En tu primer libro, Más allá del PT. La crisis de la izquierda brasileña en perspectiva latinoamericana (Elefante, 2017), argumentás que para poder pensar al Partido de los Trabajadores (PT) hay que enmarcarlo en una historia de los impasses de las propuestas reformistas en América Latina. ¿Podrías ampliar un poco esta idea?
Hay que enmarcar la formación y el desarrollo del PT en un contexto histórico más amplio y decir que el PT ha encarnado una fuerza y una intención política más amplia. ¿Cuál fue su apuesta? Lo que se conoce como el proyecto democrático popular, que incluye una táctica, un método, un camino político que se conoce como la “teoría de la pinza”: de un lado está la presión de los movimientos populares en la calle y del otro, el Partido ocupando espacios políticos por medio de las elecciones. De esta manera, se produce un movimiento, una presión popular, que conduce a reformas democráticas y, en su límite máximo, al socialismo. ¿De dónde viene esta apuesta? Tenemos que recordar que el PT se conforma a fines de los años 1970, principios de los 1980, en un contexto de derrota del movimiento guerrillero, tanto en Brasil como en otras partes de Sudamérica, y de ascenso del eurocomunismo en Europa. Es una apuesta por una ruta que combina la presión de los movimientos sociales dentro del orden con la disputa político institucional. Quiero remarcar que esa es una apuesta mucho más amplia que el PT: el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), las comunidades eclesiásticas de base, la CUT (principal Central Obrera de Brasil) son parte de este campo popular más amplio que encuentra en el PT su instrumento político por excelencia y encaran esta apuesta. La trayectoria histórica del PT entre los años 1980 y la actualidad es una especie de prueba viva de los límites de esta estrategia.
En términos teóricos esto ya estaba planteado de manera muy clara por Florestan Fernandes (1920-1995), quizás el sociólogo más importante de Brasil, que analizando e interpretando el golpe militar de 1964, concluye que se trató de una revolución burguesa brasileña. Sin entrar en detalles, porque daría para una clase entera, la idea es que el proyecto de esta burguesía se consolida como una contrarrevolución permanente. De ahí que el espacio para la reforma dentro del orden se estrecha de una manera brutal. No es una cuestión moral: la manera en que se articulan los privilegios internos en relación con el capital externo produce un patrón de lucha de clases que no permite espacio para las reformas. Es una burguesía que se asume como antipopular, antidemocrática y antinacional. Entonces, los gobiernos del PT, sobre todo el primero de Lula, van a recuperar la idea de un desarrollo nacional conformando una especie de nueva encarnación de aquella burguesía, que se conoce con el nombre de los “campeones nacionales” y cuya orientación es neodesarrollista. Es un poco como la idea del “capitalismo en serio” en Argentina. La reencarnación de una apuesta que nace en aquel contexto específico –la expansión capitalista de posguerra– que teóricamente ya tenía una elaboración indicando los límites concretos (sociales, económicos, etc.) de esa apuesta, pero que el PT es la prueba práctica de esos límites.
A nivel interno vos caracterizás los gobiernos de Lula como un modo de regulación de los conflictos sociales, basado en concesiones puntuales y sustentado en un modo de acumulación financierizado. Al mismo tiempo, a partir de este funcionamiento interno del PT, reflexionás sobre su despliegue hacia la región. ¿Cómo se articula esta configuración interna con el proyecto externo, regional?
La idea del modelo lulista de regulación del conflicto social, que es una idea del sociólogo y colega Ruy Braga, es una articulación entre discretas mejoras para los más pobres –como alzas en el salario mínimo y políticas de transferencia de renta condicionada, como fue el programa Bolsa Familia– y la continuidad de los negocios de siempre. Y los negocios de siempre en Brasil, desde las décadas de 1980 y 1990, son el extractivismo y la financierización. Este modelo se desarrolla en el contexto regional del boom de los commodities, lo que permite el win-win sobre el que se ancla la paz lulista. Esto empieza a desplomarse en junio de 2013, con la conjunción de una crisis económica, política y social. De ahí es que pienso que la clave más adecuada para comprender el proceso de impeachment de Dilma Roussef es el agotamiento de este modo de regulación del conflicto social.
