Más de 3000 firmas impulsaron su candidatura a la Convención Constituyente para las elecciones del 11 de abril de 2021. Es abogado constitucionalista y profesor en la Universidad de de Valparaíso (UV). También estudió filosofía e integra del colectivo político y editorial Communes, de Viña del Mar. Entre sus publicaciones se destacan La Constitución que queremos. Propuestas para un momento de crisis constituyente (LOM ediciones, 2019) y Constituyentes sin poder: una crítica a los límites epistémicos del Derecho moderno (Editorial Edeval, 2018).
Su nombre es Jaime Bassa y con él charlamos para entender por qué cree que Chile se encuentra en un momento histórico, destituyente y constituyente a la vez, “de esos en los que los pueblos escriben su historia”.
Octubre del 19
(y el colapso del modelo chileno)
Acá en Chile vivíamos en una especie de crisis permanente y no nos habíamos dado cuenta. No nos habíamos dado cuenta, entre comillas, porque la tasa de desempleo era más o menos pareja, siempre estuvo en torno al 5, 6, 7 por ciento; la tasa de inflación también siempre estuvo muy contenida. Pero había dos o tres elementos en clave económica que estaban un poco escondidos, que nunca se explicitaron demasiado. El primero es que nuestros salarios son muy bajos, en relación al PIB y al costo de la vida en Chile, y en Santiago sobre todo. Segundo, el mercado laboral es muy irregular: la gente dura muy poco tiempo en un mismo puesto de trabajo, incluso unos pocos meses. Entonces, hay mucho cambio y, por lo mismo, muchas lagunas. El tercer elemento es que hay un nivel de endeudamiento brutal, pero brutal, brutal. Las cifras hablan de que un 75 por ciento de las familias están sobreendeudas, especialmente con créditos de consumo y también hipotecarios. O sea, destinan casi un 25 por ciento de sus ingresos mensuales a pagar deudas y la relación deuda/ingreso es de cinco veces, con altas tasas de morosidad.
Y esta situación social y económica dista mucho de lo que pregonan ciertos intelectuales orgánicos del modelo neoliberal, como Carlos Peña. Él había instalado la idea de que el neoliberalismo implicaba una “modernización capitalista”. Y creo que si algo quedó claro desde octubre de 2019 es que en Chile no hay tal “modernización”, sino una estructura sociolaboral precaria, que no se sostiene en desarrollo sino en el endeudamiento.
Y eso fue muy evidente del 18 de octubre en adelante. Porque, claro, la gente empezó a trabajar menos, empezó a gastar menos, el comercio se empezó a quejar porque no había consumo. La gente trabajó hasta las cuatro, cinco de la tarde, no hasta las siete, ocho, nueve como lo hacemos regularmente, y el país funcionaba igual. Entonces ahí hubo gente que empezó a decir: bueno, ¿y qué está pasando? ¿Por qué trabajamos hasta tan tarde? Algo raro empezó a pasar de modo espontáneo.
Un círculo vicioso
(de endeudamiento y consumo)
Sin embargo, en cierto sentido el neoliberalismo ha sido exitoso aquí. Los criterios de validación social, de reconocimiento social y de éxito profesional, en Chile, son económicos: el auto, la casa, el reloj, la tele cada vez más grande. El consumo funciona como variable de validación y como modo de integración social. Pero para la gran mayoría de la población acceder a esos niveles de consumo implica endeudarse. Lo que genera un círculo vicioso muy precarizante y desmovilizador que despolitiza la sociedad y anula el pensamiento crítico. Nadie se pregunta por nada, nadie se cuestiona nada, nadie se junta con nadie.
Hay un nudo ahí que explica la revuelta, lo que quiebra el estallido, pero también al neoliberalismo desde nuestra postdictadura. La Concertación finalmente administra y consolida, a lo largo de diez años, el modelo neoliberal impuesto por la dictadura de Pinochet y la Constitución del ’80. Un modelo que funcionó de una forma muy sólida, casi sin ajustes. De ahí en adelante hubo muchas discusiones políticas que nunca se pudieron dar. Las condiciones para las primeras discusiones políticas se verificaron durante el gobierno de Ricardo Lagos, que gobernó del 2000 al 2006. Entre 2002 y 2003 estalló un escándalo de corrupción brutal. Y ahí se empezó a resquebrajar, poco a poco, el mito de que Chile es un país perfecto, de que su policía no es corrupta, etc.
