Nada que esperar es un libro raro, inesperado, necesario. Raro porque irrumpe en un presente brumoso y aciago para rememorar un tiempo que acaso ya no es tan otro y proponer nuevos contornos para una “conversación que atraviese el tiempo” y que nos permita volver a pensar el 2001 sin nostalgia. Se trata de un libro fuera de lo común, como escribe Javier Trímboli, que “en su relativa sencillez tiene no poco de insólito”. Escritura precisa y “florida” que, a pesar de intuirse necesaria, no espera nada. O, como sugiere Verónica Gago, Nada que esperar es una máquina de detalles, una escritura de orfebre que, con gesto minúsculo, contiene toda una teoría de la escucha. En los comentarios que aquí reunimos, con la intención manifiesta de evitar la dispersión de una conversación que creemos relevante, hay dos lecturas sutiles de lo que el libro pone en juego. Estos indicios, y otros, nos habilitan a decir que se trata de un libro necesario y que, tal vez, no sabíamos que esperábamos.
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Otro título posible junto a Nada que esperar podría ser A quién le importa. Y entre esos dos enunciados que superficialmente podrían parecer nihilistas, se encuentra el descubrimiento de una enorme alegría. Escribir sin esperar y sin calcular el peso y la envoltura de lo que se narra. Pasando esos dos portales, se produce un ábrete sésamo que hace correr la escritura a una libertad desenfadada (no encontramos ni una pizca de resentimiento) y juguetona (realmente se dispone a dejarse llevar).
Es en ese plano también donde se reivindica una y otra vez un sentimiento que el Ruso hace emerger como matiz omnipresente y que me llama especialmente la atención: la inocencia. Escucho, al escribir, la inflexión risueña con que me puede responder si digo que inocencia proviene, en su raíz latina, de lo que no hace daño. Esa disposición es lo que marca lo contrario del infantilismo que sería el modo de volver pueril la inocencia. Y lo señalo porque veo en su escritura una refinada batalla por defender esa inocencia respecto de la banalidad de acusaciones, justamente, de infantilismo, de falta de lectura estratégica, de ausencia de horizonte de trascendencia. El libro es así una irónica pieza que se encarga de despachar una a una las “objeciones” contra ese estado de inocencia que habilita una alegría creativa, sin dudas arrojada. No para refutarlas. Ni siquiera para hacer balances o enarbolar defensas. En todo caso, sobrevuela allí una elaborada discusión política sobre el espontaneísmo.
Y ahí me quiero volver a detener: la miríada de tan disímiles situaciones, conversaciones, acontecimientos y anécdotas que el texto va enhebrando, poniendo muchos años en un verdadero flujo de palabras, muestran una trama minuciosa, de orfebrería. ¿Cuál es el dibujo de la pieza, de esta joya de libro? Es una pregunta por cómo se construye una disponibilidad de inocencia para participar de acontecimientos históricos. Cómo, de cierto modo, hay algo de infancia en esa disponibilidad que no se reduce a una cuestión etaria, sino a una disposición a la experiencia. La narración de una charla al pasar, de una observación, de un viaje, de unos modos de caminar o de manejar, expone algo difícil: un sentimiento de urgencia sin tener expectativas, una atención finitesimal al calor de lo que se dice sin ceder a la consigna evidente, unas ganas que se aferran a lo que sucede para comprenderlo mejor, unos afectos que van produciendo pliegues en una memoria en constante formación.
De ahí, insisto, la orfebrería del detalle. Este libro es una máquina de detalles, muchos podrían decirse “insignificantes” pero, justamente por eso, decisivos. Muchas de las escenas acá narradas volví a recordarlas al leerlas. Me las había olvidado tal vez. Se experimenta así una potencia de la escritura: nos hace recordar algo que no sabíamos que habíamos olvidado. Y además accedemos al recuerdo por un detalle que nos trae de un tirón todo lo otro. También me pasó que al entrar en el viaje del libro se me agolpaban otras escenas (¿por qué no habrá incluido tal o cual otra cosa acá el Ruso?, me preguntaba). Sucede que el libro pone en funcionamiento un mecanismo que nos atrapa como lectorxs en esa máquina de recordar, de poner la memoria en estado presente, que además nos ofrece una lengua para ese tipo de historias sin letras de molde. Se monta así una máquina de recuerdos minúsculos, que quedarían inadvertidos e invisibles sin una narración que los vuelva al ruedo, que los reponga tanto en su arbitrariedad como en su brillo.
