ENSAYOS

El judío posjudío: un punto de vista, un punto de vida

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Epílogo del libro "Contra el etnocentrismo judío. Cartografía de un colapso ético". Los autores sostienen que defender cierta dignidad judía implica criticar cada vez más la indignidad de lo que se hace en su nombre.

Después de todo, ¿qué es un judío posjudío?[1] A lo largo de este libro, no hay ninguna indicación al respecto, y mucho menos una definición. Está en gran medida ausente de este estudio, aunque esté presente en todas las líneas. Quizá porque no es el objeto de este libro, sino su sujeto, su autor. Por así decirlo, es él quien habla. El judío posjudío es la perspectiva desde la que se escribió este libro. Es, por lo tanto, un punto de vista. Que también es un punto de vida.

Los niños se divierten conectando los puntos dispersos en una página para descubrir qué dibujo aparecerá: un oso, una noria, una estrella fugaz. En nuestro caso, los múltiples puntos que esparcimos a lo largo de estas páginas no componen una forma previamente dada. Sin embargo, permiten sentir una fuerza, un empuje que los atraviesa. No siempre es una fuerza de conexión. Al contrario. Algunas veces, esa fuerza es capaz de desconectar elementos amalgamados entre sí y conectar cada uno de ellos con otras figuras y contextos.[2]

Por ejemplo, ¿no sería posible “desconectar” al judío de la diáspora de su dependencia tóxica del Estado de Israel? ¿Qué pasaría si el propio Estado judío se desconectara de los dictados étnicos, por no decir raciales, que rigen la Ley del Retorno? ¿Qué pasaría si un judío ya no fuera definido por su condición de hijo de madre judía y bastara con la autodeclaración? ¿Puede un judío desconectarse de la religión judía y conectarse con otra fe, sin dejar de sentirse judío? ¿Y si un judío dejara de obsesionarse con el antisemita que cree ver en todas partes y del que depende para sentirse más vivo? ¿Qué otras aventuras y alianzas podría experimentar en la vida, lejos de esa dependencia del enemigo omnipresente que puebla su mente?

Habría que poner tantas cosas bajo sospecha para que esto fuera posible: toda política o construcción histórica basada en la hipótesis de una continuidad unitaria del pueblo judío, todo purismo étnico, todo particularismo tribalista. ¿No es hora de deconstruir la historiografía que reivindica derechos bíblicos o históricos sobre una tierra en disputa? ¿No se trata de volver a contar la historia del movimiento sionista de modo no teleológico, deshaciéndonos de la convicción de que era la culminación necesaria e inevitable de una trayectoria que siempre habría estado trazada? Se trataba aquí de abrir esta historiografía para encontrar las encrucijadas que podrían haber resultado en desenlaces alternativos.

¿Y si un judío dejara de obsesionarse con el antisemita que cree ver en todas partes y del que depende para sentirse más vivo? ¿Qué otras aventuras y alianzas podría experimentar en la vida, lejos de esa dependencia del enemigo omnipresente que puebla su mente?

Uno de los puntos más difíciles quizá sea abandonar la idea de pueblo elegido. Sí, los judíos dicen con ironía que fueron elegidos para ser los que más sufren… Pero esta boutade ya es arrogancia y judeocentrismo. El sufrimiento de los judíos no los convierte en un pueblo especial, ni les otorga ningún derecho adicional sobre ninguna tierra ni sobre ningún otro pueblo. Debería ser una oportunidad para conectarse con el sufrimiento de los demás pueblos, vecinos, cercanos o lejanos, y no una excusa para justificar cualquier violencia llevada a cabo en nombre de la autodefensa. Esto significa rechazar el culto de la fuerza bruta, de la superioridad militar, de la agresividad bélica, del supremacismo étnico: ¿no es eso todo lo que encarnaban sus perseguidores hasta hace poco?

Como bien nos recuerda Vladimir Safatle, los afrikáners, enviados en gran escala a los campos de concentración ingleses después de la guerra de los Bóers (ciento veinte mil deportados, de los cuales veinticinco mil murieron), cuando asumieron el poder en Sudáfrica, en 1948, instauraron el apartheid contra las poblaciones negras:

Recordar esto puede ayudar a demostrar que, en cierto modo, la experiencia de opresión no es suficiente para producir experiencias políticas con potencial emancipatorio. La opresión muchas veces puede conducir a la justificación de prácticas de autopreservación comunitaria frente al recuerdo constantemente reiterado de la violencia sufrida anteriormente. Fuimos violentados y tenemos derecho a todo para que ni la sombra de esta violencia vuelva a rondar. Así, si la acción política de los oprimidos no se traduce inmediatamente en emancipación colectiva, no será más que una mera acción de defensa. […] movilizará todos los recursos y fuerzas para inmunizar a los grupos, reforzar la seguridad, establecer fronteras. La política se reducirá entonces a la gestión de la inmunización.[3]