Por otro lado, está el proyecto regional. La idea de un neodesarrollismo está anclada en una integración regional de Sudamérica, pero no como un equipo, sino como la proyección del liderazgo de Brasil. Por eso se explica que Brasil y Argentina (con Kirchner y Cristina Fernández) hayan apoyado la constitución de UNASUR, en lugar de integrarse al ALBA, propuesta por Venezuela y Cuba. ¿Y cuál es la idea brasileña? La expansión de negocios con empresas conocidas como “las campeonas nacionales”, que son efectivamente explotadoras de recursos primarios, de la carne a los hidrocarburos, como Petrobras, o las constructoras. Hay una expansión de estos negocios en la región. ¿Y cómo se da esa política? En primer lugar, a través del crédito del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). Y en segundo lugar, a partir de la diplomacia del Palacio Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil. Hay una política muy activa de expansión con la idea de proyectar la influencia económica brasileña. Y esto fue un pilar para la proyección política internacional. O sea que el liderazgo brasileño de la región transforma a Brasil en un global player. Desde este punto de vista la política venezolana es vista como una competencia, más allá de las apariencias o la empatía personal entre Chávez y Lula. Por eso Brasil no integró, por ejemplo, Telesur y no apoyó ninguna iniciativa venezolana en ese período.
Tanto en lo interno como en lo externo, al principio fue exitoso, hasta que estalló la crisis de 2013 con sus tres componentes: económico, político y social. El componente social es la rebelión de junio de 2013, que a mi manera de ver expresa el agotamiento del modo lulista de regulación del conflicto social. El componente político son las denuncias de corrupción, retratadas como espectáculo mediático, transformando a los jueces en popstars. Al mismo tiempo, la crisis económica estalla en 2014 y hacia fin de año comienza una recesión que sigue en 2015, 2016. La conjunción entre los tres elementos expresa el agotamiento del modo lulista y es en respuesta a este agotamiento que las clases dominantes brasileñas cambian de estrategia. Con el desplome de este proyecto, también la dimensión de integración regional es echada por tierra. Esto es más evidente en el caso peruano, con los escándalos de corrupción en el marco de la causa Odebrecht, con tantos presidentes involucrados y hasta presos. Esta arquitectura que vinculaba negocios y proyección política se desplomó y arrastró a Odebrecht, pero también a la Unasur.
Sobre junio de 2013 existe una interpretación que ha circulado en muchos espacios académicos y que vos discutís. Esa interpretación sostiene que fue una pelea intra-clase, donde una cierta clase media con un comportamiento resentido se habría incomodado con el ascenso de los que hasta entonces ocupaban los segmentos inferiores de la pirámide social. Vos proponés otra interpretación e, incluso, diferenciás junio de 2013 de sus derivas en 2015 y 2016.
La respuesta requiere un encuadramiento más amplio. Mi interpretación retrospectiva es que en ese momento, más que el agotamiento del PT, es el agotamiento de lo que llamamos la Nueva República. Es el período político que se instaura después de la dictadura –entre 1964 y 1985– y que tiene como referente fundamental la Constitución Ciudadana de 1988. En aquel momento se abrió un horizonte de esperanza y expectativa de inclusión e integración de la población a una ciudadanía salarial: derechos sociales, de un lado; trabajo estable, del otro. Pero en seguida vino el neoliberalismo y una primera frustración. El partido que se identificó con esa agenda, “los tucanos”, como se les dice a los del PSDB, con Fernando Henrique Cardoso como figura más conocida, se desgastaron de tal manera que ya no volvieron a vencer una elección presidencial. Luego vienen los gobiernos del PT con la esperanza de retomar este horizonte ciudadano. Me parece entonces que junio de 2013 es una frustración en relación a esta expectativa de inclusión. El agotamiento del PT en el poder es, a la vez, el agotamiento de la esperanza en la Nueva República. Esto nos ayuda a entender la dirección de la política brasileña después de este contexto. Veamos: los tucanos conspiraron para sacar a Dilma y enseguida –cuando ya era tarde–, se arrepienten. Sacando al PT de la silla presidencial, lo que se hunde es la Nueva República, que se identifica con los dos partidos. Igual a como ocurre con los partidos Demócratas y Republicanos en los Estados Unidos, son opuestos, pero no contrarios. Esto ayuda a entender por qué para las elecciones de octubre de 2022 Lula construye la fórmula con Geraldo Alckmin, uno de los cuadros históricos más importantes de los tucanos con un pasado de oposición a Lula (aunque Alckmin esté afiliado actualmente a otro partido). Ahora están juntos en una tentativa imposible de resucitar a la Nueva República y los partidos que la condujeron. De ahí el mesianismo que caracteriza la candidatura de Lula.