Esto empezó a caerse de a poco. Quizá un momento clave fue el 2003, cuando el partido de extrema derecha chilena, la UDI (Unión Democrática Independiente) salva a Ricardo Lagos de la crisis institucional y política en la que había entrado su gobierno por los casos de corrupción: se descubrió que los ministros recibían todos los meses, y de forma irregular, sobres con efectivo para “inflar” sus sueldos. De ahí en adelante la agenda transformadora del gobierno socialista fue muy, muy contenida. El gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) inicia con una crisis social importante producto de la fallida implementación de nuevo plan de transporte licitado de la capital y parte importante de sus energías son destinadas a enfrentar dicha crisis. Luego Piñera, en su primer gobierno, (2010-2014) se dedica a contener la agenda transformadora y a administrar el ciclo de protestas sociales que se inicia con la revuelta estudiantil de 2011, pero en 2018 vuelve con la aplanadora, muy fuerte, con una agenda de profundización del modelo neoliberal. Por eso emerge con esta fuerza un malestar que hacía rato se estaba acumulando.
El narcismo de la elite
(bastante ordinaria)
Los primeros días posteriores al estallido se escuchaba una y otra vez que “nadie la vio venir”, pero yo no creo que sea así; mucha gente lo vio venir. Lo que pasa es que esa gente que lo vio venir no siempre es escuchada o considerada por la élite, como la academia. Y ni hablar de la élite política y empresarial, que están por allá arriba, muy separados de lo pasa entre la gente común, sin un conocimiento efectivo de cómo es la vida cotidiana en los distintos sectores de la sociedad, especialmente en las clases populares.
La presunta estabilidad económica chilena previa al 18 de octubre, que posibilitaba la vida acomodada de una élite, solo era posible sobre condiciones ultra precarizadas de trabajo y altos niveles de endeudamiento. Ellos no entienden, por ejemplo, que aunque los números macro económicos estén bien, prácticamente todas las economías familiares están reventadas. Y al revés: esa élite tiene los números macroeconómicos que tiene porque hay una clase trabajadora que se rompe el lomo, que se sobre endeuda. Y que cuando ese sector cobra visibilidad y demanda mejores condiciones de vida, esa estabilidad tambalea. Incluso por su propio interés la élite debiera reflexionar y entender que sus condiciones de vida dependen de nuestro trabajo.
Entonces, claro, mientras más separados estén, más fácil es para la élite mantenerse allá arriba mirando el mundo a partir de categorías abstractas y universales, analizando sus números macroeconómicos. No alcanzan a entender el impacto que las condiciones materiales de existencia generan en la vida individual y en la forma en que se van configurando los sujetos a propósito de esa vida. Creen que con decir que somos todas personas es suficiente; con que la Constitución reconozca, formalmente, el derecho de propiedad para todos es suficiente. Ahí hay un desafío casi en un plano filosófico que es hacerse cargo del fin de la metafísica, del fin de los universales, una reflexión que la derecha chilena está lejos de hacer.
Es una élite política y empresarial con muy poca formación cultural, bastante ignorante, que no entiende lo que está pasando en la sociedad. La élite liberal conservadora chilena del siglo XIX era mucho más ilustrada, estudiaban en Europa, después en Estados Unidos. Pero la actual es muy ordinaria, con tan poca formación intelectual que a principios de 2019, el que era ministro de economía, José Ramón Valente, llegó a decir que leer literatura era una pérdida de tiempo, que él solo leía para estudiar. Esto muestra el tipo de élite que tenemos: ignorante y desconectada de la sociedad. Y eso explica su incapacidad para procesar la dimensión estructural que tienen las demandas sociales que estallaron el 18 de octubre: mucho “orden público”, mucho carabinero –incluso militares la primera semana–, pero las propuestas gubernamentales siguen siendo básicamente las mismas del año pasado: un incremento porcentual por aquí, un financiamiento adicional por acá, pero no hay nada de fondo.
