CRÓNICA

El Salvador: cómo se vive el estado de excepción de Bukele en un pueblo

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Compartimos un fragmento de la crónica de John Gibler sobre Guarjila, un pueblo que padece el atropello gubernamental. El libro tiene también un ensayo de Fabio Luis Barbosa dos Santos y fotos de Miguel Tovar.

Guarjila es un pueblo que nació dos veces. De la primera nadie se acuerda de la fecha exacta, pero las ocho casas que por aquí había fueron destruidas en 1980, durante un bombardeo del Ejército. Esta fue una de tantas comunidades que sufrieron la política de “tierra arrasada” que desplazó a más de 11.000 campesinos hacia Honduras. “Había mucha injusticia en este país, por eso hubo guerra. El Gobierno hizo cosas horribles. Masacres. Fuimos a Honduras por miedo”, resume un hombre que entonces tenía nueve años. La guerra civil salvadoreña (1980-1992) entre el Estado y una coalición de fuerzas guerrilleras reunidas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), dejó más de 75.000 personas asesinadas, 15.000 desaparecidas y más de un millón en el exilio.

Guarjila volvió a nacer en 1987, cuando la guerrilla trajo de vuelta a los refugiados. “Si el Ejército despobló esta región, nosotros la vamos a repoblar”, dijeron los dirigentes locales del FMLN. La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados logró que el Ejército se retirara un poco, que la Iglesia católica aportara algunos granos y, apenas tres días después de su retorno, los refugiados empezaron a construir algunas champas –casas con palma y leña– y a limpiar la tierra para sembrar. “Aquí estaba desolado, no había nada de infraestructura, solo el Ejército esperándonos –dice otro hombre que pide que lo llame Andrés–. Estábamos en plena guerra. Vivíamos bajo bombardeos, ametrallamientos y combates. Salíamos a trabajar en grupos. Si uno salía solo, el Ejército lo agarraba y lo desaparecía. Pero en ese momento éramos bien unidos, había mucha solidaridad entre las familias”.

La repoblación fue un éxito. No solamente trajeron a refugiados de regreso a su país, se estaba haciendo comunidad en medio de la guerra. También fue un éxito táctico: muchos de los jóvenes que crecieron en el exilio y volvieron a la repoblación con sus papás entraron entonces a las filas del FMLN y combatieron durante los últimos años de la guerra.

Después de la firma de los Acuerdos de Paz, en 1992, se regularizaron las tierras de los refugiados y se entregaron pequeños lotes a los excombatientes. Por muchos años, Guarjila mantuvo la fama de ser una comunidad unida y organizada, pero todo fue cambiando entre las heridas abiertas que dejó la guerra civil, los encantos del guaro –un aguardiente de caña de azúcar–, las drogas, la emigración y las remesas. Ahora tiene una población oficial de 2200 personas, en su mayoría campesinos que fueron o son miembros del FMLN, la guerrilla convertida en partido. Este es uno de los únicos dos distritos del municipio de Chalatenango donde Nayib Bukele no ganó las elecciones de 2019. De hecho, aquí perdió brutalmente: 1191 votos para el FMLN, contra 171 para Bukele y 33 para el partido Alianza Republicana Nacionalista. En las elecciones legislativas en mayo de 2021, Guarjila fue el único distrito electoral en el municipio donde ganó el FMLN. A nivel departamental, Bukele y su partido arrasaron en ambas elecciones.

Este es uno de los únicos dos distritos del municipio de Chalatenango donde Nayib Bukele no ganó las elecciones de 2019.

Llego a Guarjila en mayo de 2022, cuando lleva poco más de un mes el régimen de excepción, la suspensión de las garantías constitucionales por decreto. La propaganda política del FMLN está regada por el suelo de la plaza de la comunidad. Nayib Bukele y la Policía Nacional Civil celebran las cifras de las detenciones masivas. Hay patrullajes y retenes por todas partes, incluso en las tranquilísimas calles de un pueblo como Guarjila. De día se ve a pocos jóvenes andar y, al caer la noche, no queda nadie.

