Intervenciones

Estados Unidos y el “capitalismo fascista”

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Lazzarato analiza el "ciclo estratégico" del capitalismo, donde la guerra y la violencia reemplazan al mercado. Desde 2008, Estados Unidos impone un "estado de excepción global" para extraer tributos de aliados y enemigos, revelando una esencia fascista: la fuerza política decide, no la economía. El capitalismo liberal organiza genocidios y guerras civiles por sí mismo, sin necesidad de fascistas externos, naturalizando la barbarie como su normalidad.

“La acumulación originaria, el estado de naturaleza del capital, es el prototipo de la crisis capitalista”

Hans Junger Krahl

El capitalismo no se reduce a un ciclo de acumulación, ya que siempre es precedido, acompañado y seguido por un ciclo estratégico definido por el conflicto, la guerra, la guerra civil y, eventualmente, la revolución. El ciclo estratégico comprende la acumulación originaria de Marx, pero solo como su primera fase, seguida por el ejercicio de la violencia incorporada en la “producción” y su despliegue en forma de guerra y guerra civil cuando el ciclo económico se agota.

Para tener una descripción completa del ciclo estratégico, hay que esperar al siglo XX, con su transformación en el ciclo de la revolución soviética y china, que corrige y completa a Marx desde varios puntos de vista.

Los dos ciclos funcionan juntos, encadenan sus dinámicas, pero también pueden separarse: desde 2008, el ciclo del conflicto, de la guerra y de la guerra civil (y de la eventual, aunque improbable, revolución) se ha separado progresivamente del ciclo de la acumulación en sentido estricto. El bloqueo, los impasses de la acumulación de capital requieren la intervención del ciclo estratégico, que funciona a partir de las relaciones de fuerza y de la relación no económica amigo-enemigo.

Desde que se impuso el imperialismo, la importancia del ciclo estratégico no ha hecho más que aumentar. Los ciclos de la guerra, de la gran violencia, del uso arbitrario de la fuerza se suceden rápidamente. Estados Unidos impuso tres veces (1945 - 1971 - 1991) las reglas económicas y jurídicas del mercado mundial y del Orden mundial, y tres veces las canceló, porque ya no le eran funcionales, sustituyéndolas por normas inéditas: el fordismo de 1945 fue desmantelado en los años 70; el llamado “neoliberalismo”, elegido en su lugar y extendido a todo el mundo en 1991 tras el colapso de la URSS, se derrumbó en 2008. La actual acumulación originaria cambia una vez más las reglas del juego para un más que improbable “Make America Great Again”.

El análisis del ciclo estratégico en el capitalismo contemporáneo debe partir de Estados Unidos, porque allí se concentran sus dispositivos de poder, las instituciones militares, financieras y monetarias que las que detentan el monopolio, prohibido para los “aliados” europeos o de Asia oriental, es decir, para los países sometidos ya sea por la guerra (Alemania, Japón, Italia), o por el poder económico y financiero (Francia, Inglaterra), y sobre todo negado para el Sur del mundo.

A partir de la crisis de 2008, el ciclo estratégico ha pasado a primer plano hasta desbancar al “mercado”, las reglas económicas, el derecho internacional, las relaciones diplomáticas entre Estados, etc., con el objetivo de impedir la implosión del ciclo de la acumulación y relanzar la economía estadounidense, en graves dificultades.

La guerra civil mundial se refleja en la intensificación del racismo y el sexismo, la militarización del territorio, la deportación de migrantes, atacando universidades, museos, demonizando palabras y conceptos.

Tenemos la “suerte” de poder seguir en directo el despliegue de esta acumulación originaria y de este ciclo estratégico. El “estado de excepción” fue desencadenado por Trump. Es muy diferente de la definición canónica dada por Carl Schmitt o retomada por Giorgio Agamben, porque en lugar de concernir al derecho público y a la constitución formal del Estado-nación, afecta en primer lugar a las reglas de la constitución material del mercado mundial y a las normas del derecho internacional del Orden mundial. Con el estado de excepción global, el espacio donde se dibuja el Nomos de la tierra, con sus líneas de amistad y hostilidad, es el de la guerra civil mundial. En lugar de concentrarse en el derecho, el estado de excepción global integra profundamente la economía, la política, lo militar y lo jurídico.