Una, dos, mil demandas antineoliberales
Las demandas son de todo tipo y se vinculan a la salud, a la educación, al trabajo, a la seguridad social, al medio ambiente, al agua, a la igualdad ante la ley, al fin del patriarcado; todas demandas que tiene su propia historia, que han sido levantadas durante los últimos treinta años, desde el año ´95, por lo menos. Y son todas demandas que han sido postergadas, invisibilizadas. En algún caso se las atendió con reformas parciales, casi siempre reforzando más que atenuando el modelo neoliberal. El mejor ejemplo de eso es la “gratuidad universitaria” que se propuso aquí en Chile y que no es gratuidad universitaria propiamente tal, sino un subsidio a la demanda sobre la base de una serie de requisitos de acceso. Y todas las otras demandas están ahí, pendientes. Por ejemplo, después del mayo feminista del 2018 no hubo reformas estructurales que recogieran las demandas del movimiento.
Entonces, claro, cuando hay este nivel de indiferencia y de abuso por parte del gobierno sucede lo que sucedió el 18 de octubre: todos esos actores sociales, más o menos politizados, más o menos articulados –casi siempre, menos articulados– se encontraron en la calle. A partir de cierta identificación con los estudiantes secundarios, primero, y de la resistencia contra la ocupación militar de la ciudad, después, distintos sectores de la sociedad se fueron dando cuenta de que tenían demandas comunes. De ahí surge una suerte de reivindicación más transversal, y empezamos a ver muchos letreros, muchos carteles, muchas pancartas directamente antineoliberales. Y claro, como todas esas demandas son demandas que se dirigen contra derechos fundamentales que están reconocidos en la Constitución, no había pasado ni una semana y ya alguien dijo: “nueva Constitución”, recuperando una de las demandas que venía de antes.
La ilegítima Constitución del ’80
(y su desproporcionada centralidad política)
La Constitución se aprueba en septiembre del ’80, promediando la mitad de la dictadura, pero a la semana del golpe ya se estaba pensando en cambiar la Constitución. En agosto del ‘80 hay una gran manifestación política a favor de una Asamblea Constituyente, la primera gran manifestación masiva, siete años después del golpe; un acontecimiento político importante. El orador principal de esa jornada fue el ex presidente Eduardo Frei Montalva, que después fuera asesinado por la dictadura.
Entonces, desde ese momento, la Constitución tiene una centralidad muy importante, que se extiende a todo el proceso de la transición, con el plebiscito del ‘88 y las reformas constitucionales del ’89. “Esta es nuestra constitución”, tiene que salir a afirmar Patricio Aylwin, el primer presidente que asume después de Pinochet en el ’90, tratando de zanjar la ilegitimidad de origen que tiene esta Constitución y validando la estrategia definida para luchar contra la dictadura utilizando su propia Constitución. Una Constitución redactada en dictadura y que expresa un proyecto político particular, de signo completamente contrario al gobierno elegido democráticamente y derrocado por las Fuerzas Armadas de Chile. Es una Constitución completamente ilegítima tanto en su origen como en su ejercicio.
Toda la década del ‘90 está marcada por la discusión sobre reformas constitucionales. La elección presidencial de Ricardo Lagos, en el 2000, también estuvo marcada por la demanda de nueva Constitución; lo propio en las elecciones de 2009. Por otro lado, el movimiento “Marca tu voto” emerge para las presidenciales de 2013, luego contamos el proceso constitucional de Bachelet en 2015. Una demanda social latente todos estos años. Cuando estalla el 18 de octubre, ya hay un grupo social organizado por una nueva Constitución que venía también trabajando de antes, por lo que cuando empiezan a articularse todas estas demandas, el tema constituyente vuelve a emerger.
Pero, además, la Constitución tiene una enorme centralidad en la actividad política del país, porque ha sido sistemáticamente utilizada como un instrumento para evitar los cambios sociales, incluso aquellos empujados desde la institucionalidad. La Constitución fue utilizada, por ejemplo, contra la Ley de despenalización del aborto, y contra toda ley que avanzaba en derechos sociales en educación y salud, sobre todo. Por eso decimos que la Constitución no solo es ilegítima de origen, sino también que es ilegítima en su ejercicio, porque tiene un núcleo excluyente, anti democrático, una serie de “trampas” constitucionales, de enclaves autoritarios e instituciones contra-mayoritarias que bloquean cualquier intento de avanzar en derechos sociales que beneficien a la población.
Los cambios que instaló esta Constitución del ’80 son estructurales, este es otro país, uno neoliberal. Y ese “otro país” es extraordinariamente bueno para cierto sector de la sociedad. Para los sectores privilegiados vivir en Chile es un paraíso, porque los servicios sociales –que cada cual financia– para esos sectores son de primer nivel. Y tienes tus espacios segregados, protegidos, al resto de la población prácticamente no la ves. El problema es que somos 18 millones de personas, y para el resto es vivir en la América Latina más profunda y precaria. Y esa dicotomía social es posible gracias, en gran medida, a la Constitución.