El acoso en Guarjila inició con el arresto de ocho jóvenes que rondaban entre los 16 y los 35 años; el día que llegué a cubrir la situación, se llevaron a otro más. La cuenta de Twitter @chalateplus, un medio electrónico con sede en Chalatenango, publica fotos de los detenidos custodiados por soldados, con textos como el del 21 de abril, que declara a cuatro chicos “miembros de la MS-13 que atemorizaban a los habitantes del cantón Guarjila de Chalatenango”.

“Esos muchachos no le dan miedo a nadie. La verdad, aquí en Guarjila, no me da naditita de miedo. Yo nunca he visto a una persona pandillera, así declarada, que ande con tatuaje de esta pandilla u otra, que tenga eso de las letras, los números”.

Quien habla es Fanny Orellana, una mujer de veinticinco años, codirectora del programa de becas de la Tamarindo Foundation, un espacio comunitario creado en 1992 por John Giuliano, un jesuita neoyorquino de 61 años que abandonó los hábitos y trabajó con los refugiados que llegaban a Tijuana y luego se trasladó a El Salvador, donde buscó “acompañar a la gente en ese proceso revolucionario”, el de las guerrillas y la paz. Después de los Acuerdos, Giuliano se quedó en Guarjila, apoyó a los jóvenes salvadoreños y consiguió fondos hasta construir una comunidad de formación integral con una cancha de hockey, otra de fútbol, clases gratuitas de inglés, becas, préstamos para microempresarios locales, respaldo a grupos de mujeres y clases de equidad de género. En Guarjila todo el mundo conoce este espacio como “el Tamarindo” –por los únicos árboles que sobrevivieron a los bombardeos del Ejército en la guerra civil–, donde ahora los niños pasan tiempo jugando y estudiando. De hecho, Fanny logró titularse en Trabajo Social gracias a una beca del Tamarindo. Cuando se graduó, regresó a Guarjila para ayudar a otros como ella. Fanny me enseña la foto de @chalateplus y luego me cuenta la historia de Marvin Dubón Guardado, un chico de 16 años, arrestado dos días antes, a las siete de la mañana, cuando iba a comprar pan por encargo de su abuela. La policía lo tuvo esposado bajo el sol durante horas y después maniatado alrededor de un árbol en la Procuraduría en Chalatenango. Lo acusan de pandillero.

Vuelvo a mirar en @chalateplus la foto de los cuatro hombres detenidos. ¿Quiénes son? ¿Qué historia habrá detrás de esta imagen, una entre tantas que se publican por todo el país? ¿Qué mostraría su contexto sobre el régimen de excepción? Pienso en Foucault y sus precauciones de método: “Captar el poder en sus extremos, en sus últimos lineamientos, donde se vuelve capilar”.

Esa fotografía es un punto capilar del régimen de Nayib Bukele. Los cuatro hombres detenidos que aparecen en esta imagen con las manos esposadas hacia atrás, de izquierda a derecha, son Kevin Otoniel López, de 29 años; Jonathan Alexander Dubón, de 19; José Samuel Alfaro, de 33, y Jesús Alexander Miranda, de 18. Kevin Otoniel, el más alto, ve hacia abajo, su mirada alerta como si hubiera recibido un golpe o una amenaza. Jonathan Alexander baja la cabeza y cierra los ojos. José Samuel y Jesús Alexander miran de frente, resignados. Ninguno reta la cámara. Visten playeras, short, chancletas, pants, zapatos deportivos. No se les ve ningún tatuaje o emblema pandillero. Dos soldados enmascarados los flanquean con sus armas largas.

Decido ir a las casas de los cuatro, hablar con sus familias, algunos de sus empleadores, amigos y conocidos. Lo que surge es un retrato de jóvenes que trabajan y tienen aficiones distintas. Puede que alguno fume “un cigarrillo de los que dan risa” o “se va a tomar con sus amigos”, pero igual y ni eso. Entre ellos se conocían, como en todo pueblo pequeño, pero no formaban un grupo de amigos, ninguno es muy cercano al otro. Lo que los une es su captura el 21 de abril de 2022.