La guerra civil mundial se refleja en la guerra civil interna, intensificando el racismo y el sexismo, la militarización del territorio, la deportación de migrantes, atacando universidades, museos, demonizando palabras, conceptos, etc.: la población de Estados Unidos está profundamente dividida, no entre el 1 por ciento y el 99 por ciento, sino entre el 20 por ciento que garantiza la mayor parte del consumo del enorme mercado interno (3/4 del PIB) y el 80 por ciento cuya capacidad de consumo queda estancada o retrocede. Las políticas fiscales se implementan para garantizar la propiedad y el hiperconsumo de la parte más rica.

Trump politiza lo que el llamado neoliberalismo intentó obstinadamente despolitizar, sin conseguirlo. Una vez suspendidas todas las reglas, el uso de la fuerza extraeconómica se convierte en la condición preliminar para la producción económica, la constitución del derecho, la creación de cualquier institución. Primero se imponen relaciones de poder con la fuerza, luego, una vez establecida la división entre quien manda y quien obedece (y la situación se estabiliza porque es aceptada por los vencidos), se pueden reconstruir las normas económicas y jurídicas, los automatismos de la economía, las instituciones nacionales e internacionales, expresión de un nuevo “orden”.

El funcionamiento del ciclo estratégico durante el “estado de excepción global” está asegurado por decisiones políticas, arbitrarias y unilaterales, de la administración estadounidense, que apuntan a imponer una serie de “tomas” (apropiaciones, expropiaciones, saqueos) de la riqueza ajena, extorsionada directamente, sin la mediación ni de la explotación industrial, ni de la depredación operada por la deuda o la financierización.

¿Cuál es el significado de esta larga (y aquí parcial [1]) lista de decisiones políticas tomadas a partir del poder coercitivo del Estado imperial?

El cambio de las relaciones “económicas” no es inmanente a la producción, no es el resultado de las “leyes” de la finanza, de la industria, del comercio establecidas por la teoría económica. Los “automatismos” de la economía, impuestos políticamente entre los años 70 y 80 por Estados Unidos, no pueden sino reproducir las finalidades para los que fueron políticamente instituidos (financierización, economía de la deuda, deslocalización industrial, etc.) y, por lo tanto, reproducir la crisis. Estos dispositivos no tienen la capacidad de innovar, de distribuir de manera diferente el poder, de producir nuevas relaciones entre Estados y entre clases, condiciones de una “nueva” producción. La configuración de los poderes buscada requiere una ruptura. No es deducible de la situación que condujo a la crisis, necesita un salto fuera de la situación. Este salto debe ser pensado y organizado por una “nueva” clase dominante, que subjetiviza la ruptura, ocupando el Estado y utilizándolo para la estrategia. La administración asume el papel y la función del estratega, del jefe de guerra, que decide, a partir de la relación amigo-enemigo, y ya no de la “igualdad” del intercambio entre contratantes, quién y cuánto debe pagar la crisis de Estados Unidos.

Para comprender lo “político” que desde hace décadas gestiona estas fases de acumulación originaria, no hay que contraponerlo a lo “económico”, ni reducirlo al conjunto de la clase política. Constituye la coordinación de los diferentes centros de poder (administrativo, financiero, militar, monetario, industrial, mediático) que se dotan de una estrategia. Los intereses heterogéneos que los caracterizan encuentran una mediación en la necesidad de derrotar a un “enemigo común”: el resto del mundo, pero sobre todo los BRICS, en particular Rusia y China. La administración Trump asume la función de capitalista colectivo, de jefe capaz de negociar una estrategia con los otros poderes (financieros, militares, monetarios, etc.) que continúan actuando según sus propios intereses, pero que deben encontrar una convergencia, porque en juego no está solo la salud de la economía de Estados Unidos, sino la posibilidad del colapso de toda la máquina económico-política del capitalismo financiero y de la deuda ya agotada.

En las condiciones actuales, es incluso difícil hablar de capitalismo, porque nos enfrentamos a la acción de un “señor” que decide de manera arbitraria las cantidades de riqueza que tiene derecho a extraer de la producción de sus “siervos”.

