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¿Por qué la guerra? I. El fracaso económico y político de Estados Unidos

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Lazzarato piensa la guerra como clave de lectura, ahora para analizar “el fracaso económico y político” de Estados Unidos. El “corazón del poder capitalista” atrapado en el círculo vicioso de la renta y subordinado a un puñado de fondos de inversión. Milei como vanguardia de una nueva financierización que en América Latina apunta a privatizarlo todo.

Un doble, contradictorio y complementario proceso político y económico está en marcha: el Estado y la política (estadounidense) afirman enérgicamente su soberanía mediante la guerra (incluida la guerra civil) y el genocidio. Mientras, al mismo tiempo, muestran su total subordinación al nuevo rostro que ha adquirido el poder económico tras la dramática crisis financiera de 2008, promoviendo una financierización sin precedentes, tan ilusoria y peligrosa como la que produjo la crisis de las hipotecas subprime. La causa del desastre que nos llevó a la guerra se ha convertido en una nueva medicina para salir de la crisis: una situación que sólo puede ser presagio de otras catástrofes y guerras. El análisis de lo que ocurre en Estados Unidos, el corazón del poder capitalista, es crucial porque es precisamente de su seno, de su economía y de su estrategia de poder, de donde han partido todas las crisis y todas las guerras que han asolado y asolan el mundo.

El núcleo del problema radica en el fracaso del modelo económico y político estadounidense, que lo conduce necesariamente a la guerra, al genocidio y a la guerra civil interna, por ahora sólo latente, pero que ya se ha materializado una primera vez en el Capitolio, al final de la presidencia de Donald Trump. La economía estadounidense debería haberse declarado en bancarrota hace tiempo, si se le aplicaran las reglas que se aplican a otros países. A finales de abril de 2024, la deuda pública total, denominada Total Treasury Security Outstanding, es decir, la suma de los distintos bonos y títulos de deuda pública, ascendía a 34,617 millones de dólares. Doce meses antes, esta suma era de 31.458 millones. En un año, la deuda pública aumentó en 3,160 millones de dólares, casi igual al nivel de la deuda pública de Alemania, la cuarta economía mundial. Pero es su progresión exponencial la que está ahora completamente descontrolada: un aumento de 1 billón de millones cada cien días. Hoy ya estamos en 1 billón cada 60 días.

Estados Unidos, el corazón del poder capitalista, es crucial porque es de su seno, de su economía y de su estrategia de poder, de donde han partido todas las crisis y todas las guerras que han asolado y asolan el mundo.

Si hay una nación que vive a costa del mundo entero, esa es Estados Unidos. El resto del mundo paga las deudas que este genera(con los gastos desmesurados del «american way of life» —del cual, evidentemente, solo una parte de los estadounidenses se beneficia— y su enorme aparato militar) de dos maneras principales. A través del dólar, la mercancía más intercambiada del mundo, Estados Unidos ejerce un señoreaje sobre todo el planeta, ya que su moneda nacional funciona como la moneda del comercio internacional, lo que le permite endeudarse como ningún otro país. Tras la crisis de 2008, Estados Unidos encontró otra forma de trasladar los costos de su deuda a otros, mediante una reorganización de las finanzas. Los capitales (principalmente de los aliados y, entre ellos, sobre todo de Europa), se transfieren a Estados Unidos para pagar las crecientes tasas de interés de la deuda, gracias a los fondos de inversión. Tras la crisis financiera, se estableció una concentración del capital, gracias a quince años de quantitative easing (liquidez a costo cero) operado por los bancos centrales, que dio lugar a un monopolio a una escala que el capitalismo nunca había conocido. Con la ayuda política de las administraciones Obama y Biden, un grupo muy reducido de fondos de inversión estadounidenses dispone de activos (es decir, captación y gestión del ahorro) de entre 44.000 y 46.000 millones de dólares. Para hacerse una idea de lo que significa esta centralización monopólica, se puede comparar con el PIB de Italia –2  billones de dólares– o el de toda la Unión Europea –18 billones de dólares–. Los «Big Three» como se denomina a los tres fondos de inversión más importantes, Vanguard, Black Rock y State Street, constituyen, de hecho, una única realidad, ya que la propiedad de los fondos es cruzada y difícil de atribuir.