Esto me genera un sentimiento de gran gratitud al libro del Ruso: a quienes estamos ahí, en esos recovecos sin fecha de tiempo, nos hace acordar por qué estábamos ahí con una simultánea certeza e inocencia. Pero sobre todo rescata que la materialidad de esas certezas está hecha de puros detalles, de cosas chiquitas que se encadenan bajo una aventura que mientras se vive con total seriedad no se calcula cuándo pasará el umbral de convertirse en algo que recordar. Tal vez sea esa también la costura propia de una amistad política.
Agrego: ese caudal del detallismo -que es un estilo benjaminiano que trama otra de las batallas sordas del libro que es, precisamente, sobre ese nombre: por cómo se lo pronuncia en Buenos Aires, por quién lo usa para dotarse de grandilocuencia intelectual, por cómo se atropella como cita de sofisticación académica- siempre en el Ruso fue especialmente auditivo. De ahí su conocido virtuosismo de la imitación sonora que no sólo consiste en lograr repetir algo a la perfección, sino sobre todo en capturar y seleccionar una palabra entre mil de alguien y, al decirla como chiste-imitación, poner en evidencia que esa palabra, dicha de determinada manera, condensa un rasgo inconfundible de quién habla. Esto sólo sabemos que lo sabemos cuando escuchamos la imitación y estalla la risa. En esa forma hay una burla finísima a los más diversos lenguajes en los que nos movemos, pero sobre todo algo que me interesa más: la risa, la carcajada, como mecanismo de verificación de que el chiste es una verdad compartida. El chiste como índice de un saber del detalle, de lo subterráneo, para captar una verdad elemental.
Este libro tiene también una alta carga de autoanálisis personal y colectivo. Por eso me parece realmente genial como modo de pensamiento, repito, que se asume fuertemente auditivo. El órgano del oído trabaja con la descripción de las relaciones que se le aparecen a quien narra entre fisonomía y palabra, como fondo del que emerge el sentido. En ese gesto, tan conocido del Ruso, lo que podemos ver es una fuerte deconstrucción de la consistencia del habla, de los análisis discursivos y, a la vez, una confianza enorme en la carga indisimulable de realidad de lo que se dice. Básicamente porque la lengua no puede desprenderse de un sabor, de una modulación de la voz, de una posición corporal, de una relación con la situación misma de la enunciación. Todo esto no deja de transmitirse. Como si lo que se escucha en lo que se dice no pudiese finalmente desacoplarse de la materia expresiva que lo compone por más pirueta retórica que se practique: por tanto, de nuevo leemos una refutación a carcajadas de las palabras lustrosas pero desencarnadas, de los acentos que salen mal, de los significados que se sienten neumáticos.
Ahí hay un juego que llega incluso a los nombres: sólo los más cercanos son los que tienen seudónimos. ¿Cuál es el sentido de desacomodar algunos nombres propios y dejar otros “reales”? Es otro gesto en el libro que lo hace por momentos novelesco y gracioso (al estilo de Los detectives salvajes). Pero hay algo más porque esos seudónimos tienen una relación determinada con los nombres verdaderos, una mediada por la ironía que se escucha en sordina. Entre los nombres falsos y los verdaderos hay chasquidos comunes y un cúmulo de chistes que determinaron su deformación sonora (mostrando el concentrado de un cierto procedimiento y el virtuosismo de su repetición).
Diría que en el libro hay sobre todo, a partir de la indagación personal, una formulación de una teoría de la escucha. Pero eso mismo es lo que él lee en el trabajo del colectivo Situaciones: una disponibilidad y un cierto trabajo alrededor de producir condiciones de escucha (incluso con un integrante que literalmente no escucha del todo y, por eso mismo, escucha casi más que el resto). En la dramatización de su personaje auditivo hay entonces una teoría de individuación colectiva a través del oído. Creo que por eso mismo eso se traduce en la escritura del libro, donde “escuchamos” al Ruso: modismos, chistes, relatos, frases recortadas que le hemos oído miles de veces, que le producían una fascinación misteriosa, y que ahora se han vuelto texto con una ondulación capaz de darle una lógica de sentido. Como si las hubiese estado guardando y ensayando en la fragilidad de la oralidad para recién ahora pasarlas a la letra impresa.