Por eso el debate constituyente es tan importante. Cuando el 18 de octubre se produce una rebelión contra un determinado modo de vida, contra la hegemonía de la razón neoliberal, todos entendemos que este modo de vida está condicionado por lo que dice la Constitución. El debate constituyente es, en nuestro caso mucho más importante que en otros regímenes de democracias constitucionales donde el eje está puesto en la ley, en los parlamentos. Las discusiones en los parlamentos pueden reflejar más o menos la voluntad popular, pero es un órgano donde hay representantes. Detrás de la Constitución no hay un órgano con representantes, no hay nada. Está la figura de Jaime Guzmán, está la figura de Pinochet, está el Tribunal Constitucional que ha jugado un papel central en la defensa del proyecto político que la dictadura escribió en la Constitución.
El proceso constituyente que dispara el estallido
En la base de este proceso está, naturalmente, el estallido, pero más puntualmente está el Acuerdo por La Paz y la Nueva Constitución que se aprobó el 15 de noviembre, en medio de la revuelta. Y luego se aprobó la reforma constitucional que hace posible ese proceso. Mirada en retrospectiva: esa semana del Acuerdo por la paz fue muy intensa e interesante, porque empieza el lunes 11 de noviembre a la noche, cuando el presidente de la república propone por cadena nacional “reformas sustantivas” a la Constitución, una declaración que generó tanta molestia que el martes 12 hubo una huelga general, que debió enfrentar una represión policial muy dura. Ya habían pasado tres semanas del estallido del 18 de octubre y no se había avanzado prácticamente nada. Las reformas a la Constitución que anunció el Presidente eran las mismas que propuso en su campaña electoral y la gente dijo: “si no conseguimos cambios ahora no los vamos a conseguir nunca”.
Esa jornada del 12 de noviembre fue muy dura. El 12 de noviembre en la noche el presidente estuvo a punto de decretar el estado de sitio, más gravoso que el declarado la primera semana de la revuelta. Y fue una semana muy tensa. El 14 empiezan las negociaciones para firmar el Acuerdo por la Nueva Constitución, que se firma el viernes 15 a las 3 de la mañana. Mirado en retrospectiva, el Acuerdo es claramente un triunfo de la movilización social, aunque con esto no quiero defender todo su contenido. Pero, para bien o para mal, la correlación de fuerzas hizo posible un acuerdo como éste, pero detrás de esa correlación de fuerzas está necesariamente la movilización social, en particular la huelga general del 12, que debe ser la huelga general más importante desde la época de la dictadura, desde el ‘86.
Por eso sería ingenuo desconocer que el gobierno intentó descomprimir la tensión social que se vivía en la calle; buscó una suerte de “pacto de gobernabilidad” dentro de la élite que, desde la política constituida, intentó contener la situación. Pero no es que la élite hubiese estado dispuesta voluntariamente a ceder, es lo que se vio obligada a ceder por el estallido del ’18 y la movilización del ’12. No se logró vivir como un triunfo porque el acuerdo tiene algunas cláusulas, algunas concesiones muy controvertidas, que son las cláusulas que puso la derecha, como la del quórum de dos tercios para la Convención Constitucional. Y, además, porque hay una desconfianza estructural muy profunda contra la clase política, casi todo lo que viene de ahí es sospechoso. Pero mirado en perspectiva, no hay duda de que la apertura del proceso constituyente fue una conquista de la movilización y el contundente triunfo en el plebiscito de octubre de 2020 lo confirma, plebiscito que marca un hito e implica un mandato popular irreversible. Todo lo que ocurra de ahí en adelante debe ser leído a la luz de ese mandato popular por una nueva Constitución que hay que respetar.
El hilo institucional
El proceso constituyente tiene básicamente tres etapas. La primera fue el plebiscito de octubre, luego está la elección del órgano constituyente en abril de 2011 y una tercera etapa que es la elaboración de la Constitución. En el plebiscito del 25 de octubre, el pueblo fue convocado para contestar básicamente dos preguntas: si quería una nueva Constitución, aprueba o rechaza, y ¿qué órgano quería que lo redacte?: una “convención constitucional” elegida íntegramente por sufragio universal o una “convención constitucional mixta” compuesta 50 por ciento por diputados y senadores en ejercicio y 50 por ciento por ciudadanía elegida para tales efectos. Esas fueron las dos preguntas.