Stela Cruz se mueve como si caminara por debajo del agua, el dolor en su rostro resiste todo esfuerzo por disimularlo. Ella es la madre de Kevin Otoniel López. El 21 de abril, Stela estaba trabajando en la clínica de Guarjila, encargada del área de estadística, cuando Kevin Otoniel llamó para avisarle que había policías en la puerta de la casa y amenazaban con llevárselo. Stela regresó corriendo a tiempo solo para ver cuando lo subían a una patrulla. Desde entonces no pudo verlo. Las autoridades le prometen audiencias sin especificar fechas. “Las audiencias las están haciendo de manera virtual y con 150 o 200 detenidos. No tienes derecho a un abogado ni a nada”. El día de su arresto “estaba cocinando, ni le dio tiempo de almorzar”, dice desesperada.

Kevin Otoniel habla inglés y trabajó como intérprete para delegaciones de estudiantes de Estados Unidos que visitaban el Tamarindo. “Es increíblemente amable –dice John Giuliano, el fundador–, muy inteligente y respetuoso. No es ningún pinche terrorista”. El chico cantaba y tocaba el kazoo con un grupo de ska-punk local llamado Guarjila Alternativa Libertaria. Había empezado a estudiar la licenciatura en Inglés en la Universidad Nacional de San Salvador, pero la dejó durante la pandemia. Desde entonces trabajaba como jornalero, ayudaba a su mamá en la casa; le encantaba salir a caminar por los cerros y tomar fotografías con un dron.

“Las audiencias las están haciendo de manera virtual y con 150 o 200 detenidos. No tienes derecho a un abogado ni a nada”.

Le pregunto a su madre si sabe en qué cárcel tienen detenido a Kevin Otoniel. “Cuando pregunté al abogado de la Procuraduría, me dijo que el penal de Izalco está lleno, que todos los últimos casos han ido para Mariona –dice con la mirada quebrada, la voz en pedazos–. En las mismas queda uno, en la misma angustia. No resuelven nada”.

La casa de Teresa tiene un pasillo bajo un techo de lámina que hace también de patio. Aquí detuvieron a su hijo Jonathan Alexander Dubón el mismo día que se llevaron a Kevin Otoniel López. Los policías también llamaron desde la reja, dijeron que habían visto a alguien corriendo por ahí. Jonathan Alexander estaba sentado en calzones y bajo la sombra, apenas había vuelto del trabajo, hacía un calor espantoso, apenas iba a comer. Se puso unos shorts y una playera y fue a la reja. Lo esposaron de inmediato, sin más explicaciones. “Los llevaron al parque. Les tomaron fotos y se fueron. No hemos sabido nada de él. Fui a la Procuraduría para llevar los documentos del proyecto donde él trabaja y me dijeron que lo tienen en Mariona”, dice Teresa, negando con la cabeza lo absurdo de la situación.

Jonathan Alexander tiene 19 años. Hasta esa tarde trabajaba en Mi Granja Guarjila, una microempresa de cultivo de hortalizas y cría de cerdos. Les iba bastante bien. Vendían sobre pedido, se agotaba la producción. “En 2019, Johnny tuvo intenciones de migrar –dice Marcos Antonio Rivera, presidente de la empresa–, pero conversando con el equipo de Mi Granja decidió quedarse. Soy testigo de cómo se ha ido escalando en tres años y medio de este proyecto. Se ve cuando un joven quiere superarse”. Después de dos años trabajando, Jonathan Alexander aplicó para una visa de trabajo de dos años, como aprendiz de carnicero en Canadá, donde podría estudiar y trabajar a la vez, con un salario y el viaje pagado. Fue una de esas oportunidades que pueden cambiar el rumbo de la vida de alguien. Jonathan Alexander esperaba noticias de su solicitud, emocionado. La embajada canadiense llamó a la casa el día después de su detención para informarle que le habían otorgado la visa.