Las fortunas de este “hipermonopolio” se han construido sobre la destrucción del Estado Social. Para las jubilaciones, la salud, la educación o cualquier otro servicio social, los estadounidenses se ven obligados a contratar seguros de todo tipo. Ahora les toca a los europeos y al resto del mundo occidental (pero también a la América Latina de Milei) ponerse en manos de los fondos de inversión, al ritmo que dicta el desmantelamiento de los servicios sociales (el salario indirecto garantizado por el Welfare se transforma en una carga, un costo y un gasto que cada quien debe asumir para asegurar su propia reproducción). Estados Unidos tiene un doble interés en continuar e intensificar el desmantelamiento del Welfare en todo el mundo: económico, porque induce a invertir en los títulos de los fondos de inversión (que a su vez sirven para comprar bonos del Tesoro, obligaciones y acciones de empresas estadounidenses) y político, porque la privatización de los servicios significa individualismo y financierización del individuo, que se transforma de trabajador o ciudadano en pequeño operador financiero (y no en empresario de sí mismo, como recita la ideología dominante). Las políticas fiscales también convergen en el proyecto de anular el Estado Social. Ni los ricos ni las empresas pagan impuestos, y la progresividad de estos se reduce a cero; por tanto, no hay más recursos para el gasto social y, en consecuencia, se incentiva la compra de pólizas privadas que acaban en fondos de inversión. El proyecto de destruir todo lo que se había logrado gracias a doscientos años de luchas se está, finalmente, realizando.

El ahorro estadounidense ya no es suficiente para alimentar el circuito de la renta, por lo que los fondos de inversión están al acecho del ahorro europeo. Por ejemplo, los 35 billones de dólares que Enrico Letta querría destinar a un gran fondo de inversión europeo funcionarían según los mismos principios: producir y distribuir renta, dando lugar a las mismas enormes diferencias de clase que se encuentran en los Estados Unidos. La razón del rápido e increíble empobrecimiento de Europa se debe rastrear en la estrategia económica llevada a cabo por el aliado estadounidense. El diferencial negativo con los Estados Unidos ha pasado del 15 por ciento en 2002 al 30 por ciento actual. Cuanto más Europa se deja robar, más sus clases políticas y mediáticas se vuelven atlantistas, belicistas, sumisamente inclinadas ante aquellos que las están marginando de manera dramática, empujándolas hacia la guerra contra Rusia (guerra que, dicho sea de paso, ni siquiera son capaces de sostener). Los Estados europeos han sustituido a China y al Este asiático en la compra de bonos del tesoro estadounidense y, continuando la demolición del Estado Social, obligan a la población a suscribir pólizas de seguros que terminan en las cuentas de los fondos de inversión. De esta manera, el euro se convierte en dólar, salvando así a la dolarización de la amenaza que significa el rechazo del Sur a someterse al dominio de la moneda estadounidense.

El proyecto de destruir todo lo que se había logrado gracias a doscientos años de luchas se está, finalmente, realizando.

Este traspaso de riqueza también afecta a América Latina, donde Milei es la vanguardia de la nueva financierización que apunta a privatizar todo. El neofascismo de Milei es un laboratorio para adaptar las técnicas de saqueo estadounidenses acogidas por Europa, Japón y Australia, también a las economías más débiles. No es el fascismo clásico el que Milei encarna, es el nuevo fascismo “libertario” de la renta y de los fondos de inversión, una mala copia ideológica del fascismo de Silicon Valley nacido de sus empresas “innovadoras”.

La política económica de Biden, de repatriación de industrias que habían sido descentralizadas, empobrece aún más al resto del mundo y, sobre todo, a Europa, que ve a empresas establecidas en su territorio intentar cruzar el Atlántico. Las grandes facilidades fiscales necesarias son financiadas con deuda, al igual que con deuda se financian las bombas (por miles de millones de dólares) que Estados Unidos no deja de enviar a Ucrania e Israel. Por lo tanto, irónicamente, Europa paga la política diseñada para reducir aún más su capacidad productiva, como paga dos veces la guerra y el genocidio: una vez con la compra de bonos del tesoro estadounidenses y con las pólizas de seguro que permiten a Estados Unidos endeudarse y otra vez con la imposición de construir una economía de guerra (aceptada y acelerada por clases políticas abocadas al suicidio).

