Intervenciones

La guerra civil en Francia

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A partir de los resultados electorales, Lazzarato explica qué hay debajo de las grietas producidas por las olas electorales para pensar la relación estructural entre capitalismo, fascismo y liberalismo. También alerta sobre Milei: "Hay que tomar muy en serio este fenómeno «argentino» / Silicon Valley porque es la otra cara del fascismo contemporáneo".

Durante la noche de las celebraciones por la victoria electoral sobre los fascistas, la sabiduría popular escribió en una pared: «Notre sursaut est un sursis» (Nuestro sobresalto es un aplazamiento), aún más verdadero a la mañana siguiente: nuestro sobresalto es una tregua. Sin embargo, se trata de algo más que un sobresalto, y la tregua dependerá de las relaciones de fuerza que se construirán en las próximas semanas y meses.

La larga secuencia de lucha de clases sin clase y sin revolución (comenzada bajo la presidencia de Hollande), a pesar de que ninguna de las reivindicaciones de los diversos movimientos (Loi travail, Chalecos amarillos, jubilación, suburbios, etc.) haya logrado imponerse, ha determinado un terremoto que está haciendo temblar las instituciones de la república. Electoralmente, ha puesto en jaque al feroz bloque de los intereses del gran capital representado por Macron y ha abierto el camino a una primera ruptura del consenso derecha/izquierda en torno a la contrarrevolución liberal capitalista que ha gobernado prácticamente desde el Mitterrand de 1983 hasta Macron.

La tendencia contemporánea a la alianza entre liberales y fascistas (cuya última realización es el gobierno holandés instaurado el 2 de julio) ha sido anulada por lo que las luchas han sedimentado a nivel institucional. El resultado de las elecciones muestra que Francia está profundamente dividida y no se ve quién y cómo podrá recomponerla en el mediano/largo plazo, con una RN (Rassemblement Nationale) que representa a 10 millones de franceses de los 49 millones con derecho a voto, que ha aumentado su fuerza parlamentaria, consolidado su implantación territorial y apunta ya a las presidenciales. La situación se asemeja más a la estadounidense que a la italiana, donde los fascistas se han instalado en el poder sin ningún problema en un país adormecido y en declive desde todos los puntos de vista.

El resultado de las elecciones muestra que Francia está profundamente dividida y no se ve quién y cómo podrá recomponerla en el mediano/largo plazo.

La evolución de la situación dependerá, para empezar, de cómo habrá de resolverse la crisis institucional. La Constitución y el sistema político francés no prevén un resultado como éste, más parecido a un voto proporcional que impide establecer inmediatamente una mayoría y que produce un desplazamiento contranatura del poder del «monarca republicano» al parlamento.

Dependerá también de la estabilidad del NFP (Nouveau Front Populaire), porque el Partido Socialista, «resucitado» sólo porque LFI (La France Insumise) le concedió varios distritos electorales, es el partido más problemático de la coalición. De su seno salió Macron, de donde tomó muchos de sus ministros y una parte del electorado que luego masacró regularmente. Macron ha pasado de una mayoría absoluta a una mayoría relativa, una situación en la que ya no es él quien reparte las cartas. Su coalición debe todo al «désistement» a electores que se taparon la nariz para votarla y sus nuevos elegidos saben que deben más a Attal, quien se alineó sin ambigüedades con el «frente republicano», que al «rey» del Olimpo «Júpiter», como lo llaman con desprecio los franceses, ambiguo y vacilante hasta el último momento de la cuestión.

Macron es el último de una serie de liberales socialistas que han hecho más por imponer el neoliberalismo que toda la derecha junta. La lista de ignominias es infinita. Hollande, ex-presidente, una de los peores figuras de la serie, está listo para apuñalar por la espalda el programa del NFP: un keynesianismo de izquierda suficiente para sembrar el pánico entre las clases dirigentes (jubilación a los 60 años, aumento del salario mínimo en un 15%, abolición de la enésima ley prevista contra los desempleados, etc.). Un programa alejado de la radicalidad del FP histórico, que por lo demás era bastante relativa, ya que François Tosquelles, fundador del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) durante la Guerra Civil Española y luego inventor de la psicoterapia institucional, se quejaba de que mientras ellos hacían la revolución, el FP luchaba por las vacaciones pagadas. Sólo para mostrar cuán lejos estamos de los debates y apuestas del siglo pasado.