La Convención Constitucional se impuso con cerca del 80% en el plebiscito de octubre de 2020, por lo que sus integrantes serán íntegramente elegidos por sufragio universal y con la sola finalidad de redactar una nueva Constitución; eso es una Asamblea constituyente. Tiene otro nombre, es verdad. Se ha sostenido que existe una una diferencia significativa en la forma de deliberación política entre la Convención y la Asamblea, pero creo eso que más allá del nombre, la clave radicará en las condiciones políticas y sociales que hacen posible la deliberación en la Convención Constitucional, y eso lo veremos durante el trabajo de la Convención. El carácter constituyente estará determinado por las condiciones de participación política de la ciudadanía, por el carácter paritario de la Convención, por la presencia de sectores independientes, de pueblos originarios. Si esas condiciones se dan y la ciudadanía logra abrir el espacio para una participación incidente, será una Asamblea Constituyente.
El problema es que la reforma que se aprobó trata de ponerle ciertos límites a la Convención Constitucional. Pero, a mi juicio, la mayoría son declaraciones más de principios que otra cosa, no hay ninguna posibilidad de hacer efectivos esos límites. Por ejemplo, la Convención deberá respetar los tratados internacionales, aunque sin mayor especificación. Distinto sería que dijera: “la Convención no puede reformar el capítulo tercero de la Constitución”. Eso ya sería afectar la potencia constituyente. Porque lo importante es que la potencia constituyente de la Convención se juega en la medida en que pueda tomar decisiones al margen del proyecto político de la Constitución vigente. Hay gente que dice que no, pero yo creo que esa garantía está.
Pilares de una nueva Constitución
Es importante preguntarse qué elementos hacen de una nueva Constitución algo nuevo en Chile. Pienso que dos dimensiones o líneas de transformación deberían distinguir a la nueva Constitución de la actual: uno, derechos sociales no mercantilizados. Dos, desconcentración del poder en términos políticos y territoriales, un diseño institucional que sea funcional a la desconcentración del poder. “Nueva” no puede significar cambiar la redacción de la actual, sino que debe expresar una nueva estructura de poder social. Y no es una distinción menor.
En el mundo del derecho es muy frecuente creer que una reforma jurídica es suficiente para hablar de una nueva Constitución. Entonces, hay quien dice que la Constitución actual no es la Constitución del ´80 porque hubo una reforma en el ´89, porque hubo otra reforma el 2005. Entonces, dicen que esta no sería la Constitución de Pinochet, sino la de Ricardo Lagos. Es un error, podría ser una falacia, pero pensemos de buena fe y digamos que es un error. Y es un error porque el corazón de la Constitución actual es el de la Constitución del ´80 que, a su vez, es el corazón del proyecto político de la dictadura. Éste consiste, centralmente, en la irradiación de la razón neoliberal a todos los ámbitos de la vida, afectando los derechos sociales fundamentales de las personas comunes y corrientes. En el caso de Chile, como decíamos, esto está acompañado por un diseño jurídico que es funcional a la acumulación del poder económico, pero también social y político.
Desde esa perspectiva, una nueva Constitución tiene que responder a las demandas sociales del presente, pero también a la necesidad de organizar de una nueva forma el poder en la sociedad chilena. Insisto, son estos dos pilares: derechos sociales garantizados de manera universal por fuera del mercado (salud, educación, seguridad social, trabajo, vivienda, agua) y un diseño institucional que le permita a la sociedad desconcentrar el poder que se ha venido acumulando en muy pocas manos en los últimos cuarenta y siete años, desde del golpe de Estado.
Una desconcentración del poder transversal, que es territorial desde luego. Chile, a pesar de su estructura geográfica, es un país muy unitario, muy centralista. Y esa centralización del poder también se da a otros niveles, por ejemplo, respecto de los pueblos originarios, o en las relaciones de género, o en las relaciones entre la población nacional y la población migrante. Una desconcentración, también, en clave de la acumulación del capital cultural, a la que el sistema educacional privatizado es funcional. Una desconcentración del poder, por ejemplo, que sea funcional a la democratización de las AFP. Hoy día, el 10 por ciento del salario de todos los trabajadores y trabajadoras del país se lo quedan cinco empresas que lo invierten en distintos instrumentos financieros, cuando esos fondos podrían fortalecer la vida social. Es una forma de acumulación por despojo que es muy clara, muy patente. Y es la misma forma de acumulación que opera con el agua, el medio ambiente y las zonas de sacrificio.