Como decía Kissinger: “Ser enemigos de Estados Unidos puede ser peligroso, pero ser amigos es fatal”. Esta enorme liquidez ha permitido a los fondos comprar, en promedio, el 22 por ciento de todo el índice Standard & Poor’s, que contiene las 500 principales empresas cotizadas en la bolsa de Nueva York. Los fondos de inversión ya están presentes en las empresas y bancos más importantes de Europa (sobre todo en Italia, donde se están vendiendo a un ritmo acelerado), y sus especulaciones deciden prácticamente el destino de la economía, influyendo en las decisiones de los “emprendedores”.

Alguien deliraba sobre la autonomía del proletariado cognitivo, sobre la independencia de la nueva composición de clase. Nada más lejos de la realidad. Quien decide dónde, cuándo, cómo y con qué fuerza laboral producir (asalariada, precaria, servil, esclavizada, femenina, etc.) es, una vez más, quien posee los capitales necesarios, quien tiene la liquidez y el poder para hacerlo (hoy en día, sin duda, los “Big Three”). Desde luego, no es el proletariado más débil de los dos últimos siglos. Olvídense de la autonomía y la independencia, la realidad de clase es la subordinación, el sometimiento y la sumisión, como nunca antes en la historia del capitalismo. Ser “trabajo vivo” es una desgracia, porque siempre es trabajo comandado, como el de mi padre y mi abuelo. El trabajo no produce “el” mundo, sino el “mundo del capital”, que, hasta que se demuestre lo contrario, es algo muy diferente, porque es un mundo de mierda. El trabajo vivo solo puede conquistar autonomía e independencia en el rechazo, en la ruptura, en la revuelta y en la revolución. Sin eso, ¡se trata de una impotencia asegurada!


Las luchas intestinas del capital financiero estadounidense

En un artículo en Dinamopress, Luca Celada cita a Robert Reich calificándolo de “progresista” porque, como ministro del gobierno de Clinton y como buen demócrata, intensificó la financierización (y la consiguiente destrucción del Welfare) y cavó abismos de desigualdad de clase, estableciendo bases sólidas para el desastre de 2008, origen de las guerras actuales. La acción de Musk y Thiel, empresarios de Silicon Valley y aliados de Trump, se ve como la amenaza de un nuevo monopolio, mientras que no se considera demasiado la inédita centralización de poder de los fondos de inversión, que desde hace quince años hacen lo que quieren con la activa complicidad de los demócratas, creando juntos las condiciones para la próxima catástrofe financiera.

“Quizás no del todo casualmente, la ‘entrada en política’ de los magnates de Silicon Valley coincidió con los primeros indicios de una acción regulatoria más vigorosa por parte de la administración Biden-Harris, incluidas las primeras verdaderas demandas antimonopolio contra gigantes como Google, Amazon y Apple, presentadas por la presidenta de la Comisión Federal de Comercio, Lina Khan (cuya tesis de graduación estaba dedicada al monopolio de Amazon), y el igualmente combativo asistente del ministro de Justicia, Jonathan Kanter. No es sorprendente, entonces, que algunos silicon barons estén apostando por el candidato más dispuesto a renovarles un cheque en blanco. E incluso a nombrar a algunos de ellos en su propio gobierno”.

Kamala Harris está atada de pies y manos a la voluntad de los fondos de inversión, porque los accionistas de referencia de todas (absolutamente todas) las empresas que menciona Celada son precisamente los fondos. No veo cómo puede oponerse a su monopolio, del cual depende la salvación de Estados Unidos y la de su partido (“demócratas por el genocidio”). La justificación de la ceguera hacia los “progresistas” debe buscarse en el neofascismo de Trump. Si es elegido, pasaremos de la sartén al fuego; pero no hay que olvidar que ya con la elección de Biden caímos de la sartén al fuego de la guerra y el genocidio. Nos aseguraron que la violencia nazi era solo un paréntesis, pero los demócratas nos han recordado que el genocidio es, de hecho, una de las herramientas con las que el capitalismo ha actuado desde sus inicios. La democracia estadounidense está fundada sobre el genocidio y la esclavitud. El racismo, la segregación y el apartheid son su otro componente estructural. La complicidad con Israel tiene profundas raíces en la historia de “la más política” de las democracias, según Hannah Arendt.