Pero el papel decisivo lo jugarán los movimientos. En una situación marcada por la mayoría (¡si es que llega a haberla! Demasiado pronto para decirlo) del heterogéneo NFP, con un programa aborrecido por la derecha liberal bajo el fuego cruzado de los mercados, y con un RN que observa esperando cosechar dentro de tres años los frutos de la inédita situación (presidenciales), sólo una lucha de clases incesante podrá construir otras relaciones de fuerzas, que ahora están equilibradas. Solo la capacidad de movilización podrá imponer el programa de una coalición en la que la única fuerza que ha roto con el consenso de Washington, el consenso con el genocidio palestino y el atlantismo es LFI.

En cualquier caso, todo está aún en el aire; esta es sólo una de las posibles coaliciones. Probablemente viviremos un periodo de prolongada inestabilidad tanto institucional como política.

 1. Liberalismo y fascismo

Intentemos ahora entender qué hay debajo de las grietas producidas por las olas electorales: la gran crisis del capitalismo y de los Estados occidentales, aún no superada desde el desastre financiero de 2008, que tienen a la guerra, la guerra civil y el genocidio como única y verdadera solución. Es en este contexto que se jugará el destino del NFP y del fascismo. Tomar un poco de distancia de la actualidad inmediata puede ayudarnos a leer lo que podría suceder.

La relación entre capitalismo, fascismo y liberalismo no es coyuntural, sino estructural. El paso de una de las modalidades del ejercicio del poder (legislativo, ejecutivo, administrativo) de los liberales a los fascistas es un clásico del siglo XX. Fascismo y nazismo históricos fueron llevados al poder por liberales, capitalistas y banqueros después de que el ‘mercado’, fallando miserablemente, arrastrara a las sociedades europeas a la Gran guerra y a la Guerra civil mundial. Los bolcheviques aprovecharon el momento y llevaron a cabo la revolución con un eco inmediato en el mundo, especialmente en Europa, aterrorizando a las clases dominantes dispuestas a todo para aniquilar el programa de abolición de la propiedad privada, aún hoy el alfa y omega del capitalismo. Keynes decía que hubieran apagado el sol y las estrellas antes de ceder un centímetro de poder y perder una onza de beneficio.

La relación entre capitalismo, fascismo y liberalismo no es coyuntural, sino estructural.

Frente al colapso de la gobernabilidad liberal y al aumento de la guerra civil, la derecha y buena parte de los capitalistas prefirieron entregar el poder a los nazis y fascistas, dejando libre curso al uso de la violencia contra el «verdadero» peligro: el bolchevismo. El neoliberalismo, que se pensó como una alternativa al liberalismo clásico, está produciendo los mismos resultados: guerra, guerra civil, genocidio, fascismos. Entró en coma en 2008 y ha estado muerto desde hace algunos años. En Occidente, el «mercado» ya no decide nada, si es que alguna vez decidió algo. Estados Unidos elige para todo el Norte del mundo qué producir, dónde ubicar las empresas y qué consumir. Imponen a todos los vasallos qué exportar y a quién, qué aranceles sobre qué mercancías de qué países productores. La asignación de la tecnología es obra del Pentágono. El mercado está hoy completamente subordinado a la seguridad nacional de los Estados Unidos, es decir, a su voluntad de hegemonía.

En el sur del mundo, el capitalismo es estatal, por lo que el mercado está estrictamente controlado por su enemigo más acérrimo. Parece que funciona bastante bien desde el punto de vista de la acumulación. Incluso el «piloto automático» de las finanzas parece que se puede controlar a través de la política (cosa que también ha sucedido en Occidente durante los “Treinta gloriosos”). He visto con asombro que en Italia se celebran congresos universitarios donde todavía se discute sobre el neoliberalismo, el capital humano, el empresario de uno mismo, etc., como si aún estuviéramos en los años ‘80 o ‘90 y como si estos conceptos alguna vez hubieran sido operativos. Las economías de mercado han sido administradas por los Estados incluso bajo el llamado neoliberalismo, han sido salvadas por las monedas soberanas y ahora son socorridas por el Estado militar y los fascismos. El capitalismo en su conjunto, para no colapsar, debe periódicamente hacer la guerra y periódicamente recurrir a las violencias fascistas.