En contrapartida, podría “transformarse en una sensibilidad generalizada ante situaciones análogas de violencia” y en una “lucha general contra las causas estructurales de múltiples opresiones y, por lo tanto, conducirá a alianzas cada vez mayores”.[4]

Se habla del tesoro de la cultura judía, al que, para algunos, habría que volver fielmente. En cierto sentido, eso es lo que hicimos. No con nostalgia por un pasado revuelto, ya sea el de shtetl o yiddishkeit,[5] sino buscando, en el legado teológico o histórico, inspiración para contrarrestar el presente. Las nociones de retracción y de diasporización se nos ofrecieron como frutíferas y capaces de rediseñar la imaginación política judía. Después de todo, ambas van en la dirección de un “devenir minoritario” o un “devenir menor”, contrariamente a la adhesión masiva de los judíos a la referencia mayor o mayoritaria, la forma-Estado, ya sea en Israel o fuera de él.

Pueden objetar que la imagen que tenemos del judío ya es la de un “minoritario” exiliado, nómade, extranjero. ¿No sería redundante reivindicar un devenir-menor o devenir- minoritario del judío? ¿El devenir menor de lo menor? Resulta que, desde la fundación de Israel, los judíos han invertido cada vez más en el polo opuesto: plena identificación con el Estado, supremacismo étnico, culto de la fuerza militar, etc. Por lo tanto, frente a esta dirección mayoritaria que conduce al fascismo, nuestro esfuerzo consistió, a través de las nociones de ética de la retracción y exilio en la soberanía, en avanzar en la dirección contraria. En términos deleuzianos, el devenir menor de la judeidad es también su devenir molecular, su devenir intenso, su devenir imperceptible.[6] De alguna manera, este fue uno de los vectores que caracterizó su existencia, desafiando la forma Estado que siempre la persiguió.

Pero ¿no sería también cuestión de permitirse pescar en cualquier otra tradición, cristiana, islámica, budista, sufí, indígena, atea, comunista, anarquista, como de hecho lo hicieron algunos exponentes del siglo pasado? ¿Y de tomarlas asimismo como fuentes de las más diversas subjetividades individuales y colectivas? Confiar en la virtud de las mezclas, los mestizajes, los hibridismos, los devenires, las diferenciaciones. Confiar en la invención de formas de vida comunitaria no homogéneas, en convivencia cercana o remota con personas heterogéneas y no necesariamente con personas semejantes. A veces, nos invade la perplejidad: ¿qué idea es esa de vivir solo entre judíos? Alguien comentó que un filósofo que solo escribiera para filósofos sería comparable a un panadero que solo hiciera pan para otros panaderos… ¿Qué mundo sería ese?

Evidentemente, cada pueblo tiene su patrimonio lingüístico, cultural, espiritual y mítico, y está en su derecho de cultivarlo, protegerlo, salvaguardarlo y sobrevalorarlo. Este es el caso de cualquier grupo indígena, pueblo africano, minoría nacional o mayoría nacional. ¿Por qué no sería el de los judíos? Este es también el caso de los judíos, por supuesto, con la condición, y esto se aplica a todos los demás casos, de que este derecho no se adquiere a expensas de la existencia de ningún otro pueblo, grupo étnico, agrupación cultural, religiosa, política o minoría disidente. Porque el riesgo es que la excesiva inversión identitaria acabe negando toda exterioridad. Ahí entra en juego la noción de Arendt respecto de Eichmann: nadie puede elegir con quién cohabitar la Tierra. De eso se trata la política: de negociar las coexistencias.

Somos conscientes de que es difícil cuestionar la prevalencia de la identidad. ¿No constituyó un pilar en la lucha por la independencia de los pueblos africanos, en la lucha por los derechos de las mujeres, de las diversas minorías, de las disidencias de género? Vladimir Safatle mostró cómo las luchas por la identidad, a menudo acusadas de falta de universalismo, son precisamente una forma en que los excluidos de la humanidad practican una universalidad concreta.[7] Quizá hoy, en una cultura posidentitaria, sea necesario diferenciar el uso táctico de la identidad –capaz de favorecer la consolidación de derechos– de su esencialización, que siempre conlleva el riesgo de degenerar en una mística supremacista. Por lo tanto, no se debe vincular la identidad con la pertenencia a un Estado, a una religión, a una tierra. Si algunas de estas reticencias estuvieran presentes y prevalecieran en el contexto israelí, el país ya habría experimentado un cambio en la dirección opuesta a las tendencias etnocráticas, fundamentalistas y expansionistas que hoy imperan. En cuanto a la diáspora, ¿cómo no desear que, en algún momento, la aspiración principal deje de ser la reunión del pueblo en la tierra santa, y se adopte una suerte de internacionalismo cosmopolítico?[8]

Quizá hoy, en una cultura posidentitaria, sea necesario diferenciar el uso táctico de la identidad –capaz de favorecer la consolidación de derechos– de su esencialización.

