PRÓLOGO

Interrogar el cliché, repensar nuestra bestialidad

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Prólogo al libro "En el claroscuro aparecen los monstruos", una compilación de artículos de coyuntura de Slavoj Žižek. "Desde su propio archivo de torpezas, el filósofo esloveno hace estallar el sentido de lo políticamente correcto", dice la encargada de introducir y editar este libro que editamos junto a LOM.

La referencia a Antonio Gramsci que da título a esta compilación es, a estas alturas, un cliché. Uno que en la izquierda se repite intercambiando el verbo «surgir» o «aparecer», pero que funciona como una contraseña: una frase que permite reconocernos en la desazón. En el Chile de la postderrota, tanto ideológica como electoral plebiscitaria –dos procesos constituyentes fallidos y un gobierno que, quizás como ningún otro, se había presentado como transformador–, reconocerse desde esa izquierda ya no es tan simple. El cliché ha operado como un mantra, como un eco cuya reverberación se pierde al intentar volver a nosotros. También genera una suerte de complicidad, cuando se repite en la incertidumbre, frente a ese no saber cómo volver a articularse, cómo hacer frente a la novedad que vuelve a representar la ultraderecha, los movimientos erráticos de los poderosos y la crisis socioambiental. En ese gesto pequeñísimo e insistente se cifra algo más que desesperanza, porque repetir no siempre es renunciar. Nombrar el interregno, incluso desde el lugar común, es también una manera de no entregarse al silenciamiento. Y es que en octubre de 2019 los monstruos –o las bestias– no eran una metáfora, sino nuestros cuerpos protestando, los láseres verdes en Hong Kong, los estallidos en Colombia, Puerto Rico, Ecuador. La frase de Gramsci volvió a circular como intuición compartida: algo está muriendo, algo no termina de nacer, quizás estamos pariendo, quizás intentando sostener las ruinas de lo que se cae.

Un cliché, en política, podría ser una consigna. Tal vez el triunfo de una consigna sea precisamente volverse cliché. Pero esta frase no contiene ninguna demanda concreta ni promete una construcción de futuro específico. Algo en ella sigue resonando justo en el punto en que el lenguaje se nos empieza a agotar. Anne Carson, en sus Variaciones sobre el derecho a guardar silencio, sugiere que recurrimos al cliché porque es más fácil que intentar crear algo nuevo; en él está implícita la pregunta: «¿no sabemos ya qué pensamos sobre esto?», «¿no tenemos una fórmula para esto?», «¿puedo mandar una tarjeta de saludo o pegar una foto que muestre cómo era en vez de intentar hacer un dibujo original?». Esa pregunta reaparece cada vez que no sabemos qué decir, cuando intentamos no estar del todo a solas en el no saber. Repetimos clichés como se repite un gesto de cuidado: no porque sean útiles, sino porque resisten el silencio. No nombran del todo, pero tampoco callan. En ese claroscuro entre ruinas y posibles, repetir es, a veces, una forma de sostener la incertidumbre colectivamente.

Este libro, que reúne algunos de los textos de coyuntura de Slavoj Žižek de los últimos dos años, es un mapa delineado bajo la luz tenue que arroja este claroscuro, una linterna en medio del loop, una colección de reflexiones, contestaciones y apuntes que, más que respuestas cerradas, ofrecen restos, desvíos y formas de abordar nuestras preguntas incómodas, sacando los trapos al sol.  Žižek, desde su propio archivo de torpezas, hace estallar el sentido de lo políticamente correcto con repeticiones incómodas, con chistes de esos que, supuestamente, las feministas prohibimos y que se cuentan en tono de complicidad, como una forma de rebeldía ante los lugares comunes que se han ido consolidando estos años. Pero tal vez esa incomodidad sea precisamente el punto: no cederles el lenguaje a nuevas formas moralizantes, sino insistir desde el borde donde las palabras todavía tiemblan. Hay algo en su gesto crítico y cercano que permite no estar de acuerdo, enojarse, e inclusive indignarse, con sus posiciones, agradeciendo la resonancia que habilita cierto retorno de ese eco perdido.