Intimidaciones y chantajes económicos, intimidaciones y chantajes de intervenciones militares, guerras y genocidio, son movilizados simultáneamente. Estados Unidos, en su “patio trasero” (América Latina), amenaza con intervenir militarmente, con el pretexto del narcotráfico, en Colombia, México, Haití y El Salvador, mientras despliega cañoneras contra Venezuela. Convocó a los ministros de Defensa de la región en Buenos Aires (19-21 de agosto) para pedir un alineamiento total contra China e imponer un reforzamiento de la presencia del ejército estadounidense en los estrechos, “que podrían ser utilizados por el Partido Comunista Chino para proyectar su poder, interrumpir el comercio y desafiar la soberanía de nuestras naciones y la neutralidad de la Antártida”.

En las condiciones actuales, es incluso difícil hablar de capitalismo, de “modo de producción”, porque nos enfrentamos a la acción de un “señor” que decide de manera arbitraria las cantidades de riqueza que tiene derecho a extraer de la producción de sus “siervos”. El secretario estadounidense del Tesoro, Scott Bessent, declaró sin el menor rubor que Estados Unidos tratará la riqueza de sus “aliados” como si fuera la suya: Japón, Corea, Emiratos y sobre todo Europa se han comprometido a invertir “según los deseos del Presidente”. Se trata de un “fondo soberano, gestionado a discreción del Presidente, para financiar una nueva industrialización”. El presentador de Fox News, atónito, lo define como un «fondo de apropiación offshore». Bessent: “Oh, es un fondo soberano estadounidense, pero con el dinero de los demás”.

Las relaciones impersonales del mercado vuelven a ser personales, oponiendo al amo a sus esclavos, el colonizador y los colonizados; no es el fetichismo de las mercancías, ni son los automatismos del dinero, del mercado, de la deuda, etc., los que mandan y deciden, sino la fuerza, expresión de una voluntad política. Estados Unidos ya no define un “competidor”, sino que declara un ”enemigo”, identificado con el resto del mundo, incluidos los aliados (sobre todo los aliados, porque forman parte de la misma clase dominante y están aterrorizados por la idea del colapso del centro del sistema, que conllevaría también su caída; para salvar el capitalismo, están dispuestos a despojar a sus propias poblaciones, en particular Europa que, como Japón en los años 80, deberá cargar con el pago de la crisis estadounidense, sacrificando su economía y las clases populares, exponiéndose al riesgo de guerra civil).

La ley del valor o de la utilidad marginal, es decir, el conjunto de categorías de la economía clásica o neoclásica, son completamente inútiles: no explican nada de lo que está sucediendo. En lugar de modelos econométricos muy complicados, basta una operación matemática aprendida en primaria para calcular los aranceles a aplicar al resto del mundo. La llamada complejidad de las sociedades contemporáneas cede fácilmente al dualismo político amigo/enemigo. La “destrucción creativa” no es prerrogativa del empresario, sino obra de los decisores político-económico-militares.

Para explicar lo que ocurre, ni siquiera El Capital de Marx (a menos que se empiece por el capítulo de la acumulación originaria y no por el de la mercancía) es muy útil. Pierre Clastres, a partir de una lectura de Nietzsche muy diferente a la de Foucault y centrada en el concepto de voluntad de poder, puede proporcionarnos algunas reflexiones: las relaciones económicas son relaciones de poder que nunca podemos separar de la guerra. Su descripción del funcionamiento del poder, cuando se afirma a expensas de las antiguas “sociedades contra el Estado”, es aún hoy el comentario más adecuado al funcionamiento actual de la máquina Estado/Capital de la administración de Estados Unidos.

“El orden económico, es decir, la división de la sociedad entre ricos y pobres, explotadores y explotados, es el resultado de una división más fundamental de la sociedad: la división entre quien manda y quien obedece, entre quien detenta el poder y quien lo sufre. Es pues esencial comprender cuándo y cómo nace, en una sociedad, la relación de poder, de mando y obediencia. ¿De qué manera aquellos que detentan el poder se convierten en explotadores, y cómo aquellos que lo sufren o lo reconocen ―poco importa― se convierten en explotados? El punto de partida, simplemente, es el tributo. Es fundamental. No olvidemos nunca que el poder existe solo en su ejercicio: un poder que no se ejerce no es poder. El signo del poder, el signo de que existe realmente, es, para aquellos que lo reconocen, la obligación de pagar un tributo. La esencia de la relación de poder es la relación de deuda. Cuando la sociedad está dividida entre quien manda y quien obedece, el primer acto de quien manda es decir a los demás: ‘Nosotros mandamos, y se lo probamos obligándolos a pagar un tributo’”.