Hablábamos de una fuerza capaz de separar lo que está amalgamado, liberando cada elemento para otras composiciones. Deleuze comenta que se necesita cierta crueldad para desatar ciertos vínculos, y que se trata de una forma de generosidad.[9] Sí, como en el destete. No podemos decir que en esta operación, tal como nos fue impuesta, estemos exentos de cierta cólera. “La filosofía es inseparable de una cierta cólera contra su época”, afirmó Deleuze.[10] O como escribió Vladimir Safatle:

No hay nada de philia, de amor, en la filosofía. Lo que la hizo aparecer fue la rabia. Una rabia contra la doxa, una rabia contra el sentido común, contra la forma en que normalmente hablamos y organizamos nuestra experiencia. […] Falta rabia contra nuestras formas de conocer, contra nuestras formas de hacer formas, contra nuestras formas de actuar hasta ahora. Este no es ni será nunca un esfuerzo de esclarecimiento. Este es un esfuerzo de descomposición.[11]

Otras veces, fue necesario un gesto amoroso, albergar con cuidado y ternura aquello que fue arrollado por el tren de la historia y yace allí, agonizante, esperando arrullo. Sí, es necesario salvar la dignidad de lo que viene siendo destruido. Defender cierta dignidad judía implica criticar cada vez más la indignidad de lo que se hace en su nombre. Por lo tanto, la alternancia entre la cólera y la amorosidad estructura este libro. Siempre hablamos, por así decirlo, desde lo vivido y desde la experiencia, y no por encima de ellos, como quien juzga. Esa es la diferencia entre moral y ética. La moral juzga la vida desde su tribunal trascendente. La ética evalúa los modos de existencia de manera inmanente, según sus composiciones. Los criterios ya no se basan en lo correcto o incorrecto, lo verdadero o falso, ni siquiera en lo justo o injusto, según una tabla de valores universal y ahistórica ya dada. En su lugar, la pregunta sería: ¿alto o bajo?, ¿vital o mortífero?, ¿careciente o sobreabundante?, ¿pobre o rico?, ¿triste o alegre?, siempre en función de circunstancias concretas. La altura a la que llegó el pensamiento de la generación de los años 1930 y 1940, frente a la bajeza de la época que se gestaba, en la que el mundo estaba dividido en amigo/enemigo, es un ejemplo admirable. Qué mundo triste, decía Darwish en otro contexto. Vean la bajeza del dominio sobre los palestinos, el carácter mortífero de la ocupación, el fundamentalismo que secuestra las instituciones, ¿no es la vitalidad misma del país la que está siendo asfixiada de esta manera? “Lo que está en juego hoy no es la existencia de Israel, sino la supervivencia del pueblo palestino”, dice Enzo Traverso.[12] Pero una cosa depende enteramente de la otra.

Defender cierta dignidad judía implica criticar cada vez más la indignidad de lo que se hace en su nombre.

Más allá de la cólera o del amor, más allá de las identidades en juego, bastaría escrutar en lo que ya somos, una proliferación que nos lleva necesariamente más allá de lo que somos o de lo que hemos sido:

Siempre hay otro aliento en el mío, otro pensamiento en el mío, otra posesión en lo que poseo, mil cosas y mil seres en mis complicaciones: todo pensamiento verdadero es una agresión. Y no se trata de las influencias que sufrimos, sino de las insuflaciones, de las fluctuaciones que somos, con las cuales nos confundimos.[13]

Berlín-Tel Aviv-San Pablo

Marzo de 2024-Diciembre de 2024


[1]   Como ya hemos mencionado, el título original de este libro en Brasil puede traducirse como El judío posjudio: judaicidad y etnocracia. Por razones editoriales fue modificado en esta versión en español.

[2]  En otro contexto, Nathalie Zaltzman se refirió a una “pulsión anarquista” que resiste al dominio aglutinante de Eros. Nathalie Zaltzman, La pulsión anarquista, México, Malatesta en obra negra, 2020. Disponible en línea.

[3]   Vladimir Safatle, Alfabeto das colisões: filosofia prática em modo crônico, San Pablo, Ubu, 2024, p. 22.

[4]  Ibid., p.  23.

[5]   Se trata de una atmósfera típica del judaísmo de Europa Oriental, con su gastronomía, tradiciones e idiosincrasias.

[6]  Gilles Deleuze y Félix Guattari, “1730. Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible”, en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1988.

[7]   Vladimir Safatle, Alfabeto das colisões, op. cit., p. 118.

[8]  Julien Pallotta, Por uma internacional cosmopolítica, San Pablo, n-1 edições, 2024.

[9]  “Pone de manifiesto otra justicia, a veces de una crueldad incomprensible, pero a veces también de una piedad desconocida […]”. Deleuze y Guattari, Mil mesestas, op. cit., p. 360

[10] Gilles Deleuze, Conversaciones. 1972-1990, Valencia, Pre-Textos, 1995, p. 3.

[11]  Vladimir Safatle, Alfabeto das colisões, op. cit., p. 22.

[12] Enzo Traverso, Gaza ante la historia, Madrid, Akal, 2024, p. 109.

[13]  Gilles Deleuze, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1989, p. 298.

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