Entre la desmercantilización de los servicios sociales fundamentales y la desconcentración del poder se abren muchos cruces que nos permiten pensar en una forma de organización política y social distinta, donde la ciudadanía sea más responsable del papel que le corresponde jugar. Eso es lo que permitiría alumbrar una nueva Constitución, una que permita pensar otra forma de organizar el poder político, el poder social. Se trata de una pelea es de largo aliento, porque tiene raíces culturales. No vamos a erradicar el machismo por decreto de una norma constitucional. Podemos garantizar los derechos de la mujer en autonomía sexual y reproductiva y de ahí habrá una larga tarea para hacer eso efectivo. Pero el puntapié inicial puede muy bien ser una nueva Constitución. Pero claro, el puntapié inicial es un camino más bien largo.
La constitución material del neoliberalismo
¡Qué mejor que dar con una redacción de un texto constitucional que nos permita decir: “ya, se acabó y de aquí en adelante, otra vida”! Pero las constituciones tienen un ámbito de acción mucho más acotado. Las esperanzas que hay que poner en la nueva Constitución deben ser ajustadas, porque su potencial transformador debe ser completado por una acción política permanente, que va más allá del texto. Por otro lado, hay muchos elementos de esta convivencia política y social que están muy enraizados en nuestras vidas, en nuestros cuerpos, en nuestras cotidianeidades, en nuestro día a día. Y se ha naturalizado a un nivel que hay muchas dimensiones de la vida que están atravesadas por la razón neoliberal que, hasta hace pocos meses, casi no nos molestaban.
Por ejemplo, en este país se ha entendido como normal pagar por la educación. Entonces, todas las universidades son pagadas, hasta las estatales. Eso es lo “normal”. Uno podrá terminarlo de un día para otro por decreto, pero en la cabeza de cada una y de cada uno de nosotros va a seguir la idea de que “oye, algo raro hay aquí”, porque se han instalados ciertos idearios que no será fácil superar, del tipo “esta gente quiere todo gratis”, “lo público es malo”, “debe ser mejor ésta que es pagada que la otra que es gratis”. Hay muchas transformaciones que los pueblos tendrán que empujar, que son “culturales”, en tanto se han enraizado una razón neoliberal hegemónica en nuestra cotidianeidad.
En ese sentido, el proceso constituyente cumple un papel súper importante, no tanto por lo que diga la nueva Constitución –que naturalmente será muy importante–, sino por el tipo de discusión y participación política que se active a partir de este proceso. Que se empiece a ver que hay otras formas de vida que son posibles y que funcionan bien, que esta forma de organización política y social que conocemos en Chile no es algo normal o evidente, sino que responde a determinados objetivos políticos y genera ciertos efectos en la configuración de la sociedad. Por ejemplo, en Chile está completamente normalizada una forma de mercantilización de la vida que, prácticamente, te obliga a pagarlo todo y a precios que encarecen en demasía la vida de la población, dada su desproporción respecto del ingreso medio.
Los límites del Estado de bienestar
Los momentos de crisis constituyente como el que actualmente vive el país son muy potentes, sobre todo porque tienen en la base una dimensión destituyente que no afecta solo a la elite política que está en los cargos de poder, sino que es destituyente respecto del modelo. Hay una destitución de lo neoliberal en curso. No queremos (solo) sacar a Piñera, sino que queremos un modelo que no sea neoliberal. Y eso genera condiciones súper interesantes para pensar formas de organización política distintas. El problema es que es difícil pensar aquello que antes no ha sido pensado, en especial considerando que nuestras condiciones de posibilidad, incluso del pensamiento, hoy día son neoliberales. El estallido sacudió estas condiciones, resquebrajó el piso sobre el que se asienta el consenso neoliberal. Es como si tuviéramos un pie en el aire, pero no supiéramos, todavía, dónde apoyarlo; queremos dar ese paso de salida del neoliberalismo, pero tenemos que construir hacia dónde darlo.