Podemos interpretar fácilmente la relación entre mando/obediencia como determinada por la violencia de la acumulación originaria que no cesa de repetirse, y la relación explotador/explotado como ejercicio del poder en la producción una vez que el “orden” ha sido establecido y la situación “normalizada”: las dos relaciones son acciones complementarias actuadas por la misma máquina Estado-Capital. La crítica de Clastres a lo “económico”, determinante en última instancia también de lo “político”, nos parece pertinente, a condición de considerar la voluntad de poder y la voluntad de acumulación como dos caras de la misma moneda.

El tributo a pagar a la administración de Estados Unidos debería ser el signo de una nueva redistribución del poder, capaz de diseñar un nuevo Nomos de la tierra, es decir, una relación de subordinación colonial de los aliados a Estados Unidos, por un lado, y, por otro, operación más difícil, de los BRICS. En el interior de cada Estado, el tributo debe ser el signo de la sumisión de las clases dominadas, que son los verdaderos pagadores. La arrogancia de Trump oculta su debilidad: quiere imponer un nuevo Orden mundial, mientras es el ejecutor de la derrota estratégica de la OTAN en Ucrania, de una crisis económica colosal y de un sur global que no se somete tan fácilmente como los europeos.

El nuevo orden no puede establecerse sino mediante el imperialismo, caracterizado desde el principio por la complementariedad entre economía y política, entre guerra y producción. El imperialismo colectivo, definido por Samir Amin en los años 70, en el que el papel central estaba reservado a Estados Unidos, se ha transformado en una verdadera subordinación colonial de los aliados: Europa, Corea, Japón, Canadá, etc. Europa está hoy en una condición de subordinación colonial similar a la que Inglaterra le imponía a la India en el siglo XIX. Como la India de entonces, debe pagar un tributo al país “ocupante”, construir y financiar ejércitos europeos con material comprado a Estados Unidos, para conducir guerras contra enemigos definidos por la potencia imperial (la guerra en Ucrania es el laboratorio y el ensayo general de este tipo de guerra).


Neoliberalismo, o la reversibilidad de fascismos y capitalismo

La nueva fase del ciclo estratégico, iniciada en 2008 y que conduce a la guerra abierta, muestra una gran novedad. La máquina Estado-Capital ya no delega a los fascistas el uso de la gran violencia: la organiza ella misma, quizás escarmentada por la autonomía que el nazismo se había tomado en la primera mitad del siglo XX. El genocidio arroja una luz inquietante sobre la naturaleza del capitalismo y de la democracia, obligándonos a verlos como quizás no los habíamos visto antes.

El capitalismo y las democracias organizan juntos, y por sí mismos, un genocidio como si fuera la cosa más normal y natural del mundo. Un gran número de empresas (logística, armamento, comunicación, control, etc.) ha participado en la economía de ocupación de Palestina y ahora organizan, sin ningún escrúpulo, la economía del genocidio. Como las empresas alemanas en los años 30 y 40, garantizan beneficios enormes mediante la limpieza étnica de los palestinos. El índice principal de la Bolsa de Tel Aviv aumentó un 200% durante el genocidio, asegurando un flujo continuo de capitales, sobre todo estadounidenses y europeos, hacia Israel.

Con el genocidio, las democracias liberales retoman los hilos de una genealogía que, reprimida, retorna con fuerza: la estadounidense tiene sus fundamentos en el genocidio de los indígenas, en el establecimiento de la esclavitud y del racismo, mientras las democracias europeas hacían lo mismo, pero en las colonias lejanas. La cuestión colonial, racial y la esclavitud están en el corazón de ambas revoluciones liberales de finales del siglo XVIII.

Un gran número de empresas ha participado en la economía de ocupación de Palestina y ahora organizan, sin ningún escrúpulo, la economía del genocidio.