Las interpretaciones que vos mencionaste, que trazaban una supuesta continuidad entre 2013 y las protestas contra Dilma, no se sostienen; las investigaciones de campo que se hicieron evidencian lo contrario. Los perfiles de las personas que protestaban, en uno y en otro caso, eran totalmente diferentes. Existe una narrativa de que hubo un ascenso social, que conformó una nueva clase media y que luego se dio una especie de ingratitud cuando no pudo seguir ascendiendo. Es la misma narrativa a la que apeló García Linera para interpretar la situación de Bolivia en 2019. El progresismo en Sudamérica comparte muchas estrategias narrativas en las que se sobrevalora el rol de Estados Unidos en estas crisis. Es una manera de eximirse de culpas, de ponerla en las clases medias, en Estados Unidos. También es una manera de polarizar para producir movilización. Pero es una movilización que convoca a los sentimientos, o a los instintos, y es enemiga del pensamiento crítico. Y acá hay un punto de contacto evidente –y es una de las razones por las que afirmamos que el lulismo es opuesto, pero no contrario, al bolsonarismo–.
Con respecto al agotamiento de la Nueva República, esta idea podría extenderse hasta alcanzar al horizonte civilizatorio, es decir, a un achatamiento del horizonte de expectativas; lo cual, a su vez, impacta en el modo en que el progresismo latinomaericano se piensa hacia atrás y también hacia adelante. En este mismo libro, Brasil autofágico, Daniel Feldmann y vos trabajan con la idea de buying time de Wolfgang Streeck: el capitalismo entra en una fase depresiva en la que no tiene para ofrecer más que recetas de ajuste y opciones electorales neofascistas. Usás esta idea también para caracterizar los límites del progresismo en términos de imaginación política. Puntualmente, trabajás una idea que es la de la contención aceleracionista, ¿podrías desplegarla?
Si miramos la ola progresista en un marco más amplio, pensando en la crisis estructural del capital a partir de los años 1970, si comprendemos que la idea de una ciudadanía salarial con estabilidad laboral y derechos sociales se va erosionando en todo el mundo y el neoliberalismo la acelera, podemos comprender el progresismo latinoamericano y al PT como el capítulo brasileño de la tentativa por contener la crisis. El drama es que las políticas y dispositivos de contención de la crisis, también aceleran esta misma crisis. Esto tiene que ver con una forma social y no con las intenciones de sus líderes. Doy tres ejemplos de Brasil para ver si puedo ilustrar la idea.
El primero es cuando Lula gana las elecciones en 2002 y convoca como presidente del Banco Central a un diputado “tucano”, del partido de oposición, que había sido presidente mundial del Banco de Boston. Este renuncia a su banca de diputado y va a presidir el Banco Central por los siguientes ocho años. ¿Por qué? Porque había amenaza de fuga de capitales. Es decir, una concesión en función de garantizar que se respetara la agenda de austeridad que indica la ortodoxia financiera. Esta figura, Henrique Meireles, terminó siendo el Ministro de Economía de Michel Temer y luego candidato presidencial por el Partido del ex presidente golpista, el Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). ¿Cuál es el punto? Meireles ingresa al gobierno para contener una amenaza de crisis, pero en un segundo momento la estrategia de contención empoderó a un agente crucial de la aceleración de la crisis.
Un segundo ejemplo, que hay que pensar en términos políticos, es el propio ingreso de Michel Temer al gobierno del PT. ¿Cómo sucedió esto? En 2005 hubo un escándalo muy importante de corrupción conocido como el Mensalão, porque se pagaban mensualidades a distintos diputados para apoyar al gobierno. ¿Cómo reaccionó el PT a la crisis? Ampliando el espacio político de sustentación del gobierno hacia el PMDB, el partido de Temer, un partido de derecha que se presenta como de centro, un partido sin ideología, pero con mucha capilaridad en los territorios, con muchos votos. Con el apoyo del PMDB, el PT consolidaba la estabilidad política. A cambio de eso, Temer termina dos veces vicepresidente. Otra vez: para contener la crisis política, la respuesta, la estrategia, termina fortaleciendo a actores sociales y fuerzas políticas que en otro momento serán claves para la aceleración de la crisis.