La escucha requiere, sin dudas, un cierto estado de inocencia. No porque sea un papel en blanco (escuchar como pasividad) o porque sea una manera de certificar novedad o etnografiar particularidades en lo que se oye (escuchar como darle lugar a lenguajes “nativos”). Por el contrario, escuchar requiere un entrenamiento, un deseo y tiene, como nos recuerda Silvia Rivera Cusicanqui, un poder autoral. Nada más lejos de la idea anodina de una escucha como ausencia de palabra. Ciertas escenas de escucha nos pueden hacer pensar y decir cosas que ni siquiera imaginábamos, que no se ajustan a repertorios, que se descatalogan de los clichés a la mano.
El libro no cuenta una historia o el derrotero de un colectivo sino una suerte de fondo experiencial que funciona de base, de respaldo y de atmósfera compartida. Es sobre ese fondo que se recortan modos de leer, de encarar la autoformación, de vivir la militancia, de tomar algunas decisiones de cuándo irse de ciertos lugares o de insistir en otros. Celebro mucho que ese fondo colectivo hoy se actualice con este libro, porque nos permite descubrir a un amigo escritor que está decidido a poner en juego y en variación un momento colectivo con la alegría que da sumergirnos en un río de escritura.
Verónica Gago
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Entiendo que estamos ante un libro fuera de lo común, que incluso en su relativa sencillez, como si ésta fuera un señuelo de los imprescindibles, tiene no poco de insólito.
Libro que ante todo se agradece. En primer lugar por lo que revela que, principal y sucintamente, podríamos decir que es un itinerario, un decurso, una experiencia. Y es indisociable de cómo lo hace. Aun con prosa “florida”, esa que lo invitaba a Fogwill a verduguear amistosamente a Horacio González -una prosa con cadencia y no poco lujo-, Nada que esperar da cuenta de la amistad política que se fue haciendo al compás de una militancia colectiva, llamando a las cosas por su nombre. Bajo esa compulsión me animo a decir. Quizás incluso la decisión de transformar juguetonamente los nombres propios de sus principales protagonistas, obre como el permiso necesario para, de ahí en más, designar con dedicación y detalle eso que fue vivido. En alguna carta Adorno se enfadaba con Benjamin por la testarudez que lo llevaba a priorizar la acción de nombrar, poniendo en penumbras la dialéctica. Es así, llamar a las cosas por su nombre produce infinitas y contradictorias molestias.
Me pongo el traje de historiador que no me queda del todo bien: es un libro para entrar a saco, como se decía, que ofrece un montón de pistas para quien le interese y se disponga a escribir la historia, aunque más no sea la crónica –pero otra historia, otra crónica- de los años noventa.
Hay, sin dudas, teoría subyaciendo sobre la experiencia en cuestión, hay posición política que se esgrime, pero a la vez está repleto de anécdotas. Sebastián, el Ruso, y el Polaquito en la Universidad de San Marcos, con ganas de aprender todo y en zozobra o un poco más cuando el ejército los detienen y ellos están inflamados de materiales comprometedores. O haciendo la “seguridad” del acto desbandado de pibes alzados que organizaron las Madres, en la Plaza de Mayo, la noche del 23 al 24 de marzo de 1996. Las camperas llenas de escupitajos culpa del mal cálculo de Fito Paez que se puso meloso –fue Fito Paez- donde no correspondía. O ya muy de noche, un día de semana, eran mediados de 2002, volviendo en auto de Solano con la sospecha terrorífica de que los sigue un Ford Falcon, que luego se enterarían era de un remisero amigo del MTD. La olla popular en la explanada de la BN en 2001 y se derrocha esmero en cocinar buenos platos.
Me permito citar a Alfonso Reyes: “Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar, por unos instantes. ¿Hay mayor piedad? Pero, además, suelen ser, como la flor en la planta: la combinación cálida, visible, armoniosa. Que puede cortarse con las manos y llevarse en el pecho, de una virtud vital.”
De flores, de esa “virtud vital”, tantas veces menospreciada pero siempre –quizás hoy de nuevo más que nunca- necesaria como el aire, están hechas las páginas del libro del Ruso. O son perlas que regala y ahora se pueden ir a recoger, o tan sólo a admirar.