El racismo estructural que caracteriza al capitalismo ―hoy concentrado contra los musulmanes― ha sido blanqueado de manera indecente por los israelíes y por todos los medios y clases políticas occidentales. También aquí, no hay realmente necesidad de nuevos fascistas, porque son los Estados, sobre todo los europeos, los que lo han alimentado desde los años 80 (mientras que en Estados Unidos es endémico, eje del ejercicio del poder). El racismo está profundamente arraigado en la democracia y en el capitalismo desde la conquista de las Américas, pues en ellos reina la desigualdad, y una de las principales modalidades para legitimarla es precisamente el racismo.

El debate sobre los fascismos contemporáneos va con retraso respecto a la realidad (ver también el libro de Alberto Toscano sobre el tema), ya que ninguno de estos “nuevos fascismos” es capaz de ejercer una violencia tal o practicar una destrucción a esta escala. No son como sus predecesores, al frente de una contrarrevolución de masas contra el socialismo, por diversos motivos. El principal: no existe hoy ningún verdadero enemigo que se parezca, ni siquiera remotamente, a los bolcheviques. Los movimientos políticos contemporáneos no representan ningún peligro real, son absolutamente inofensivos.

Los nuevos fascismos son marginales respecto a los fascismos históricos y, cuando acceden al poder, se alinean inmediatamente del lado del capital y del Estado, limitándose a intensificar la legislación autoritaria y represiva y actuando sobre el aspecto simbólico-cultural. Trump (o Milei) representa la imagen adecuada del “capitalista fascista” porque encarna una parte de la clase capitalista y actúa en consecuencia. La acción de Trump no tiene nada, o solo marginalmente, del folclore fascista histórico cuando actúa a nivel geopolítico, con el objetivo de salvar al capitalismo estadounidense de la implosión, mientras que, en cambio,  impone un devenir fascista a cada aspecto de la sociedad norteamericana. Trump conjuga perfectamente capitalismo y fascismo.

El capitalismo ya no necesita, como antaño, confiar el poder a los fascismos históricos, porque la democracia fue vaciada desde dentro a partir de los años 70 (Comisión Trilateral). Es una cáscara vacía que puede ser utilizada de todas las maneras. Produce, desde dentro de sus propias instituciones ―así como el capitalismo desde dentro de la finanza y el Estado desde dentro de su administración y su ejército― la guerra, la guerra civil, el genocidio.

Trump conjuga perfectamente capitalismo y fascismo.

Los “nuevos fascismos” o el “post-fascismo” son actores de reparto. No pueden de ningún modo intervenir en las decisiones tomadas por los centros de poder financiero, militar, monetario, estatal, etc.; solo pueden aceptarlas. Lo hace, primero de todos, el fascismo italiano.

¿Cómo comprender esta situación inédita? Hunde sus raíces en la fase anterior de acumulación originaria que organizó el paso del fordismo al llamado “neoliberalismo”. El ciclo estratégico organizado por la administración Nixon ―para hacer pagar, como hoy, la crisis acumulada en los años 60 al resto del mundo― fue incluso más violento que la acción de Trump: decisión unilateral de inconvertibilidad del dólar en oro, aranceles del 10 por ciento para todos, capitales japoneses puestos a disposición de Estados Unidos, el “acuerdo” del hotel Plaza que saqueó a Japón, la China de la época, sacrificando su economía para salvar el capitalismo estadounidense; la decisión política de construir un “superimperialismo” del dólar, etc.; el restablecimiento político de las relaciones con China, que será decisivo para la globalización, etc.

Uno de los episodios más dramáticos de este ciclo estratégico fueron las guerras civiles en toda América Latina que, al mismo tiempo, decretaron el fin de la revolución mundial e iniciaron las primeras experimentaciones llamadas neoliberales. A este respecto, es interesante retomar el análisis del premio Nobel de economía Paul Samuelson sobre el neoliberalismo naciente, que casi siempre se olvida.

Se ha hecho del análisis de Nacimiento de la biopolítica, de Foucault, una formidable anticipación del neoliberalismo, mientras que, en el mismo período, la interpretación de Paul Samuelson corta por lo sano con la ambigua admiración por el mercado, las libertades, la tolerancia hacia las minorías, la crítica de todos los monopolios, la gubernamentalidad, etc., describiendo en cambio la economía neoliberal como un fascismo capitalista, en el sentido de que, con el mercado de los neoliberales, los dos términos se vuelven reversibles. Esta categoría, luego olvidada, quizás podría ayudarnos a comprender la genealogía del genocidio democrático-capitalista.