José Samuel Alfaro es el tercer joven, de izquierda a derecha, que aparece en la foto de @chalateplus. “Ya no aguanto la depresión que tengo. Yo no sé dónde está mi hijo. No he podido ir a ver. No tengo dinero para irlo a buscar y llevarle dinero. Lo sacaron del taller donde estaba trabajando, debajo del carro, sin darle ninguna explicación al dueño del taller. Adonde quieras, eso no es justo”, dice Julia Alfaro, su madre, quien habla con una mezcla de agotamiento, cólera y desesperación, sentada en una hamaca que se menea suavemente, mirando al suelo, tragando angustia.

Marlo Morales, dueño del taller Los Primos, donde José Samuel trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde, dice que el arresto ocurrió con prepotencia: “Dijeron que estábamos en régimen de excepción y que ellos tenían autoridad para entrar donde fuera”. Preguntaron quiénes tenían antecedentes penales, José Samuel admitió que había estado preso por portación y tenencia de un arma en 2013, que había cumplido con su condena. “A él lo vamos a llevar, búsquenlo en la cárcel”, dijo el policía.

José Samuel nació en un campamento de refugiados en Honduras, después de que sus padres fueron expulsados del país. Llegó a Guarjila de niño, durante la repoblación. Ha tenido muchos trabajos: campesino migrante en Estados Unidos, soldador y obrero de circo que va montando y desmontando el espectáculo, y arquero del equipo de hockey del Tamarindo, que ganó un campeonato centroamericano. Llevaba dos años como aprendiz de mecánico y guardia nocturno en el taller Los Primos.

Julia llevó a las autoridades una carta firmada por abogados constatando que el chico había cumplido su sentencia previa y otra más de su empleador, pero no las quisieron recibir. Suplica que venga una comisión de derechos humanos a El Salvador para investigar a Nayib Bukele y su régimen. “No hay derechos humanos. Nada. Él ha quitado todos los derechos –dice y baja la mirada–. El señor Bukele pidió a los jóvenes que votaran por él y mira las consecuencias, a todos los jóvenes los tiene atemorizados aquí en la comunidad, que ya no pueden ir ni a las tiendas”.

Volvamos a la foto. Jesús Alexander Miranda mira directamente a la cámara, tiene 18 años. Ama las motos. Su madre pudo comprarle una con el dinero que le envió su padre, que trabaja como carpintero migrante en Estados Unidos. Apenas tuvo su moto, Jesús Alexander la desarmó por completo. Su madre casi se infartó. Tres meses estuvo intentando rearmarla pieza por pieza, viendo tutoriales en YouTube, hasta que pudo arrancarla de nuevo. Así aprendió la mecánica, y a sus 16 puso un taller de reparación en el patio de la casa de su abuela. Ahí llegó la policía ese fatídico 21 de abril, a las dos y media de la tarde. Le pidieron su identificación y él se las dio. Uno de los policías dijo: “Ya solo uno nos falta, completemos el viaje”. Sacaron al muchacho a la calle, y cuando su madre, Deisy Miranda de Serrano, les preguntó adónde lo llevaban, le respondieron: “Va a ir a declarar, ya vendrá, señora”.

Deisy, quien como muchas personas con familiares en Estados Unidos tiene un poco más de recursos, subió a su coche y siguió a los policías. Esperó afuera de la comisaría ese día y el posterior, sin recibir información. A las tres de la tarde del día siguiente, vio que subían a los detenidos a un autobús. Alguien le dijo que los llevaban a Mariona. No le dieron nada de información, pero a las siete de la noche publicaron la foto en @chalateplus. “Esas cosas horribles de que [los jóvenes] atemorizaban a la comunidad no son ciertas. No es cierto eso de ‘quien nada debe, nada teme’. Ahora esto es un ‘régimen de decepción’, porque deja a toda la familia llorando”, lamenta Daisy.

En Guarjila dicen que no hay pandillas, pero sí hechos de violencia, como en cualquier lugar. Me cuentan de alguien que volvió de Estados Unidos a la comunidad hace un par de años y quiso controlar la venta de drogas; que mandó a matar a tres jóvenes que vendían marihuana en su territorio, un crimen que quedó impune.