Los primeros ensayos de esta compilación se centran en la obsesión del fin del mundo, pero no como evento singular ni como profecía, sino como forma de vida. Ya no se trata de imaginar el apocalipsis y desesperar ante su desastre, sino de reconocer cómo convivimos con él. La guerra nuclear, la devastación ecológica, el colapso del deseo político: todo eso está ahí, a plena luz, aunque parezca no conmovernos. En esa opacidad, Žižek escarba con las uñas en la disociación contemporánea entre saber y actuar, entre amenaza y deseo, entre memoria y goce. Estos textos piensan el fin como síntoma, pero también como oportunidad: ¿y si el colapso fuera también un umbral para repensarlo todo? La amenaza de autodestrucción ya no es futuro, ni siquiera advertencia: es el fondo del asunto. En Dialécticas de la Ilustración Oscura, advierte que la guerra nuclear no es solo pensable, es gestionable. La amenaza de autodestrucción ya no es futuro ni advertencia, es nuestro fondo de pantalla: la posibilidad del fin ha sido incorporada al ritmo de nuestra vida cotidiana, como si la razón ilustrada hubiese digerido incluso la catástrofe.

Hay algo en su gesto crítico y cercano que permite no estar de acuerdo, enojarse, e inclusive indignarse, con sus posiciones, agradeciendo la resonancia que habilita cierto retorno de ese eco perdido.

Ese mismo adormecimiento recorre Figuras del fin del mundo, donde muestra cómo el colapso ha sido amortiguado por el conformismo. Ya no se espera un apocalipsis que nos paralice con su espectáculo. Desde la indiferencia generalizada frente a la militarización de Corea del Sur hasta la estetización de la guerra en redes sociales, lo catastrófico se vuelve consumo. El fin del mundo ya no llega como evento, sino como tendencia viral. Sin embargo, incluso en ese desierto afectivo, se abren pequeñas grietas: formas de arte popular, memorias encarnadas, flashes de colectividad, por ejemplo, lo advierte en las nuevas formas de escritura: «¿No contienen las novelas web también un inesperado potencial emancipador? ¿No indican muchas de sus características el surgimiento de una nueva forma de arte comunista? Una multitud mayoritariamente anónima forma redes espontáneas en las que los lectores y escritores se entremezclan, y el proceso de producción es potencialmente colectivizado: la figura del creador genial e individual desaparece, el arte pierde su elitismo y se convierte en un proceso popular y colectivo». El fin puede ser también un umbral para otra imaginación.

En Tras la victoria de Trump: de MAGA a MEGA, Žižek parte de una consigna leninista: «Inténtalo de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor». Con Trump, dice, la izquierda toca fondo. La nueva derecha populista ha logrado algo perverso: presentar al comunismo y al capitalismo corporativo como una misma amenaza y avanza en desmantelar cualquier límite ético en nombre de la libertad de mercado. Trump no solo encarna el autoritarismo; su proyecto consiste en permitir que el mercado opere en su forma más cínica, despojada de toda corrección, incluida la que frena el racismo, el sexismo o las mentiras más evidentes. Siguiendo a Alenka Zupančič, ve en él no tanto un heredero del conservadurismo clásico, sino una figura deformada de la propia sociedad posmoderna. Trump es la caricatura de nuestras permisividades, no su opuesto. Por eso sus escándalos no lo debilitan, y más bien en sentido contrario: generan identificación. Como si, en sus excesos, se reconocieran quienes han sido tratados como excesivos.

La amenaza de autodestrucción ya no es futuro ni advertencia, es nuestro fondo de pantalla.

Frente a esa parálisis, propone un gesto inesperado: politizar el error, hacer del tropiezo un umbral y no un epitafio. Fallar, sí, pero fallar mejor. En De mal en peor, continúa con un recorrido entre el neocolonialismo occidental y el falso colonialismo autoritario que se plantean como las dos opciones para África actualmente. Lejos de ofrecer salidas reales, advierte cómo ambas alternativas refuerzan ciclos de violencia y dependencia. En este sentido, es importante el giro que hace Žižek en este debate: no será gracias a los esfuerzos europeos por «iluminar» a los pueblos africanos que surgirá una transformación auténtica, sino más bien cuando se enfrente con seriedad el neocolonialismo que aún hoy sostiene –y reproduce– esos fundamentalismos que pretende combatir. La historia todavía puede tener momentos en que se abra la política, en que los días parezcan años.