Los “nuevos fascismos” o el “post-fascismo” son actores de reparto. No pueden de ningún modo intervenir en las decisiones tomadas por los centros de poder.

“A lo que me estoy refiriendo es, desde luego, a la solución fascista. Si la eficiencia del mercado es políticamente inestable, entonces los simpatizantes del fascismo concluyen: ‘libérense de la democracia e impongan a la sociedad el régimen del mercado, no importa que los sindicalistas deban ser castrados y los molestos intelectuales enviados a la cárcel o al exilio”. [2]

El mercado (léase capitalismo, ¡porque no son lo mismo!), a partir de los años setenta, ha destruido progresivamente la democracia de la segunda posguerra, la única que se parecía vagamente a su concepto, porque nació de las guerras civiles mundiales contra el nazismo. Una vez agotada esta energía política, el capitalismo fascista comenzó a instalarse. La lógica del mercado, en lugar de representar una alternativa a la guerra y a la gran violencia, las contiene, las alimenta y finalmente las practica en primera persona, hasta el genocidio.

En la era de los monopolios, el mercado ―mediación que se suponía automática― representa, en realidad, el fin de toda mediación, pues hace emerger la fuerza como actor decisivo: la fuerza de los monopolios, la fuerza de la finanza, la fuerza del Estado, etc. No solo fue necesaria la guerra civil para imponer el “neo liberalismo”, sino que es a la integración de la violencia a la que confía su funcionamiento. El mercado es ya, en este sentido, una economía fascista.

Samuelson subvierte las creencias más arraigadas: la economía de los Chicago Boys, de Hayek, de Friedman, etc., es una forma de fascismo y constituye un paradigma para la economía en general. La experiencia neoliberal es la de una “economía impuesta”, exactamente lo que la administración Trump intenta realizar: un “capitalismo impuesto” (otra feliz definición de Samuelson) mediante la fuerza.

La 11ª edición en 1980 de mi libro de texto Economics tiene una nueva sección dedicada al desagradable tema del fascismo capitalista. Por decir algo, si Chile y los Chicago Boys no hubieran existido, hubiéramos tenido que inventarlos como un paradigma. Es interesante recordar lo que se decía al respecto, tanto más que los conservadores, que mal soportan la evolución de las democracias, son sin embargo incapaces de llevar hasta el fondo su razonamiento. Huyen ante la conclusión que sería la suya, es decir, el fascismo, y se contentan con proponer un límite constitucional a la imposición. Esta es su versión del capitalismo impuesto”.

Hemos aceptado la narrativa liberal, en lugar de preguntarnos por qué su governance desemboca, como en la primera mitad del siglo XX, en la guerra, el fascismo y el genocidio. No hemos sido capaces de sacar las debidas consecuencias, y sin embargo hemos pasado de las libertades del llamado neoliberalismo al genocidio democrático-capitalista, sin golpes de Estado, sin “marchas sobre Roma”, sin contrarrevoluciones de masas, como si se tratara de una evolución natural. Nadie dentro del establishment, y especialmente no las clases políticas o los medios de comunicación, se sintió incómodo. Al contrario: estos últimos se alinearon con impresionante rapidez a una narrativa que contradice de arriba a abajo la ideología profesada durante décadas sobre los derechos humanos, el derecho internacional, la democracia frente a las dictaduras, etc.

Para que todo esto se haya desarrollado sin el menor problema, es necesario que los horrores físicos y mediáticos del genocidio ya estuvieran inscritos en las estructuras del sistema, el cual, una vez emergidos, no los consideró una aberración, sino su normalidad. Todo ocurrió como si fuera obvio. El capitalismo “liberal” se ha natural y completamente expresado y realizado en el genocidio, sin la mediación de los fascistas, sin que estos se constituyeran en fuerza política “autónoma”, como en los años 20 del siglo XX.