Ahora bien, vuelvo, aunque no creo haberme ido, a la historia, no con mayúscula pero sí en busca de sentidos. Hace tiempo lo conozco a Diego, compartí con él y con otros compañeres muy queridos, brevemente es cierto, el espacio de una revista, La escena contemporánea. Con Mario no hace tanto, pero ya casi es una década, y también por una revista, claro, por Crisis. Entiendo que nos tenemos bastante afecto y mucho respeto intelectual si es que tal cosa existe. Pero lo cierto es que de lo suyo sólo conocía sus libros, sus cuadernos que, como manifestaciones sobre la superficie, apenas dejaban sospechar algo de lo que los fue llevando por aquí y por allá. Quizás simplemente no hubo oportunidad de conversarlo u operó el pudor; también, cómo no, kirchnerismo mediante las diferencias políticas se interpusieron y obstaculizaron esa conversación que no existió. Con apetito de historiador, lo digo, aunque no menos con el apetito político de entender el devenir o la muta, ese cambio tan notable de piel, que los hizo circular entre El Mate, la cátedra libre Che Guevara, De mano en mano, el Colectivo Situaciones, incluso Tinta Limón. Porque en varios sentidos fue en paralelo con otra historia, también menor –de las que nos gustan-, que a otros nos llevó por otro lado, hasta encontrar una estación, mejor, un capítulo en el kirchnerismo. O sea, entender mejor lo que nos sucedió, a partir de miramos y calibrar lo que le sucedió a estos otros amigos con los que, nítidamente a partir de 2003, sin embargo no coincidimos.
Agrego en el margen: la palabra “pudor” está muy presente en este libro, una palabra vieja, muy de Borges que se la atribuía incluso y justamente a la historia. Contra Goethe y las grandes fechas. Sospecho que el Ruso, para escribir este libro que celebraremos por un buen rato, tuvo que medirse con el pudor, lidiar con él. Cosa que a veces sin dudas hace falta. Que la experiencia que narra sea colectiva es una forma de doblegarlo sin caer en las redes de ningún vedetismo.
Otra palabra, en este caso familia de palabras, claves para dar cuenta de lo que fue y es esta “bandita”, creo que los italianos dicen así, esta amistad política. Desertar, fugar, hacer éxodo. O, futboleramente, tirar el achique.
La impresión que se impone sobradamente es que durante un tiempo, que calendario en mano no fue tan largo, desarrollaron una inteligencia fenomenal para olfatear la vida, los anzuelos que buscaban tentarlos para definitivamente calmarlos y las encerronas. Que con ese saber, que implica a todos los sentidos, siguieron rodando, volviendo nuevamente rico lo que había a la vuelta de cada recodo. El éxodo no es entonces una fruición sino la clave de una política.
Por supuesto, de nada sirve el calendario para medir estas cosas, que desbordan la cronología limpia de cualquier biografía. Se precisa de otra lengua, de otro tempo, cosas que ensaya con éxito Nada que esperar.
No pude leer este libro como si se tratara de una novela, todo me condujo hacia otro pacto, hacia otra forma de la “suspensión momentánea de la incredulidad”. Que se resista a un género es otra vuelta de tuerca de la deserción.
Lo propone el Ruso: la necesidad de mirar y sopesar a los noventa con otra perspectiva. Erizarlo, o ponerle los pelos de punta, no es sólo, ni es suficiente, si se enhebran una vez más las barbaridades que produjo el neoliberalismo. Se trata de otra cosa. Reconocer las potencias críticas que recorrieron esa coyuntura entre nosotros. Cierto desparpajo, cierta audacia que aparecen aquí y allá, que destellan en esta amistad política, así como en otros espacios de sociabilidad y en artefactos muy distintos, que a contramano de los índices más brutales de pobreza, de desocupación, etc.., aún con todo eso encima, no sólo a la distancia hacía que eso se pareciera a una fiesta. Algo rotosa, extrema. Pero me parece que el Ruso no usa la palabra fiesta, no por lo menos para ese momento.
Voy a una incomodidad que, no obstante hacerme trastabillar, no me impidió seguir leyendo, otro mérito de la escritura y de las anécdotas, permítanme subirle el precio, de la “política de las anécdotas”. Siempre me atrajo mucho el título de un libro de León Rozitchner pero como sospecho tiene poco o nada que ver con lo que a mí me fascina, prefiero no leerlo, Las desventuras del sujeto político. Hablar de apuestas políticas no puede ser sino hablar de desventuras, que son más o menos alevosas, más o menos flagrantes, que irrumpen más temprano que tarde. Cuando se alcanza el tiempo necesario para ponerlas en el papel, las fallas, los errores de cálculo, las apreciaciones desviadas, todo eso es difícil que no salte a la vista.