Sin embargo, esto requiere repensar la hebra de la violencia. En No hay crueldad sin poesía, Žižek reflexiona sobre el retorno del castigo como espectáculo: desde la fantasía de reinstaurar ahorcamientos públicos hasta el goce que produce ver a los acusados torcidos en juicio. No se trata solo de la brutalidad de estas prácticas, sino del placer que despiertan, de esa sed de venganza disfrazada de justicia que inclusive arrastra a la izquierda en los populismos penales. ¿Estamos transitando hacia una cultura punitiva cada vez más brutal, donde la justicia se confunde con humillación pública? Aquí me interesa detenerme un momento para retomar esta discusión desde los feminismos. Esta estética de la crueldad –que en el texto aparece en su forma más cruenta– ha sido también duramente criticada, especialmente en su vertiente securitista, por autoras como Tamar Pitch. En El malentendido de la víctima, Pitch advierte que la centralidad que hoy ocupa la figura de la víctima en el discurso penal no ha servido para desmontar la lógica punitiva, sino para reforzarla. Se castiga no para reparar, sino para vengar. La víctima se transforma en justificativo de penas más duras, y su sufrimiento se instrumentaliza para legitimar un sistema que reproduce la violencia que dice combatir. En ese contexto, las feministas, y, en general, los movimientos sociales, enfrentamos un dilema: ¿cómo denunciar el daño sin convertirse en motor de castigo? ¿Cómo no dejarse arrastrar por una sed de justicia que termina reafirmando lo peor del sistema penal? La crítica de Pitch obliga a sostener la incomodidad: la justicia no siempre debe ser visible, y mucho menos espectacular. Tal vez su potencia resida, precisamente, en romper con esa lógica del escarmiento y repensar la centralidad de la figura de la víctima, así como las retóricas de la seguridad, que tanto se han normalizado en América Latina estos últimos años, en donde los afectos son rápidamente canalizados hacia el castigo, la indignación moral o la identificación inmediata.

Žižek denuncia el wokeismo como una nueva forma de control ideológico.

Para profundizar aún más en estas discusiones, en Cambiar las cosas para que nada cambie realmente, Žižek denuncia el wokeismo como una nueva forma de control ideológico. Mientras las nuevas derechas avanzan con eficacia emocional, territorial y narrativa, el progresismo parece girar en falso: culpabiliza cuando debería organizar, recuerda cuando debería anticipar, consigna cuando debería interrogar. Este paisaje de ruina simbólica produce un efecto colateral: la ironía se convierte en refugio, lo que retoma en OTAN, creencia y sarcasmo, donde muestra cómo el sarcasmo se ha vuelto la única forma aceptable de argumentar en el espacio público. La violencia ya no necesita ocultarse: se racionaliza, se estetiza, se convierte en objeto de panel, clip o meme, mientras continúa devastando cuerpos y territorios. El efecto no es la risa liberadora, sino ansiosa, conflictuada consigo misma. Cuando una lógica que normalmente pertenece al registro del chiste –la contradicción, el absurdo, la disonancia– es utilizada para justificar matanzas masivas, aquel discurso deja de funcionar, se vuelve irrelevante frente a frases como «error involuntario» o «daños colaterales», usadas para explicar la muerte de civiles, como si se tratara de una falla técnica menor. Entonces, lo cómico no desarma el poder: lo acompaña. Nos reímos, pero esa risa ya no alivia. Apenas enmascara la impotencia.

Frente a esto, recupera figuras del pensamiento político radical, no como modelos, sino como provocaciones. En La violencia de la verdad, relee a Robespierre y Lenin para insistir en algo que la democracia liberal no puede resolver por sí sola: la necesidad de la decisión. Una política que se limite a gestionar el consenso ya no sirve; por el contrario, necesita ser complementada por un poder que no tema interrumpir, declarar, tomar posición. Escandaloso, sí, pero quizás también urgente. En esta línea, el caso de Julian Assange, leído como tragedia contemporánea, condensa esta intuición. En Assange ha sido liberado, pero ¿qué hay de nosotros?, Žižek lo presenta como una figura que encarna el destino de la verdad en tiempos de vigilancia y espectáculo. La libertad de expresión ya no muere por censura directa, sino por el olvido administrado. El problema no es que nos repriman –sugiere–, sino que no recordamos qué queríamos decir, en las nuevas modalidades que ha cobrado la censura. La viga en nuestros ojos cierra este ciclo con una crítica frontal al progresismo occidental: su tibieza y su falta de imaginación frente a las formas contemporáneas del poder. La vigilancia, el castigo y el control de la información ya no son excepciones, sino como norma. Y, sin embargo, seguimos sin nombrarlas. Lo que Žižek exige no es pureza, sino decisión; no virtudes, sino preguntas capaces de echar luz sobre este claroscuro. Parafraseando a Benjamin, en su tesis VII sobre el concepto de la Historia, volviéndolas a un sol que despunte hacia el cielo de la historia, capaces de abrir otro momento político.

