hubo un pacto social, al menos eso es lo que yo creo. El Estado chileno ha sido súper fuerte desde el principio, a pesar nuestro. Eso nos ha perjudicado, definitivamente. Nunca hemos tumbado un gobierno. Quizá tumbar a Piñera no habría significado nada en términos concretos, pero sí la demostración de una fuerza que nunca hemos tenido. Porque aquí los que siempre han tumbado presidentes han sido los golpistas de derecha. Ese es el escenario desde el que se está impulsando un proceso constituyente, sin que eso a priori signifique demasiado.
En ese sentido, lo primero que hay que decir es que una asamblea constituyente no implica a priori una refundación nacional. La forma que toma un proceso constituyente depende del proceso político que esté viviendo el pueblo. Obviamente, si ese proceso es de giro fascista, el resultado va a ser una constitución fascista, por poner un ejemplo extremo. Y eso es importante distinguirlo, porque aquí en Chile se dice “asamblea constituyente” y se la relaciona con el proceso que se dio en Bolivia y no es evidente que sea así, va a depender del proceso político del pueblo. Si llegamos a una refundación nacional o no, va a depender de ese proceso político, no de la fórmula Asamblea Constituyente, aunque obviamente es un espacio importante para que ello eventualmente ocurra.
El segundo elemento para pensar en un pacto social es que, a diferencia de otros procesos constituyentes latinoamericanos (como el boliviano, el ecuatoriano o el venezolano), nosotros estamos en una situación en la que vamos a tener que inventar todo solos, porque la sociedad chilena no tiene experiencia histórica en este tipo de incidencia. Como decía recién, no hemos pasado por un proceso de construcción de alianza popular, de bloque popular que pueda proyectar una coalición de gobierno. Todavía no llegamos a eso y no sé si vamos a llegar porque estamos muy carcomidos por la dicotomía entre gobierno y movimiento. También se debe considerar que en nuestro caso no tenemos un gobierno que respalde a la agenda, a diferencia de los países señalados, donde la refundación nacional se impulsó desde el gobierno y se enfrentó a los parlamentos. Pero ese no es nuestro caso, que es más bien un proceso inédito y con muchas desventajas. Y que exige un movimiento social muy fuerte para poder sostener ese proceso. De momento, la fortaleza ha sido la envergadura del estallido, el hecho de ocupar la calle de la manera que se ha hecho. Pero no necesariamente con un discurso y un pliego articulado de demandas. No hay bloque popular en ese sentido.
Un tercer elemento para pensar este pacto social tiene que ver con la sociedad civil. Estas sociedades neoliberales contemporáneas tienen clases políticas muy profesionalizadas que reemplazan totalmente el ejercicio de la política por parte de la ciudadanía. Este movimiento, este estallido, es también un reclamo por la participación. Y por eso lo problemático del Acuerdo por la nueva Constitución en el Parlamento. Una acuerdo que, por otra parte, habría sido impensable sin el estallido. La derecha chilena es súper ideológica, jamás habría cedido en eso. Pero la pelea es, también, por la participación, y es clave inventar mecanismos para que esta participación sea afectiva y no se acabe redactando una Constitución a espaldas del pueblo.
Una última cuestión a tomar en cuenta en este nuevo pacto social es la necesidad de reconocernos como latinoamericanos y de reconocer, así, el carácter periférico de nuestro capitalismo. Yo creo que hay un interés de mirar para fuera, pero no se sabe cómo hacer. No se sabe nada de América Latina en este país. No se sabe nada: este país se ha formado de espaldas al resto.
Descuartizamientos rituales y violencia política
Estamos viviendo un momento histórico, sin ninguna duda, más allá de cuáles sean los “resultados” finales. Siempre es injusto evaluar a los estallidos por sus resultados finales, que en el fondo es lo que más importa. Obvio que queremos logros, pero el nivel de energía desplegada es una cuestión que si no nos va a servir ahora en lo inmediato nos va a servir mañana. Hicimos algo que no sabíamos que éramos capaces de hacer.
Si se lo mira con perspectiva histórica, se dieron vuelta un montón de cosas, se embistió un guion patrio que parecía estar en el “ADN chileno” por usar un cliché de la prensa. Evidentemente, había un montón de inconformidad con esta historia patria que es colonial y que es patriarcal, y que se ha proyectado al período republicano. Esto fue muy gráfico con las turbas botando las estatuas, algo que es frecuente en América Latina, que existió en la revolución mexicana, pero que en Chile no había pasado nunca, no al menos con esta envergadura y masividad. Incluso el año pasado pasó en Estados Unidos, en California, donde botaron una estatua de Cristóbal Colón “por ser responsable de un genocidio”. Pero aquí no había pasado. Ahora, en el marco del estallido, en Arica se botaron una estatua de Colón enorme de mármol, de 1910. La desplomaron.