Alfredo Hernández, alcalde de Chalatenango, me dice que los padres son las últimas personas en saber qué hacen sus hijos. Admite que ese municipio es “de los que tienen más bajos índices de violencia”, pero aun así, desde su oficina decorada con fotografías de Nayib Bukele, defiende el régimen de excepción. La entrevista dura una media hora, durante la cual el alcalde juega con su bolígrafo y mira constantemente a una asesora que no levanta la mirada de su celular. Dice que esto es constitucional, que puede haber fallas porque “ningún proceso dirigido por humanos es perfecto”, que no importa si es un período difícil, si algunos tienen que “sacrificar” algunos meses de sus vidas encerrados mientras “se limpia el país”. Dice: “Que si dañamos derechos como Estado a algunos ciudadanos, pues eso pasa siempre, en cualquier proceso. Y a lo mejor usted perdió tres meses de vida estando detenido sin causa justificada”, y poco después agrega: “Entonces, si ponemos con una mente racional y objetiva las cosas, creo que, así como muchos ofrendaron vidas en la guerra en su momento, creo que muchos dirían bueno, que fueron tres meses y gracias a Dios se limpió el país”. Nunca deja de sorprender la facilidad con que se habla del sacrificio ajeno desde el poder.

El alcalde de Chalatenango dice que esto es constitucional, que no importa si es un período difícil, si algunos tienen que “sacrificar” algunos meses de sus vidas encerrados mientras “se limpia el país”.

Luego, en uno de los más extraños y desafortunados usos de la primera persona para dar un ejemplo, Hernández me dijo: “Una cosa es que anden tatuados con el 13 o 18. Y otra cosa es que no anden tatuados. Pero usted al cerrar la puerta, no sabe qué hace esa persona. Usted puede estar hablando conmigo, pero no sabe si yo tengo algún tipo de nexo con un narcotraficante, con un pandillero, con un vendedor de drogas”.

Efectivamente, eso no lo sé.

Luego dice algo que puede explicar en parte la gran popularidad de Bukele: “La población había dicho, ‘y si ya sabemos quiénes son los pandilleros, los que mueven droga, ¿por qué no los van a traer?’ Eso decíamos siempre. Ahora estamos viendo que sí los están yendo a traer”. Y respecto a las personas detenidas que no han cometido ningún tipo de delito: “Nos tocó estar privados de libertad a lo mejor sin haber cometido un ilícito, pero si se demuestra en la justicia nuestra inocencia, vamos a salir”.

Si el sistema funciona, continúa, “tendrían que lograr una condena en más de 90% [de los arrestos]”, pero “esperamos que la gente que no tenga nada que ver pueda comprobar su inocencia, ¿verdad?”. La ambición de ese porcentaje poco tiene que ver con la presunción de inocencia, la investigación o el debido proceso, ni mucho menos con los hechos en sí. Pareciera corresponder, más bien, a la lógica política de una cuota.

Busco otras fuentes oficiales. María Chichilco, la legendaria comandante del FMLN que combatió en estas montañas y cañadas, retratada en el documental María’s story (La historia de María), hoy es miembro del gabinete de Bukele, primera ministra de Desarrollo Local. Converso con ella en el patio de su casa en Guarjila. Simultáneamente cariñosa y directa, me dice: “Estoy en un puesto que no lo busqué, pero estoy contenta porque ese puesto me permite hacer alguna cosa por la gente como yo. Unos hablan pestes de mí, los que están en contra del gobierno. Pero yo me lleno de felicidad cuando llegamos a un lugar y la gente no tiene agua y allá un charquito y allí va alguien con una cántara en la cabeza y le hacemos un proyecto de agua potable”.

Le pregunto sobre el régimen de excepción. “Yo le voy a decir la verdad con todo el dolor de mi corazón: yo creo que este arriscón que le están dando es bueno, porque conozco hechos terribles”, dice. Habla de ejecuciones de pandilleros a personas pobres, de violencia imparable. Cuenta una historia de una mujer que tenía un puesto de aguas frescas en Soyapango. Un día llegó un pandillero y le exigió 12 aguas. La mujer dijo que no le alcanzaba para regalar 12 aguas, que así no podría comprar el azúcar para preparar las aguas del día siguiente. El pandillero, dijo María Chichilco, sacó una pistola y la mató.