Por último, podríamos hacer este mismo razonamiento para pensar el fortalecimiento del poder político de los militares durante el gobierno del PT. En 2004 el PT envía militares a Haití para comandar la intervención internacional de la ONU. A su vuelta, empoderados, se volvieron un actor fundamental y ocuparon cargos claves en el gobierno de Bolsonaro.
Y los ejemplos podrían seguir, podemos pensar en las empresas constructoras o en las iglesias evangélicas, la estructura es siempre la misma. De ahí la idea de que la contención termina provocando o fortaleciendo a los agentes de la aceleración. Bajo esta mirada, el proceso de impeachment que abre el Senado, en 2016, contra Dilma Roussef y su destitución como Jefa de Estado, no se debe comprender como un giro de 180 grados, como un cambio hacia una dirección opuesta, como si fuera el golpe del 73 de Pinochet en Chile. No tiene nada que ver. Para comprenderlo mejor podríamos utilizar la imagen de una metástasis: todos estos intereses, fuerzas, actores corrosivos, pero que parecían contenidos con la política del PT, en un segundo momento avanzan de manera incontenible por el tejido social. En este sentido hablo de una contención que luego acelera. Hay otros ejemplos en América Latina, pero el caso brasileño es bien claro.
Es interesante como argumentás que lo que parece nuevo con Jair Bolsonaro ya venía contenido en el proceso anterior. Pero, entonces, ¿cuál sería la diferencia específica del bolsonarismo respecto de los gobiernos de Lula? ¿Está constituido de una materia propia o todo lo que despliega remite a los gobiernos del PT?
Hagamos una aclaración: es evidente que el PT y el bolsonarismo no son lo mismo. Si la política del PT es la contención, la del bolsonarismo es la aceleración. Pero el problema es que la contención no evita la aceleración a pesar de su intención, que es importante. No es una crítica moral al PT: estamos hablando de procesos históricos que están más allá de las voluntades o intereses de los agentes individuales. Así como la contención no evita la aceleración y termina provocándola, la aceleración también va a demandar la contención, que es otra idea que desarrollamos en el libro. El PT es la gestión de la crisis, mientras el bolsonarismo gobierna mediante la crisis, o a través de la crisis: ahí hay una diferencia importante. Como ejemplo podemos pensar la actuación de cada fuerza en el contexto de pandemia. ¿Qué haría el PT? Un intento importante de salvar vidas, pero respetando la austeridad fiscal. ¿Cómo combinar eso de manera más inteligente, con tecnologías sociales y económicas? En eso son competentes y por eso exportaron sus políticas a muchas partes de América Latina. Pero son tecnologías de gestión de una situación cuyas causas estructurales no se desafían. La idea del PT en un principio es una idea muy sensata. Mirando un país grande y desigual como Brasil, la idea es que se puede hacer mucho sin enfrentarse a peleas estructurales. En teoría funciona, pero ahí está Florestán Fernandes para explicar por qué es inviable.
En cambio, el bolsonarismo es la aceleración y en la pandemia gobierna disfrutando de la crisis. Pero, ¿cuál es el punto en común del bolsonarismo con otras modalidades de la política del odio en el mundo? Se comenta mucho sobre los votos de la extrema derecha, de la clase media que salió a las calles, contenidos que estaban reprimidos y salieron como monstruos. Pero hay que acordarse que muchos han votado a Bolsonaro no por fascista, sino por percibir en él a un antisistema. Alguien que sigue diciendo que quiere cerrar el Congreso nacional, que está contra la Rede Globo (que es como el Grupo Clarín en Argentina: el monopolio mismo de las comunicaciones). Históricamente son banderas o ideas de la izquierda. ¿Por qué destaco este aspecto? Para mostrar que lo que otra vez se hunde es la esperanza de la Nueva República. No son sólo los fascistas o la nueva derecha. Eso explica también por qué un porcentaje importante de los votantes de Lula en el pasado luego votaron por Bolsonaro.