Los pequeños monopolistas, como Musk, se han movilizado porque el gran monopolio no los deja respirar, pero están completamente subordinados a su lógica. En realidad, es un conflicto interno al capital financiero estadounidense: los pequeños monopolistas quisieran representar los “espíritus animales” del capitalismo, frenados, según ellos, por la alianza de los demócratas con los grandes fondos de inversión. Mientras agitan un fascismo futurista (de nuevo, nada verdaderamente nuevo si se piensa en el fascismo histórico, donde el futurismo de la velocidad, la guerra y las máquinas armonizaba sin problemas con la violencia anti-proletaria y anti-bolchevique), un transhumanismo y un delirio aún más oligárquico y racista que el de la finanza de los fondos. Estos pequeños monopolistas están, en realidad, de acuerdo con los grandes monopolistas en la cuestión crucial: la propiedad privada, es decir, el alfa y el omega de la estrategia del capital.

Su programa común es financierizar todo, lo que significa privatizar todo. Los problemas surgen a la hora de dividir esta enorme torta. Para comprender los límites del análisis progresista, debemos profundizar rápidamente en el funcionamiento de la financierización monopólica conducida por los fondos de inversión después de 2008. La crisis de las hipotecas subprime era sectorial y la especulación estaba concentrada en el sector inmobiliario. Aquí, hoy, las finanzas son, en cambio, omnipresentes. Desde Obama hasta Biden, las administraciones demócratas han acompañado la infiltración de los fondos en toda la sociedad: no hay ámbito de la vida que hoy no esté financierizado.

Financierización de la reproducción: se habla mucho de la centralidad de la reproducción en los movimientos sociales, pero se encuentran con un retraso abismal respecto a la acción de los fondos de inversión, cuya precondición es la destrucción del Welfare. Los demócratas han abandonado toda pretensión de un nuevo Welfare y apuestan todo a la privatización de cada servicio social. Lo han teorizado abiertamente: la democratización de las finanzas debe tener como resultado la financierización de la clase media. Los fondos, facilitados de todas las formas posibles por los demócratas, garantizarían una inversión financiera segura, por lo que los estadounidenses que compran los títulos producidos por estos fondos deberían asegurarse por intermedio de ellos el ingreso y los servicios que el trabajo ya no les garantiza (aquellos que pueden permitírselo, porque los pobres, las mujeres solteras y la gran mayoría de los trabajadores quedan excluidos: en una encuesta reciente se reveló que el 44 por ciento de las familias estadounidenses no pueden hacer frente a un gasto imprevisto de 1000 dólares).

Los demócratas han abandonado toda pretensión de un nuevo Welfare y apuestan todo a la privatización de cada servicio social.

La clase media para Kamala Harris llega hasta un ingreso de 400.000 dólares al año. Un dato significativo para comprender la composición social que los demócratas tienen como referente. El trabajo y los trabajadores han desaparecido por completo del horizonte de los demócratas, al igual que de la “izquierda” en general. El milagro de la multiplicación de los panes y los peces, replicado por las finanzas y que ya fracasó en 2008, se propone hoy nuevamente como la solución a la “cuestión social”. Lo repetimos, es un proceso de financierización del welfare, porque los títulos y las pólizas deben sustituir los servicios prestados por el Estado. Podemos citar también el caso italiano: ante la falta de inversión del Estado en el territorio afectado por la crisis climática, el ministro de Protección Civil ha relanzado la idea de seguros obligatorios contra las inundaciones. Matteo Salvini intervino diciendo que “el Estado puede dar indicaciones, pero no vivimos en un Estado ético donde el Estado impone, prohíbe u obliga a hacer” y, en cambio, propuso una nueva ley para obligar a los empleados a invertir parte de su TFR (indemnización por despido) en los fondos de pensiones, para obtener, al final de su carrera, una pensión complementaria. Obviamente, sin entender qué relación tiene esto con los fondos estadounidenses (¿ingenuidad o idiotez?), porque, en realidad, el 70 por ciento terminaría convertido en dólares en Estados Unidos.