No tengo idea si esta historia es apócrifa o no, pero es verosímil. En Guarjila están sacando a los jóvenes de sus casas y de sus trabajos, no son pandilleros; aquí no se vivía bajo ese terror. Pareciera que están llevando a muchas personas que no tienen nada que ver con las pandillas, le digo.

Sopesa cuántos inocentes serán detenidos. “Debe haber. Habrá algunos que se van, en río revuelto, ganancia de pescadores. Pero yo le voy a decir una cosa, la inmensa mayoría están un poquito tentaditos, hay algún lío, hay alguna alianza. El que no la deba saldrá, pero la inmensa mayoría la deben”.

No me convence su confianza en el proceso y busco hablar con alguien de la policía nacional. Un detective se niega, pero luego accede un oficial que pide no revelar su nombre. Afirma que él no quiso ser policía. Fue guerrillero y su comandante lo mandó a enfilarse en la entonces nueva Policía Nacional Civil después de la firma de los Acuerdos de Paz. Conoce bien los operativos en todo Chalatenango y dice no saber de pandillas en Guarjila. A la pregunta de por qué los arrestan, si tienen una cuota que cumplir, responde sin rodeos: “Hay que agarrar a como cincuenta mil, creo. Sí hay una pequeña cuota: son veinticinco diarios, o treinta, algo así. Hay que llegar a una cantidad diariamente en cada departamento. Sí hay una cuota”.

A mediados de mayo de 2022, semanas después de los arrestos, las calles de Guarjila están semi vacías. Los niños caminan a la escuela de ida y vuelta sin detenerse a jugar en el parque o las canchas. Camino por toda la comunidad y vuelvo a visitar las casas de los jóvenes detenidos para preguntar si hay novedades. Sus familiares me reciben siempre con rostros desencajados de dolor y la respuesta es la misma: nada.

Julia Alfaro viene regresando de la Procuraduría en San Salvador, donde le dijeron no saber de su hijo. Ella teme que lo desaparezcan. Y mientras cuenta eso, un hombre joven que no había visto antes sale de su cuarto y se sienta en el patio junto con nosotros. Se llama Hernán, es el hermano menor de José Samuel, tiene 30 años, es ayudante de albañil y padre de dos niñas. Relata cuánto le gusta el hockey a José Samuel y también pintarse el cabello, algo que en la Procuraduría dijeron que era prueba de agrupación ilícita. Para Hernán, el régimen de excepción tiene un modo claro: “Los que vamos a pagar somos nosotros, de estos cantones, que somos pobres. Aquel que tiene posibilidad no lo va a sentir tanto, pero nosotros que somos pobrecitos sí lo vamos a sentir”, dice, y agrega que el régimen le da miedo, que no sale de su casa por miedo a que lo detengan, solo va al trabajo; que le teme más a la policía que a los pandilleros. Y con razón: dos meses más tarde, en julio, la policía llegará por Hernán, lo sacará de su casa a las cuatro de la madrugada, ya despierto para ir al trabajo, a punto de desayunar.

Dos días después de este encuentro, en mi último día en Guarjila, paso por el Tamarindo a entrevistar a un grupo de mujeres que trabajan ahí, entre ellas a Noemí Alfaro Ayala. Después voy a la casa de Stela Cruz, la mamá de Kevin Otoniel. Me dice que en la Procuraduría le dijeron que no se preocupara, que en cuatro o cinco meses harán otra audiencia virtual y masiva en la que igual lo podrían condenar, dejarlo otros seis meses de cárcel mientras lo siguen investigando o soltarlo. “Yo ya no veo las noticias porque me pongo mal. Están muriendo en las cárceles, están sacando muertos ya todas las noches”.