Michel Foucault ha puesto en circulación algunos mitos sobre el ordo y neoliberalismo que incluso los intelectuales de izquierda más sutiles repiten como loros. Neoliberalismo y fascismo están estrechamente ligados entre sí porque el segundo fue, a principios de los años ‘70, la condición del primero. Aquí tampoco fue el mercado ni los empresarios quienes bombardearon La Moneda y a Allende, masacraron a miles de militantes socialistas y comunistas en toda América Latina y forzaron al exilio a otros tantos, sino la alianza entre los fascistas y el poder soberano de los Estados Unidos. La convergencia inaugural entre fascismo y neoliberalismo al organizar la guerra civil, desaparecida de la reconstrucción de Foucault y sus continuadores, se reproduce hoy al ocaso de la gobernabilidad liberal.

Para entender cómo se repite la situación hoy, es necesario considerar otras formas del ejercicio del poder, primero que nada la acumulación del capital. Con el inicio de la contrarrevolución, los fascistas emergieron enseguida de las alcantarillas. El «compromiso» antifascista queda fuera de lugar porque la estrategia elegida no prevé ninguna mediación, se va al enfrentamiento de clases, a la «guerra civil», a veces subterránea, a veces abierta, intensificando el racismo y el sexismo con la tarea de dividir al proletariado. La alianza liberales-fascistas ya fue institucionalizada por Berlusconi (1992) hace más de treinta años. Su primer gobierno reunió a las derechas liberales y a los fascistas. Uno de estos últimos dirigió la carnicería de Génova, en 2002.

La legitimidad electoral del bloque de intereses económico-financieros nacionales e internacionales que representa Macron ha saltado por el aire en las elecciones europeas. Con el 7% de los votantes que apoyaron al presidente, su gobierno, que ha hecho de Francia un país «amigable para los negocios», no tiene ninguna credibilidad ni solidez. La gobernabilidad neoliberal, ya seriamente erosionada por la crisis de 2008, ha sido deslegitimada por la sucesión de movimientos políticos que se han sucedido en Francia (contra la ley de trabajo, Chalecos amarillos, lucha por las pensiones, revuelta de los suburbios). Esta es la causa principal del desgaste de la gobernabilidad macroniana que las elecciones han registrado. El régimen de guerra y genocidio, por un lado, y la guerra civil de expropiación del salario, ingreso y servicios conquistados en un siglo y medio de revoluciones, por otro, requieren despojar de los procedimientos democráticos, que por cierto siempre han sido estrechos para el capitalismo.

La situación no tiene, sin embargo, la dramaticidad de la primera mitad del siglo XX: ningún peligro «bolchevique» a la vista. Macron tal vez piense que aún no ha llegado el momento de entregar el poder, aunque dudó mucho, como tantos otros dirigentes de la derecha, antes de adherirse al bloque republicano contra el fascismo. Fue su Primer Ministro quien le forzó la mano. No hay nada que esperar de quien abrió las puertas al RN integrando prácticamente todas sus consignas y ejecutando al mismo tiempo una de las políticas de clase más feroces vistas en Europa. El ‘barrage’ que todos deseaban en verdad era contra el NFN. Cuando entendieron que podían apoyarse en las espaldas del NFP, que votó masivamente a diferencia de los votantes de derecha, respetando la regla del «désistement», se unieron al frente republicano.

 2. ¿Guerra civil?

Durante la brevísima campaña electoral, Macron habló del peligro de la guerra civil si los «extremos» ganaban las elecciones y el Elíseo organizó una filtración sobre un posible uso del artículo 16 de la Constitución, que otorga plenos poderes al presidente (dictadura presidencial).

Estas dos observaciones son muy interesantes. La intensificación de la iniciativa capitalista tras la crisis financiera, cuyo objetivo era hacérsela pagar a las clases populares, ha sido gestionada por Macron en forma de guerra civil. La estrategia elegida fue llevar hasta el final la consigna de la contrarrevolución: ninguna mediación, ningún compromiso, ningún diálogo. Por lo que la única fuerza capaz de relacionarse con los conflictos ha sido la policía.