La financierización transforma a las empresas en agentes financieros. Y afecta también a las empresas que generan beneficios reales, que despiden personal y cuyos enormes dividendos no se invierten, sino que en gran parte se distribuyen a los accionistas o se utilizan para comprar sus propias acciones y aumentar su valor, incrementando su capitalización (que ya no tiene ninguna relación con lo que producen y venden realmente). Todo esto va de la mano con la financierización de los precios: no es el mercado (la relación entre oferta y demanda de bienes) quien establece los precios, sino las apuestas de los operadores (a través de derivados) que no tienen ninguna relación ni con la producción ni con el comercio real. Los precios los determinan empresas financierizadas que controlan los sectores de la energía, los alimentos, las materias primas, la industria farmacéutica, etc., desde una posición de monopolio u oligopolio absoluto (los principales accionistas de estas empresas son siempre los grandes fondos de inversión). La inflación que ha estallado recientemente es el resultado de la especulación sobre los precios y no depende de ninguna manera del aumento de los salarios o del gasto social. El conjunto de estas financierizaciones que afectan a la “vida” (aunque el término es ambiguo) hace explotar las diferencias de ingresos y, sobre todo, de patrimonio, de las que son víctimas los trabajadores y toda la población que no puede permitirse comprar los títulos.

El fracaso de la gobernanza neoliberal y la guerra

Esta afirmación del monopolio sanciona el fin del neoliberalismo y de la ideología del mercado, por lo que merece algunas observaciones. Hablamos de ideología cuando nos referimos a la competencia, porque el proceso de verticalización económica ha continuado imperturbable al menos desde finales del siglo XIX. De hecho, explotó durante el neoliberalismo.

La primera observación. Los fondos de inversión, como se mencionó antes, son hoy fundamentales para la centralidad del poder estadounidense, más que cualquier otra institución. Y los fondos necesitan las políticas fiscales del gobierno (no gravar la finanza y cargar de impuestos al trabajo), las normativas y las facilidades generosamente otorgadas por Obama (presidente negro, pero en perfecta continuidad con el blanco que lo precedió y el que lo siguió) y, de manera aún más decisiva, por Biden. Aquí surge un problema teórico y político: las finanzas, que deberían representar la modalidad más abstracta del valor y la forma cosmopolita perfectamente realizada del capitalismo, en Occidente son comandadas y gestionadas por dispositivos que portan la bandera de las franjas y las estrellas. Los fondos estadounidenses actúan en conjunto con las administraciones de Estados Unidos, persiguiendo sus intereses en detrimento del resto del mundo. La moneda se encuentra en la misma situación. No existe una moneda supranacional; la moneda siempre es nacional porque está estrechamente vinculada, especialmente el dólar, a las políticas decididas por el Estado que la emite. Se puede decir que la moneda y las finanzas representan la tendencia a salir de los límites territoriales de los Estados y, al mismo tiempo, su incapacidad para hacerlo. La relación entre los Estados Unidos y los fondos de inversión organiza una acción global que favorece a pocos estadounidenses y a sus oligarquías.

La segunda observación se refiere a la lectura que suele hacerse del neoliberalismo, que se sigue considerando vigente, cuando, en realidad, está muerto: asesinado por los fascismos, las guerras y el genocidio. El mismo destino sufrió su ilustre predecesor, el liberalismo, que pretendía evitar los pequeños inconvenientes que había causado (las dos guerras mundiales y el nazismo) y que, sin embargo, necesariamente terminó reproduciendo. Gran parte de este análisis se debe a la teoría de la biopolítica de Michel Foucault, que ha ejercido una influencia funesta en el pensamiento crítico. Foucault entiende el neoliberalismo como una teoría de la empresa y su subjetivación como un devenir “empresario de uno mismo”. Nunca menciona, ni siquiera de pasada, el crédito, la moneda y las finanzas sobre las cuales se ha construido la estrategia capitalista desde finales de los años sesenta. El principal instrumento de la contrarrevolución es el “gran endeudamiento del Estado, las familias y las empresas”, como diría Paul Sweezy, y no la producción. La empresa es una ideología y una idea ordoliberal que pertenece al Occidente industrial, a los años treinta y la posguerra: un mundo definitivamente muerto. El ordoliberalismo ve en la economía aquello que causa la muerte del “soberano” cuando las finanzas llevan a cabo un inmenso monopolio (el soberano económico). Pero en el contexto del capitalismo, el soberano económico necesita constituirse mediante el “soberano” político (el Estado). La cabeza del soberano no ha sido cortada por la economía, sino desdoblada, haciendo de la centralización del poder del capital y del Estado una estrategia que ha tenido un éxito enorme.