Vuelvo al Tamarindo más tarde y veo a Noemí hablando por celular, caminando en círculos, llorando. “¡Se llevaron a mi sobrino! –dice–, ¡ahorita!”. Salimos a toda velocidad. Adán Alfaro Cruz tiene 21 años, es un campesino nacido en Honduras, hijo de refugiados que llegó a Guarjila con su esposa y su bebé hace cuatro meses para ayudar a su padre en el campo. Atravesamos el pueblo a pie, casi corriendo. Le pregunto a Noemí qué le habían dicho en la llamada, pero está tan preocupada –su hijo adolescente también se encontraba en la casa de su hermano donde entró la policía– que no puede articular más que “¡Se lo llevaron! Mi hijo está ahí también”.

Al llegar a la casa encontramos a Clemente, el padre de Adán, hablando con un vecino, aguantando el llanto. Justo el día anterior había entrevistado a Clemente. Tiene 57 años, doble nacionalidad salvadoreña y hondureña y creció entre los dos países. Estuvo en Chalatenango durante una parte de la guerra. Su hermano era comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que se unió al FMLN. Clemente estuvo en combates en los años 1984-85 y fue herido en un brazo con secuelas que persisten hasta hoy. Su hermano lo engañó para sacarlo a Honduras, fuera de peligro. Su hermano desapareció poco tiempo después. Clemente volvió con los Acuerdos de Paz y se dedicó a la agricultura, sembrando maíz y frijol para el consumo. Ahora trabaja cuidando casas, gana 6 dólares al día. Cuando le pregunté sobre el régimen de excepción, me dijo: “Este presidente está abusando mucho del poder. Lo que está haciendo con las maras está bien, pero están agarrando a mucha gente inocente, gente sin tatuajes que no andan en malos pasos. Aquí capturaron a unos muchachos. Ponen unos titulares en la prensa que esos muchachos extorsionaban, atemorizaban a la comunidad. ¿Cómo? Si esos muchachos pasaban por aquí en bicicleta…”.

A las cuatro de la tarde entraron seis policías a la casa de Clemente preguntando por Adán, pidiendo sus documentos. A Adán lo conocí en mi primer día en Guarjila. Estaba trabajando, cortando maleza en un terreno empinado justo enfrente de la casa de John Giuliano. Pasó por un vaso de agua y conversamos brevemente. Me dijo que venía de Honduras a ayudar a su papá con la siembra.

Adán les mostró a los policías su identificación hondureña y les dijo lo mismo, que había venido a ayudar a su padre. Un policía respondió que ya lo habían investigado, que era un gran pandillero, y se lo llevaron. Clemente dice que vio a un hombre al que todos conocen en la camioneta con los soldados: “Él es el que anda poniendo el dedo. Es un soplón”.

Monitoreo la situación en El Salvador durante los siguientes meses. El 14 de julio de 2022, la policía salvadoreña y los soldados realizan una redada en Guarjila durante la madrugada y se llevan a diez personas, entre ellas a Hernán Alfaro, el hermano de José Samuel. John Giuliano, el fundador del Tamarindo, me llama preocupado; dos semanas después organiza un evento comunitario –en contra de las prohibiciones del régimen– con el obispo de Chalatenango, Oswaldo Escobar Aguilar, para escuchar a la comunidad. El obispo fue la única figura pública que en entrevista conmigo criticó a Nayib Bukele. “El estado de excepción es un problema dirigido especialmente a una clase social”, me dijo. “El Salvador es un país que ha tratado siempre mal a la juventud. Cuando estábamos en la guerra civil se reclutaban jóvenes para uno u otro bando. Pasó la guerra y los reclutaron para alguna de las maras. Y las maras han sido crueles también, crímenes groseros ha habido. Y ahora tenemos este otro caso donde el Estado directamente está atacando a la juventud, y son jóvenes de un estrato de media para abajo. A los niños de las grandes colonias no les está pasando esto, nunca van a hacer un operativo por allí, ¿verdad?”

“Mi posición sobre el Estado de Excepción, si acaso debería de durar una semana”, dijo. Pero, en cambio, dura todo 2022, todo el 2023 y sigue. Cada mes el poder legislativo extiende el régimen por otros treinta días, una maniobra anticonstitucional que los jueces puestos por Bukele permiten.

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