Sectores importantes de la izquierda chilena están pensando, como alternativa a este modelo neoliberal, ciertas formas de organización política propias de tiempos pasados. Para simplificar el ejemplo, están pensando en distintas variantes del Estado de bienestar. Sin perjuicio que podemos considerar modelos con distinto nivel de éxito en el pasado, es importante considerar sus limitaciones y las razones de sus fracasos, pues los modelos no pueden ser trasplantados sin más. Por lo pronto, el Estado de bienestar fue compatible con una determinada relación norte/sur que se construyó en clave extractivista, depredando los recursos naturales en Latinoamérica, se construye sobre el extractivismo de los recursos naturales. Asimismo, el carácter patriarcal de la sociedad y las dinámicas institucionales funcionales a la concentración del poder quizá contribuyeron a configurar una sociedad objeto de protección social, debilitando su condición de titulares de derechos y su papel en la defensa de su garantía efectiva. Pensar estos problemas es un desafío profundo para la izquierda porque supone asumir el campo social, pero también la política, no tanto bajo la clave de un Estado asistencialista, si no en clave de participación social, horizontal, asumiendo nosotros mismos la responsabilidad sobre la gestión de aquello que llamamos servicios sociales. Habría que poder pensar qué formas de organización específica supone este otro modo de pensar lo social y lo político, pero en principio dejar de esperar del Estado, también dejar de esperar del mercado, y asumir la responsabilidad que tenemos como sujetos de derechos.
Ahora claro, soy consciente de la dificultoso que es construir esto políticamente. Pero es clave aprovechar esas condiciones de levantamiento popular, de crisis constituyente que se extiende en el tiempo y hacen posible el pensamiento de la novedad; algo que en Chile, de este modo, no había pasado nunca. En ese punto se abrió un proceso que genera expectativa, no solo de que este proceso constituyente permita alcanzar un nuevo texto jurídico, sino que nos permita generar las condiciones para pensar una forma de organización política y social distinta. Ahora, ¿cómo se piensa la novedad; están dadas las condiciones que permitan pensar fuera de la hegemonía neoliberal? O bien, en términos jurídicos, ¿cómo pensar derechos sociales universales, solidarios, que no dependan del mercado, pero que tampoco queden reducidos al Estado? La sociedad chilena está enfrentando un proceso constituyente que podrían generar las condiciones que permitan pensar nuevas respuestas a las actuales interrogantes sociales y permitan abrir, en definitiva, una nueva organización del poder social.
La Constitución desde abajo
La gran pregunta es cómo mantener este proceso abierto, cómo hacerlo efectivamente participativo. Como la constituyente va a definir sus reglas de funcionamiento a través de un Reglamento, éste podría contemplar que cada integrante de la constituyente organice encuentros con las asambleas locales, de modo tal que las discusiones e insumos que ahí se elaboren suban o lleguen hasta la constituyente. Esa puede ser una buena forma de que haya un vínculo más fluido entre los integrantes de la constituyente y las asambleas, sobre todo teniendo en cuenta que lo que está pasando en Chile también se explica por una crisis de la democracia representativa y la constituyente sigue siendo una instancia de democracia representativa. La cuestión es cómo evitamos que la constituyente, en tanto órgano de representación popular, no caiga en los mismos vicios que actualmente tiene la representación. Hay elementos de participación directa que debemos implementar en este proceso constituyente.
Por otro lado, hay una dimensión del proceso constituyente que ya está generando sus efectos en el pueblo, en la forma de organización social, y que los va a seguir generando con independencia de cómo se concrete la nueva constitución. Entonces yo me atrevería a decir que esas asambleas locales van a dar forma a un pueblo políticamente organizado, distinto al que teníamos hasta antes del 18 de octubre, con independencia de cómo la nueva constitución logra recoger estas demandas. Tendremos una nueva Constitución en el sentido de una nueva forma de organización del poder social, con independencia de cómo el texto jurídico lo ponga por escrito. Lo ideal sería buscar fórmulas que nos permitan institucionalizar las manifestaciones de poder político de los poderes locales, algo que permita reconocerlo, que garantice la coexistencia de los poderes populares con poderes institucionales. Se trata de institucionalizar los cambios políticos y sociales que ya están en marcha, pues para todas aquellas personas que hemos estado participando de esas asambleas territoriales, la acción política nunca va a volver a ser como era antes del 18 de octubre.