El neoliberalismo está muerto: asesinado por los fascismos, las guerras y el genocidio.

Foucault simplemente confundió una época, al igual que sus discípulos –como Dardot y Laval, entre otros– que reprodujeron los errores de su maestro. El mercado nunca funcionó como creía Foucault y como creían los ordoliberales, es decir, sobre la base de la competencia. Al contrario, su verdad está representada por el funcionamiento de las finanzas, que establecen los precios a partir de un monopolio especulativo que no tiene nada que ver con la oferta y la demanda de bienes reales (recientemente, el precio de la energía aumentó diez veces, pero sin ninguna relación con su disponibilidad real, lo mismo ocurre con los cereales, etc.). La subjetivación no está representada por el empresario, sino por la ilusoria transformación de los individuos (no de todos, como hemos dicho) en agentes financieros. Para las finanzas, la “población” y el mundo están compuestos de acreedores, deudores e inversores en títulos, acciones y bonos. La financierización de la clase media, promovida por el acuerdo entre los demócratas y los fondos de inversión, es la última quimera destinada a desaparecer en la nada en el próximo colapso.


La guerra inevitable de Estados Unidos

Hoy, el proceso que ni siquiera fue vislumbrado por la biopolítica alcanza su apogeo. El crecimiento, en Occidente, es únicamente financiero (mientras que en el sur global es real). Su producción (el dinero que produce dinero, como decía Marx, “el peral que produce peras”) es una ficción, una fabricación de papel sin valor que, no obstante, tiene efectos reales. Los fondos elevan los precios de las acciones de las empresas en las que son accionistas, con el fin de cobrar los dividendos que se distribuyen entre los suscriptores. No se trata de nueva riqueza, sino solo de apropiación, captura y robo de un valor que ya existe y que simplemente se transfiere del resto del mundo a los Estados Unidos; desde una perspectiva de clase, se podría decir que del trabajo al capital especulativo. Si este “robo” de la riqueza producida en el resto del mundo se detiene, todo el sistema colapsa.

El verdadero nombre de este proceso es renta. Su circuito está garantizado y asegurado por la dolarización, y es por eso que Estados Unidos nunca podrá aceptar un mundo multipolar. Está necesariamente obligado al unilateralismo, forzado a saquear a sus aliados, porque el sur global ya no quiere seguir funcionando como colonia (papel asumido por completo por Europa, Japón y Australia). Las oligarquías que gobiernan Occidente son fruto de la financierización y funcionan exactamente como la aristocracia del “Antiguo Régimen”. Hoy, por lo tanto, es necesaria una nueva noche del 4 de agosto de 1789, cuando se abolieron los privilegios de la aristocracia feudal.

Estados Unidos está en un callejón sin salida: está obligado a aumentar las tasas de interés para atraer capitales de todo el mundo, de lo contrario, el sistema financiero colapsa, pero el mismo aumento de las tasas estrangula la economía estadounidense. Cuando las bajan, como lo hacen ahora por motivos electorales (durante la campaña electoral, de hecho, los demócratas fueron acusados de sofocar la economía), solo se benefician los especuladores (principalmente los fondos de inversión) que apuestan sobre su evolución. Así como la gran liquidez puesta a disposición de la economía por los bancos centrales nunca llegó a la producción real, porque se detuvo en el sector financiero, esta reducción de las tasas tampoco tendrá ningún impacto en la economía real, sino que solo activará la especulación. Estados Unidos es incapaz de salir del círculo vicioso de la renta, por lo que la guerra es la única solución, desde al menos 2008, cuando quedó claro que la economía estadounidense se basaba en la producción y distribución de rentas financieras. De ahí la voluntad de perseguir y expandir la guerra, de continuar financiando y legitimando el genocidio, de hacer que los nuevos fascismos tomen el poder en todas partes. El futuro próximo parece ser ese, como lo confirma un documento de julio de este año de la Comisión sobre la Estrategia de Defensa Nacional del Congreso estadounidense, donde se afirma sin rodeos que los Estados Unidos deben prepararse para la “gran guerra” contra el Sur global, con Rusia y China en el centro. En los próximos años, será necesario movilizar cada sector de la sociedad, siguiendo el modelo de lo que se hizo antes y durante la Segunda Guerra Mundial, para eliminar la amenaza a su existencia, que nunca había sido tan grave desde 1945.