La última, pero fundamental pregunta, sería qué hacemos con la sociedad que se presenta ante nuestros ojos estos últimos años en Brasil; una sociedad donde lo que prima es un tejido afectivo negativo, violento, agresivo, con lazos que se sustentan más en el miedo y la ira que en la solidaridad. ¿Cómo pensamos una política desde ahí? Sumo algo más: el bolsonarismo también mostró que tenemos una deuda con nuestro pasado colonial y esclavista que no fue saldada.
Tres comentarios: primero, el bolsonarismo también nos enseña que hay potencial para políticas radicales en el pueblo. En un principio Lula se basó en encuestas que señalaban que el pueblo creía que el Estado debía intervenir en lo social y económico, pero sin rupturas radicales. Esa fue la justificación para la elaboración más sofisticada sobre lo que se conoce como “lulismo”. El punto sobre el que quiero llamar la atención es que el bolsonarismo está movilizando poblaciones con una agenda radical. El problema no es la radicalidad, lo clave es cómo esta radicalidad conecta con la realidad de la gente. Ahí hay un potencial.
Segundo comentario: las recientes rebeliones en Sudamérica, incluyendo junio de 2013, nos señalan un dilema: tuvimos rebeliones muy radicales en Colombia, en Perú, en Chile, incluso en Paraguay durante la pandemia, que son rebeliones también contra las formas políticas del progresismo. Eso nos ayuda a entender por qué Verónika Mendoza no ha ganado en Perú, por ejemplo. Pero el drama es que cuando las calles se vacían, la mejor idea política que tenemos hoy en el continente es convocar una Asamblea Constituyente y elegir otro presidente. Hay una falta de imaginación política colectiva. No es el problema de un país en particular, o de una persona puntual. Si en el siglo XX teníamos como horizonte la revolución como toma del Estado, la transición del capitalismo al comunismo que sería el socialismo, hoy ese imaginario ya no moviliza a las masas, porque se conoció todo el problema del socialismo estatista, etc. Pero sigue estando abierta la pregunta sobre qué ponemos en su lugar. Si eso no era bueno como sueño, si incluso el estalinismo fue para muchos una pesadilla, ¿qué ponemos en el lugar del sueño? Es un drama mundial. Las rebeliones están, la rabia está, la gente sale, sigue la indignación. Tenemos el ejemplo argentino del “¡Qué se vayan todos!”. Cuando todos se vayan, ¿qué vamos a hacer al día siguiente? Tenemos que pensar, tenemos que inventar.
Tercer comentario: el diagnóstico es que Brasil y el continente tienen cáncer, que es una enfermedad muy grave. Y el progresismo –o el petismo en el caso brasileño– ofrece una aspirina: matiza efectos y puede ser bienvenido, lo cual es mejor a que alguien te golpee –como hace el bolsonarismo, acelerando la enfermedad–. Pero no se resuelven los problemas causados por la enfermedad. No conocemos la vacuna contra el cáncer y ese es el desafío a enfrentar como planeta. Y ahí es clave estar atento a todo lo que se enfrenta a la lógica de la mercancía, que son como laboratorios: las ocupaciones o los movimientos –como en junio de 2013– por la gratuidad del transporte público ponen el usufructo (o el valor de uso) antes que la mercadería (el valor de cambio). También los que enfrentan la lógica de la individualidad y del no pensar. Porque la polarización actual en Brasil entre lulismo y bolsonarismo es funcional a un lado y a otro. La oposición Coca-Cola o Pepsi no tenía como objetivo que la persona consumiera una o la otra. El objetivo es terminar con las alternativas. Se polariza de una manera mesiánica y se proyecta a ciertas figuras como superhéroes, lo que es una manera de infantilizar al pueblo brasileño, pero también de preparar frustraciones a futuro. ¿En qué se tradujo el peso de la frustración con el petismo? En la frustración de la Nueva República. La pregunta que dejaría es: si gana Lula, ¿qué va a ser de Brasil de acá a cuatro o cinco años, cuando se descubra que su gobierno no pudo resolver ninguno de los problemas importantes de la población? Pero la espiral sigue. El Brasil de 2023 es muy diferente al de 2003, cuando Lula ganó por primera vez. Podemos tomar la aspirina, pero hay que trabajar intensamente por la vacuna. La vacuna exige superar esa forma social que producen los bolsonarismos.
Esta entrevista fue realizada en el marco del proyecto “La coyuntura brasileña entre el pasado y el futuro”, impulsado por el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, en Buenos Aires, junio de 2022.