No vemos lo que tenemos ante los ojos, porque hemos interiorizado demasiados filtros “democráticos”, una idea pacificada del capitalismo que nos impide leer correctamente lo que ocurrió con la construcción del neoliberalismo a partir de América Latina. Releamos a Samuelson teniendo en cuenta todos los comentarios de los pensadores “críticos” que continúan, incluso después de 2008, hablando de neoliberalismo. Las dictaduras sudamericanas con los miles de asesinados, torturados y exiliados son solo una variante del fascismo de mercado que prospera en la democracia.

No vemos lo que tenemos ante los ojos, porque hemos interiorizado demasiados filtros “democráticos”.

“Les dejo descubrir mi descripción del fascismo capitalista de los años 30: los generales y almirantes toman el poder. Barren a sus predecesores izquierdistas, exilian a sus oponentes, encarcelan a los intelectuales disidentes, reprimen a los sindicatos, controlan la prensa, y toda la actividad política. Pero en esa variante de fascismo de mercado, los líderes militares quedan fuera de la economía. (…) Los opositores al régimen chileno han llamado a este grupo, con cierta injusticia, los ‘Chicago Boys’, para subrayar el hecho de que muchos de ellos habían recibido su formación económica en la Universidad de Chicago o habían sufrido su influencia. Estos economistas son favorables a los mercados libres. Entonces, el reloj de la historia retrocede. Se deja libre al mercado, y la oferta monetaria está estrictamente controlada. Sin la transferencia de pagos por asistencia social, los trabajadores deben trabajar o morir de hambre. Ahora, los desempleados mantienen bajo el crecimiento de la tasa competitiva de salarios. La inflación bien puede ser reducida si no directamente eliminada”.

En realidad, el mercado “fascista” nunca tuvo una función económica, sino primero represiva, luego disciplinaria, de individualización del proletariado y de ruptura de toda acción colectiva y solidaria. El mercado fue una gigantesca construcción ideológica bajo la cual se desarrollaba tranquilamente la depredación operada por el monopolio del “dólar” y de la “finanza”, el ejercicio de la violencia por parte de los ejércitos de Estados Unidos, los verdaderos actores económico-políticos del “neoliberalismo” que nunca fueron regulados ni gobernados por el mercado.

¿Dónde podemos verificar la pertinencia del concepto de Samuelson que implica el aparente oxímoron de “democracia fascista”? Nos cuesta captar la realidad, porque la gran violencia que une democracia y capitalismo borra, con una facilidad desconcertante, los valores de Occidente, custodiados en sus constituciones. El joven Marx nos recuerda que el alma de las constituciones liberales no es la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad, sino la propiedad privada burguesa. Verdad ineludible, tanto más cuanto que es el “derecho del hombre más sagrado”, como afirmó la revolución francesa. En realidad el único verdadero valor del Occidente capitalista.

La propiedad es ciertamente el medio más pertinente para definir la situación de los oprimidos. La acumulación originaria puesta en marcha en los años 70 por Nixon impuso políticamente una apropiación y una distribución primarias, estableciendo una división de la propiedad inédita respecto a Marx: su distribución no ocurre, en primer lugar, entre capitalistas, propietarios de los medios de producción, y obreros, privados de toda propiedad, sino entre los propietarios de acciones y obligaciones, es decir, entre los detentores de títulos financieros y aquellos que no los poseen. Esta “economía” funciona como los aranceles aduaneros de Trump: una extracción de riqueza sobre la sociedad de los “siervos”, con la única diferencia de que la depredación pasa por el “automatismo” instituido, continuamente y políticamente mantenido, de la finanza y la deuda.

La condición de los oprimidos se parece a la de los colonizados más que a la de los “ciudadanos”.

La sociedad está dividida más que nunca: en lo alto se concentran los propietarios de títulos, en lo bajo la gran mayoría de la población, que en realidad ya no está compuesta por sujetos políticos, sino por “excluidos”. Como para los siervos del antiguo régimen, la “función” económica no implica un reconocimiento político. La integración del movimiento obrero, reconocido como actor político de la economía y la democracia, en los años de la posguerra, se ha transformado en exclusión de las clases populares de toda instancia de decisión política. La financierización permitió a las élites practicar la secesión, que reduce las relaciones con los “siervos” exclusivamente a explotación y dominio: no solo han sido expropiados económicamente, sino también privados de toda identidad política, hasta el punto de adoptar la cultura/identidad del enemigo: individualismo, consumo, ethos de la televisión y la publicidad. Hoy querrían hacernos adoptar una identidad fascista y belicista.