El verdadero nombre de este proceso es renta. Su circuito está garantizado y asegurado por la dolarización, y es por eso que Estados Unidos nunca podrá aceptar un mundo multipolar.

El primer objetivo es, sin embargo, transformar una industria (que ya no existe) en una industria de guerra: “la Comisión considera que la base industrial de defensa de los Estados Unidos (DIB) no es capaz de satisfacer las necesidades de equipamiento, tecnología y municiones de los Estados Unidos y sus aliados y socios. Un conflicto prolongado, en varios escenarios, requeriría una capacidad mucho mayor para producir, mantener y suministrar armas y municiones. Para hacer frente a esta carencia, serán necesarias mayores inversiones, capacidades de producción adicionales y un desarrollo conjunto, en relación con los aliados, y una mayor flexibilidad en los sistemas de adquisición. Es necesaria la colaboración con una base industrial que no solo incluya a los grandes productores tradicionales de defensa, sino también a nuevos actores y una amplia gama de empresas involucradas en la producción de subniveles, la ciberseguridad y los servicios de apoyo”.

El Estado y las administraciones deben coordinarse hacia lo que el documento define como “disuasión integrada”. Se debe prestar especial atención a la fuerza laboral, para recalificarla en función de la economía de guerra, después de haber sido desmantelada por la financierización y el consecuente desmantelamiento de la industrialización. Los diversos departamentos de la administración deben coordinarse con vistas a la guerra: “incluyendo el Departamento de Estado y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), los departamentos económicos (incluyendo el Tesoro, Comercio y la Administración de Pequeñas Empresas) y aquellos que apoyan el desarrollo de una parte importante de la fuerza laboral estadounidense más fuerte y preparada, como el Departamento de Trabajo y Educación. Al igual que durante la Guerra Fría, estos departamentos y agencias deben tener un enfoque estratégico en la competencia, ahora, en particular, en relación con China”.[Comisión sobre la Estrategia de Defensa Nacional]

En línea con los preceptos de la renta y la oligarquía, las grandes inversiones necesarias deben ser privadas, para inundar los monopolios con miles de millones de dólares. Se habla claramente de una “llamada a las armas” bipartidista de demócratas y republicanos, que deben educar a una opinión pública inconsciente del peligro mortal que enfrenta y prepararla para soportar los costos de una guerra mundial (se menciona el enorme porcentaje del PIB invertido en armas durante la Guerra Fría). “La opinión pública estadounidense es en gran parte ajena a los peligros que enfrentan los Estados Unidos y a los costos (financieros y no) necesarios para prepararse adecuadamente. No son conscientes de la fuerza de China y sus alianzas, ni de las repercusiones en la vida cotidiana, en caso de que estalle un conflicto. No se prevén interrupciones en el suministro de electricidad, agua o en el acceso a todos los bienes de los que dependen. No han internalizado los costos de perder la posición de superpotencia mundial por parte de los Estados Unidos. Es urgente una ‘llamada a las armas’ bipartidista, para que los Estados Unidos puedan hacer los cambios más importantes y las inversiones más significativas, en lugar de esperar el próximo Pearl Harbor o el próximo 11 de septiembre. El apoyo y la determinación de la opinión pública estadounidense son indispensables”. [Comisión sobre la Estrategia de Defensa Nacional].

Ernst Jünger habría dicho que están preparando la “movilización total”. Sin embargo, tienen un pequeño problema, ya que la economía y la riqueza que han impuesto es para unos pocos, mientras que muchos han sido empobrecidos, marginados, precarizados, culpabilizados por su condición. Ahora, parecen darse cuenta de que necesitan a los muchos, que se requiere una fuerza laboral “fuerte y preparada” para defender la nación y el espíritu nacional… la economía y la propiedad de los muy pocos. Con un país más dividido que nunca, no podemos más que desear buena suerte a las oligarquías que promueven la movilización total para la guerra que quieren librar contra las tres cuartas partes de la humanidad y que, seguramente, perderán como están perdiendo en Oriente Medio y en Europa del Este. Es solo cuestión de tiempo.

Octubre de 2024

Traducción: Diego Picotto

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