Nos reímos, pero esa risa ya no alivia. Apenas enmascara la impotencia.

¿Cómo llegamos, sin saber bien cómo, a un nuevo momento histórico en el que el genocidio se ejecuta a plena luz del día y es justificado en nombre de la civilización, de la seguridad, incluso de la humanidad misma? Con El momento de decir la verdad sobre Gaza, se inaugura una serie de intervenciones sobre Palestina que buscan no solo denunciar el horror, sino desarticular las lógicas ideológicas que lo vuelven aceptable, discutible, justificable en el norte global. Si Gaza es hoy un símbolo del sufrimiento palestino, lo es también del fracaso de los lenguajes ilustrados que prometieron el nunca más. El gesto inicial de Žižek, en este texto, es una crítica radical a la gestión temporal del discurso público: se puede decir la verdad solo cuando ya no importa. Quienes lo atacan en Alemania, en privado le dan la razón, pero insisten: ahora no es el momento, como aquí en Chile se repetía ante las protestas sociales, el «no es la forma».  Decirlo ahora puede tener efecto, y por eso no debe decirse. Es ese cálculo –cuando la verdad molesta porque podría transformar– el que identifica como la forma más cínica del consentimiento. De ahí a justificar el genocidio con mitología bíblica y arqueología de guerra hay un paso: la figura del enemigo, un pueblo que según ciertos «científicos» merecería su exterminio por violento. Una racionalidad genocida adornada con pruebas.

Pero Gaza no es solo bombardeada: también es instrumentalizada. En El fake alemán, Žižek responde a quienes exigen una semana de silencio antes del análisis, como si pensar críticamente impidiera el duelo. La dicotomía entre llorar y comprender es falsa. Cuando se desata una masacre, el pensamiento no es un privilegio frío, sino una forma de intervenir. El dolor no es exclusivo, insiste. En este marco, es muy precisa su cita al rapero Tamer Nafar: «¿pueden nuestros grandes corazones contener dos dolores a la vez?». Ese podría ser el verdadero universalismo ético: uno que no ordena jerarquías de duelo ni impone lutos administrados. De este modo, profundiza en una paradoja central del momento actual: el sionismo contemporáneo, dice en Judíos, entre el asimilacionismo y el sionismo, se apoya a veces en los viejos clichés reduccionistas y ofensivos del antisemitismo para legitimar su violencia. No sorprende que ciertos sectores antisemitas se apoyen con fervor en el expansionismo israelí: han convertido a Israel en su bastión de civilización y venganza. Gaza es, entonces, una escena donde, se despliega un odio genocida sin disimulo, donde, como señala Rodrigo Karmy en Palestina sitiada: «el sionismo configura y ejerce su crueldad en nombre de la víctima absoluta; en nombre de su (anterior) debilidad, el palestino resulta insoportable: no puede ser reconocido como víctima, sino como mala víctima al oponerse al daño y visibilizarlo».

Žižek rechaza también el pacifismo simétrico –alto al fuego «en ambos lados»– al caer en esa ilusión de que pueden confundirse opresor y oprimido.