Las dimensión autoritaria de la razón neoliberal
(y el Estado de excepción constitucional)
La contracara de estas experiencias de participación popular ha sido, cómo quedó en evidencia, la dimensión autoritaria del neoliberalismo, sin la cual no podría subsistir. Se ha hecho muy patente en estos meses de revuelta que el neoliberalismo no es sostenible sin la represión autoritaria del Estado. No es un desvío, no es una anomalía producto de la crisis social; es parte de su funcionamiento sistémico.
La razón neoliberal, entonces, no tiene solo una dimensión de mercantilización de la vida, sino también una dimensión autoritaria. Es más: esa razón economicista que invade todas las esferas de la vida no funciona sin esta otra dimensión autoritaria. Efectivamente, ha habido una estrategia de represión policial como principal respuesta del Estado a la protesta social. Incluso ha habido una suerte de represión preventiva, como pudimos ver, por ejemplo, con el “copamiento” por parte de Carabineros de la ex Plaza Italia para tratar de cortar las protestas, así como otras formas de represión focalizadas sobre distintas organizaciones y dirigentes sociales. Hemos visto a la policía multando a personas que se reúnen en plazas, por el solo hecho de estar ahí. Se trata de una represión constante y sistemática, no solo a la protesta, sino a la organización social y a la ocupación del espacio público.
Pero además de la represión policial, con sus distintas aristas, hay una segunda forma represiva, con una apariencia de institucionalidad, como ha sido el estado de excepción constitucional. Se recurrió a una norma de la Constitución para entregarle poderes excepcionales al Presidente de la República para controlar el orden público, desplegando a las fuerzas armadas por las calles de las principales ciudades del país. Se usó un mecanismo constitucional que se había aplicado previamente para otras situaciones excepcionales, tales como incendios, terremotos, erupciones volcánicas, pero nunca esas normas excepcionales habían sido utilizadas con fines políticos; nunca, salvo en dictadura. Por eso prestamos especial atención a cómo se invocaron y utilizaron esas normas con fines políticos, pues si bien hubo un estado de excepción constitucional, al mismo tiempo siguió vigente el Estado de derecho, lo que algunos sectores del Gobierno parecieron olvidar.
Por eso quedó muy en claro que el neoliberalismo no funciona sin esta dimensión autoritaria. Se hizo patente que esta excepción dentro de la excepción era la normalidad; que el Estado, según las circunstancias, puede actuar discrecionalmente para proteger el orden. No estamos acostumbrados a ver militares en las calles, pero en realidad lo normal ha sido que este modelo neoliberal se sostenga por la fuerza; experimentar eso, vivirlo y sufrirlo en estos meses de revuelta, ha sido muy potente. Estas formas de violencia institucional forman parte, de alguna manera, de la normalización de esta cultura neoliberal de la que hablamos, pues es la propia mercantilización de la vida la que termina siendo sostenida por la fuerza.
Violencia y Derechos Humanos
En pocos días nos dimos cuenta de que la promesa del Nunca Más que hicimos en los ‘90 fue superficial. Superficial por parte del Estado, especialmente por parte de las Fuerzas Armadas, pero también de parte de la sociedad civil. Como sociedad civil tenemos una deuda muy importante. Los sectores privilegiados han demostrado que no tienen ningún problema con relativizar las violaciones a los derechos humanos cuando estas son llevadas adelante por agentes del Estado que protegen intereses particulares, con los cuáles ellos están involucrados o comprometidos. Pero también hay una deuda de los sectores progresistas de la sociedad civil, porque durante los años ‘90 y los 2000 permitimos esta impunidad. El sistema judicial generó una impunidad importante y desde el mundo civil permitimos que eso ocurriera. En los ’90 te podías cruzar muy tranquilamente con un general violador de los derechos humanos en un café de Santiago, haciendo su vida “normalmente”, y no pasaba nada.
Ahí hay un desafío importante para la sociedad civil chilena: qué significa promover y respetar los Derechos Humanos en todo lugar, en todo momento y en toda circunstancia. Ahí tenemos una deuda importante que no se salda con declaraciones altisonantes, sino con una práctica política e institucional respetuosa de los derechos humanos. Hoy no podemos cometer los mismos errores del pasado: el proceso de cambio social no puede olvidar las más de 400 personas con traumas oculares, las y los muertos de la revuelta, las personas violadas por agentes del Estado o aquellos cuerpos calcinados en circunstancias que aún no han sido aclaradas. Es nuestra responsabilidad que el compromiso con los derechos humanos sea una realidad, una línea roja intransable que atraviesa a toda la sociedad.