Bueno, me pongo hincha y digo que la incomodidad que me produjo el libro del Ruso radica en que no veía desventuras, a las serias me refiero, porque pasos de comedia que nos hacen reír y mucho tiene varios. Pero no veía mella ni errores en lo emprendido. El cambio de piel ocurre eficazmente. Llegué a sospechar conformidad, satisfacción. Eso al mismo tiempo que una apenas velada alegría que, en efecto, el libro exuda y, confieso, me dio no poca envida.
Pensaba: cómo puede ser si estamos en este mundo finalmente y no en otro, en este 2020/2021 eternos, de gobernanza y rosca, de wasaps e instagram, que exista tal conformidad con lo que se hizo. No, por supuesto, porque haya habido alguna complicidad, sino porque hace evidente que nada de lo que hizo estuvo a la altura para ponerle límite a este estado de cosas. O para sostener otras formas de vida.
Al concluir el libro advertí que se trataba de otra cosa. Porque, permítanme que lo diga muy feamente, el libro no termina bien. O sea, no está hecho para reconciliarnos con ningún presente, tampoco entonces con lo que nos condujo hasta acá. En un momento determinado –y mucho tiene que ver con el kirchnerismo, con eso que a muchos nos cambió el rictus desagradable de la cara por un buen rato-, hubo algo que dejó de producirse, como si los signos pasaran a ser otros y ya no se los leyera con el mismo don. Como si el escenario se transformara o esta vez él mutara más velozmente, dejando a esta amistad política pedaleando en el aire. Cito: “Pero esa noche húmeda, cuando fuimos con el Negro al galpón, ya no era lo mismo. La energía había cambiado. Los pibes ya no andaban sueltos, corriendo como siempre por ahí. La indiferencia del barrio se hacía sentir. Todo era más apagado, frío. (…) Era la primera vez que volvíamos del galpón sin hablar. No podíamos interpretar cómo había sido que esa vitalidad se había disipado.”
Ante el agotamiento, la última fuga –la única triste- es del Colectivo Situaciones, incluso de esa amistad que así y todo, y eso es genial, no se apaga. Que parece haber adquirido otra consistencia, menos apretada, pero que persiste. También otro grado de entendimiento y de acuerdo.
El final del libro, si se quiere del 2005 para acá, se desencadena rápido, se despeña no por capricho o irresolución, sino porque esa experiencia colectiva militante de la que Nada que esperar trata se desarticula. Ya realizada la lectura del libro, llama la atención, y creo que para bien, que este final no tiña ni, entonces, desdibuje la alegría y la vitalidad de la experiencia en cuestión. Le otorga una especial rareza.
De todos modos, me interesa subrayar que la “fiesta” tiene su principal irrupción en escena para valorar la gestión de Horacio González en la Biblioteca Nacional que, de esta forma, se erige como una nota discordante, como una salvedad. Desde mi mirada, o mi ojo mocho digamos, no puede entenderse solamente de esta forma, se trató del genio de Horacio alimentado por las mejores vetas de nuestra cultura emancipatoria, pero no fue sólo eso.
La clave para calibrar este desacuerdo la aporta el mismo Ruso cuando recuerda una conversación con Paolo Virno en la que éste lanzó una apreciación que los dejó perplejos: “Sólo se tiene una experiencia política una vez en la vida”. Que si alcanzó tal estatuto, lo que sigue de nuestra vida no podrá dejar de medirse con ella, de recurrir incluso a sus afecciones primarias. Desde ahí leeremos lo que siga.
Y la experiencia política de esta amistad que en este libro se revive tuvo lugar a partir de lo que dejaba abandonado el Estado, por lo tanto, hasta su reposicionamiento producido por el kirchnerismo.
“Perdimos todos” concluye sumariamente en algún momento el Ruso, y aunque no está muy claro a quienes incluye, si dudamos de que esté hablando a los que estábamos en ese otro andarivel, lo cierto es que hoy sobran señales de que es así. Por lo tanto, que hay que pensar cómo continúan nuestras vidas.
Ya en estricta primera persona, afirma el Ruso que se vio “intuitivamente llamado a una política del silencio” y que sintió “una cierta pérdida de curiosidad por lo nuevo.” No está nada mal si eso es reemplazado por libros como éste. En una de ésas se trata de imaginarse en la retaguardia, como se dio cuenta el Negro Fuentes que le correspondía el 20 de diciembre de 2001, picando baldosas para que los pibes tengan con qué disparar.
Javier Trímboli
Publicada originalmente en Lobo Suelto
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