Los nuevos siervos están fragmentados, dispersos, individualizados, divididos de mil maneras (por género, raza, ingreso, patrimonio, etc.), pero todos participan en distintos grados de la sociedad de la segregación instaurada por la máquina Estado-Capital, que ya ni siquiera necesita legitimación, tanto le son favorables las relaciones de fuerza. Se decide del genocidio, del rearme, de la guerra, de las políticas económicas sin tener que rendir cuentas a los subordinados. El consenso ya no es necesario porque los proletarios son demasiado débiles para pretender contar algo. Está claro que en esta situación la democracia no tiene ningún sentido. La condición de los oprimidos se parece a la de los colonizados (colonización generalizada) más que a la de los “ciudadanos”.

Walter Benjamin nos había advertido: “el asombrarse de que las cosas que vivimos sean ‘aún’ posibles en el siglo XX no es un asombro filosófico. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser el de que la idea de la historia de la que proviene ya no es sostenible”.

Lo que no es sostenible, tampoco, es una cierta idea de capitalismo, cultivada por el economicismo del marxismo occidental. Lenin definía el capitalismo imperialista como reaccionario, a diferencia del capitalismo competitivo en el cual Marx veía aún aspectos “progresistas”. La financierización y la economía de la deuda han construido un monstruo que conjuga capitalismo / democracia / fascismo, lo que no plantea ningún problema a las clases dominantes. Nosotros deberíamos interrogarnos sobre la naturaleza del ciclo estratégico del enemigo e imponernos un solo objetivo: transformarlo en ciclo estratégico de la revolución.

*

[1] Los aranceles varían entre el 15 y el 50 por ciento. La reducción de la tasa impositiva se promete bajo la condición de comprar títulos del mercado estadounidense que tienen dificultades para encontrar compradores en los mercados y bajo la condición de transferir gratuitamente miles de millones de dólares a Estados Unidos

  • Los aranceles tienen un doble propósito, económico (Estados Unidos necesita dinero en efectivo para cubrir sus déficits) y/o político (la India comercia libremente con Rusia, etc. y Brasil “perseguía” a Bolsonaro).

  • Imposición de comprar energía de Estados Unidos a un precio cuatro veces superior al del mercado: Europa prometió comprar por 750 mil millones de dólares, una cantidad que Estados Unidos no tiene disponible.

  • Obligación de invertir miles de millones de dólares en la reindustrialización estadounidense (Japón, Europa, Corea del Sur, Emiratos prometieron cifras astronómicas; Europa 600 mil millones, considerado por Trump un “regalo”). Inversiones que quedarán a discreción de Estados Unidos, bajo la amenaza de un aumento de aranceles.

  • Obligación de comprar armamento del complejo militar-industrial-universitario de Estados Unidos, bajo la amenaza de un aumento de aranceles.

  • La “Ley Genius” autoriza a los bancos a mantener stablecoins (monedas estables) como moneda de reserva para hacer frente a las dificultades de colocar los títulos de la enorme deuda pública. La condición política de estas stablecoins es que estén indexadas al dólar y sirvan para comprar deuda de Estados Unidos.

  • El arancel del 39 por ciento impuesto a Suiza apunta al oro, del cual es una gran exportadora hacia Estados Unidos, porque los bancos (especialmente del sur) prefieren comprar y mantener oro en lugar de dólares.

  • Imposiciones a los fabricantes de chips para que los chips de exportación sean rastreables y, en su caso, puedan ser destruidos remotamente (ley en proceso de aprobación).

  • Exportación de tecnología según criterios políticos.

  • Obligación de abrir los mercados a productos estadounidenses exentos de cualquier impuesto, de la misma manera que los beneficios de las empresas tecnológicas de Estados Unidos no deben ser gravados.

  • Libertad para exportar cualquier producto estadounidense, incluso si la legislación europea lo prohíbe.

[2] Samuelson, Paul. “La economía a fines del siglo”. Ciencia Ergo-Sum, Revista Científica Multidisciplinaria de Prospectiva [en línea]. 2000, 7(1). [Fecha de consulta: septiembre de 2025]. Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=10401704.

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