Evidentemente, es un momento muy favorable para discutir este tipo de cuestiones vinculadas a los símbolos del Estado nacional y su monumentalidad. Y, sobre todo, a la continuidad colonial en el Estado. De hecho, botaron desde conquistadores españoles hasta personajes de la República y soldados del ejército ya más contemporáneos. Todo eso. Incluso hubo descuartizamientos rituales de esas estatuas, una continuidad de aquellos que se hacían en la guerra colonial. Por ejemplo, en un caso agarraron una estatua de Pedro de Valdivia y le cortan la cabeza; a otro le cortaron los brazos, le dejaron solo el tronco, lo arrastraron, lo patearon, le tiraron pintura roja simbolizando el corazón, lo prendieron fuego y luego lo dejaron a los pies de la estatua de Lautaro. Esto es bien simbólico, porque Lautaro fue el sirviente de Valdivia, y se le rebela. Se lo van a dejar a los pies. A otro también le arrancaron la cabeza y se la dejaron colgando, simulando manchas de sangre. Son descuartizamientos rituales. La venganza en su estado simbólico básico: es bien fuerte. Jamás imaginé que aquí iba a pasar algo así, jamás, absolutamente insospechado el despliegue simbólico que hemos presenciado. Ninguna revuelta ni revolución se agota con los logros efectivos, por lo que el análisis de estas dimensiones del conflicto no pueden ser minorizadas.
Escenarios posibles y en disputa
Es inevitable la pregunta por la salida de esta situación. Según yo lo veo, hay tres escenarios posibles.
Una es la solución gatopardista: todo cambia, nada cambia. Porque efectivamente estamos transitando un proceso constituyente, pero que aún permanece abierto, no se sabe qué va a pasar. Puede ser que hagamos una nueva Constitución, que no es poco. Pero puede ser que hagamos una nueva Constitución pero que sea nuevamente con lógica subsidiaria y no de derechos. Eso puede pasar, totalmente. Ese es el escenario uno.
El escenario dos: también puede que todo se radicalice y todo se vaya al caño y este país explote por los cuatro costados. Puede pasar. Creo que en este contexto mundial es súper difícil que eso ocurra. Pero todo se puede radicalizar, las víctimas pueden aumentar, y todo esto se puede refundar. No tengo idea para qué lado, pero se puede refundar. Vía radicalización.
Y el tercer escenario posible es la derechización del proceso,. La envergadura que tuvo la movilización en la calles fue muy grande y el malestar es también muy grande. El tema es si toda esa gente que está molesta y que tiene sensación de injusticia, lo conecta con el voto. Ese va a ser el problema. Entonces, esa puede ser una fuente de derechización. Porque nuestra educación política, la más convencional, es súper deficitaria. O sea, en general la gente no sabe distinguir entre izquierda y derecha. Y además la misma izquierda, o una parte de ella, abandonó ese debate. La derechización tiene muchas explicaciones, no es que la gente sea de derecha. Nadie es progresista per se, ni facho per se. Eso es un espacio de disputa política. Y si no hay bloque popular articulado tenemos menos condiciones para disputarlo.
El otro espacio que creo yo que es disputable y que es súper delicado porque sería muy raro que en Chile no pasara, es el poder evangélico, que ha tenido un rol clave en el giro hacia la derecha en algunos países, Brasil principalmente. ¿Por qué no va a pasar si ha pasado en otras partes? ¿Y cómo es disputable? Pues distinguiendo entre las bases y la dirigencia. Porque es mentira que todos los evangélicos son fachos. Parece que en este continente se nos olvidó que la Teología de la Liberación empezó con los evangélicos. Y todavía hay vertientes de la Teología de la Liberación súper fuerte entre evangélicos. Naturalmente, ya han aparecido videos de grupos evangélicos contra la nueva Constitución. Entonces yo me pregunto, ¿vamos a disputar ese espacio o no? ¿Vamos a calificar a todas las personas que van a la Iglesia, que van a ahí a ocupar un espacio, a construir comunidad porque no la tienen en ninguna parte, a todos los vamos a tratar de fachos? Porque si los vamos a tratar de fachos y los vamos a abandonar a ese espacio, donde el único discurso que van a escuchar es el del pastor. Es algo que me resulta muy preocupante, el cómo abordamos políticamente esa esfera que a muchas personas nos resulta próxima por nuestras historias familiares y sectores de procedencia. De momento, un fenómeno interesante y auspicioso es que están surgiendo algunas expresiones del mundo evangélico apoyando el estallido social y el proceso constituyente.