La pregunta que recorre todos los textos es: ¿cómo es posible que se invierta la responsabilidad? ¿Cómo se exige que los palestinos condenen constantemente a Hamás mientras se permite que Israel destruya Gaza sin freno? En Israel sobre un volcán y La verdad tiene la estructura de la ficción, Žižek desarma la narrativa que presenta al agresor como víctima: Israel aparece como aquel que «no tiene otra opción», mientras que Hamás, paradójicamente, es el único agente libre. Y cuando la limpieza étnica se justifica como un «gesto humanitario», estamos ante una brutalidad sin precedentes: los bombardeos se vuelven «éticos», la expulsión se vuelve «voluntaria», y la Nakba no puede siquiera ser nombrada en voz alta. Gaza condensa así todos los antagonismos de nuestro tiempo: colonialismo, populismo, hipocresía liberal, descomposición de la democracia. En La gentrificación de Gaza, Žižek rechaza también el pacifismo simétrico –alto al fuego «en ambos lados»– al caer en esa ilusión de que pueden confundirse opresor y oprimido. En Gaza no hay simetría posible. La paz, en condiciones de ocupación que no permite resistencia de poder que la iguale, es siempre la paz del cementerio. En esta línea, profundiza su denuncia a la moralización del conflicto y la fetichización de la víctima como figura incuestionable. En El primer paso: reconocer el verdadero problema, retoma el hilo problemático según el cual todo agresor se presenta como víctima: el dolor, usado como legitimidad absoluta, bloquea la responsabilidad y clausura la política. Este texto es un llamado al coraje de sostener la complejidad: reconocer que la victimización también puede estar habitada por el goce, la negación o la revancha.

Si en Gaza se juega el límite de lo político, aquí se despliega el límite de lo ético, tal como ha sido entendido por la modernidad liberal: como una forma de regulación, una moralidad administrativa del comportamiento, una racionalización del deseo. En los últimos dos textos, Žižek indaga en los bordes de esa pretendida civilidad contemporánea –heredera de la Ilustración, pero capturada por las formas actuales del poder blando y el control afectivo– y la confronta con las tensiones que genera el exceso humano: el deseo, el goce, la necesidad de violencia para detener la maquinaria destructiva del mundo. En Súplica izquierdista en favor de la cordialidad, apunta al terreno frágil de las formas intermedias de la vida social: la cortesía, el humor, el lenguaje obsceno compartido, el «gesto civilizado» que no está codificado legalmente, pero que sostiene la posibilidad de convivir sin destruirse. El problema es que la moralización progresista, como tendencia a traducir toda disputa política en términos de virtud individual o culpa moral, bajo el ideal de lo políticamente correcto, ha comenzado a erosionar esa sustancia ética no codificada, ese terreno ambiguo donde se sostiene la civilidad real. En lugar de fomentar una ética situada, capaz de operar en lo incierto y lo contradictorio, esta moralización transforma la política en una pedagogía de buenas maneras. Lo que debería cuidarse como espacio ético espontáneo se convierte en un campo de sospecha, corrección y penalización. Lo políticamente correcto amenaza con sustituir lo común por lo normado, lo convivencial por lo administrativo.

Al debilitamiento de esta civilidad no normativa –hecha de gestos y ambigüedades– se le suma la amenaza más insidiosa: la de una política que disfraza su impotencia con promesas de armonía, moderación y retornos a una vida más sencilla. En ¡Contra el progreso!, dirige su crítica incluso contra uno de los proyectos más esperanzadores de la izquierda contemporánea: el ecomarxismo de Kohei Saito. Aunque bien intencionado, este modelo parte, según Žižek, de una imagen errada de la naturaleza humana  –una imagen que idealiza el deseo como algo domesticable, transparente y auténtico–. Frente a esa visión, sostiene que lo humano es precisamente lo que se resiste a toda estabilización, lo que incomoda y desborda cualquier intento de armonía. Por eso la apuesta por la desaceleración o la descentralización no alcanza a tocar el corazón de las crisis actuales. Ante respuestas parciales, necesitamos volver a insistir en la necesidad de rehabilitar la planificación a gran escala, no como nostalgia soviética, sino como única vía para intervenir en procesos globales que no se detendrán por sí solos.

En las ruinas de la izquierda, pensar sigue siendo posible. Pero no será a través de la nostalgia ni del gesto moralizante que se limita a repetir lo correcto. Tal vez solo quede el riesgo: atreverse a dudar incluso de lo más íntimo, de lo que se nos presenta como evidente, como esa cita vaciada de contenido y ya como cliché, que renueva su sentido ante las agudas preguntas y provocaciones de Žižek en estos textos. Interrumpir la repetición automática para hacer lugar a lo verdaderamente urgente. Desde ese pesimismo activo tal vez podamos imaginar otros modos de habitar nuestras monstruosidades, no para conmemorarlas ni prenderles velas, sino para parir lo nuevo, lo que todavía no termina de nacer.

 Sofía Brito

Abril de 2025

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