Muchos compañeros están sorprendidos por el uso del término «guerra civil», que pueden entender, en el mejor de los casos, solo como una metáfora. El problema de estos compañeros es serio: tienen una concepción «eurocéntrica» del ejercicio del poder, como toda la filosofía política y la politología occidental. El juicio sobre el poder debe poner en el mismo plano su ejercicio dentro y fuera de las fronteras de la Francia metropolitana porque el nivel de uso de la violencia y los dispositivos y técnicas empleadas para ejecutarla son diferentes, pero se trata del mismo poder gestionado por los mismos hombres.

Macron utiliza una gran y clásica violencia colonial en Kanakie (9 muertos y 1675 arrestos en los disturbios de mayo de este año), en África (donde la eliminación física de los enemigos es una práctica común) y en buena parte de los DOM-TOM, y una violencia más «democrática» en la metrópoli. Se trata del mismo poder que utiliza una guerra civil abierta en las colonias y una guerra «civil lenta» (así definía Marx, en el capítulo VIII de El Capital, a la lucha de la clase obrera sobre la jornada laboral). “Guerra civil lenta más o menos velada” porque no está concentrada en el espacio y el tiempo como la primera. Pero, si fuera necesario, dispuestos a replicar la matanza de la Comuna. Si los dispositivos materiales y simbólicos de integración del proletariado del Norte fallan, no tendrían ningún escrúpulo, como no tienen problema en financiar, armar y legitimar el genocidio en curso.

Desde el inicio de su mandato, Macron ha gobernado a través de la policía, cuya violencia ha ido en aumento, alcanzando niveles preocupantes con los Chalecos amarillos. Las leyes de emergencia aprobadas en la época de los atentados (2015) se han integrado en el derecho común y son ampliamente utilizadas por los prefectos frente a las luchas contra el aumento de la edad de jubilación.

El uso de la policía como modo de «gobierno» manifiesta que la situación siempre está en equilibrio «excepcional» porque es impredecible, de difícil estabilización por estar continuamente abierta a la modificación de las relaciones de fuerza y correr el riesgo de salirse de las manos de los poderes constituidos. Desde que en el siglo XX la diferencia entre paz y guerra ha dado paso a su contaminación, la distinción entre normalidad y emergencia ya no se sostiene.

La policía es la fuerza más adecuada para intervenir cuando normalidad y excepción, guerra y paz, se confunden. Walter Benjamin nos recuerda que la policía, al reprimir, no se limita a aplicar la ley sino que la crea con su propia acción al enfrentarse a la lucha de clases. La policía no es solo un poder que conserva el derecho, sino también un poder que lo funda. Es un poder constituyente en acto, es el “estado de excepción” en acto, es la guerra civil en acto. «La violencia de la policía es fundadora del derecho», no promulga leyes, pero «emite todo tipo de decretos (…) así, ‘para garantizar la seguridad’ interviene en innumerables casos donde la situación jurídica no está clara».

El poder que establece el derecho (excepción) y el poder que lo conserva (leyes) se confunden en el mismo acto; no hay oposición entre poder constituyente y poder constituido en la práctica del poder. Es la única manera de poder controlar una guerra civil que, aunque «lenta», mina continuamente la estabilidad y el funcionamiento del poder y amenaza con acelerarse. El poder hace un uso constante y sistemático de la policía porque esta interviene en situaciones de incertidumbre que no pueden ser anticipadas por el legislador, ejerciendo una violencia que es al mismo tiempo instituida e instituyente.

Dentro del continuo reproducirse de la crisis, el orden no está garantizado; debe ser construido, reconstruido y legitimado sin descanso porque, aunque falten subjetivaciones revolucionarias, no logra estabilizar las relaciones de fuerza entre las clases. El poder no logra encerrarlas dentro de su mando. De hecho, corren continuamente el riesgo de mostrar su cara revoltosa y subversiva. Es exactamente lo que ha pasado con los Chalecos amarillos y la sucesión de luchas en Francia.

Pero también se trata de un poder minado por las relaciones de fuerza internacionales que ven a Occidente a la defensiva, en pánico por el declive de su hegemonía y, por lo tanto, listo para desatar la mayor violencia.

Parece imposible, pero todavía se siguen escribiendo análisis sobre la coyuntura política francesa que son terriblemente franco-francesas, incluso cuando está completamente dentro de una guerra y una guerra civil mundial.

Francia, como todo Occidente, está dos veces en guerra: contra Rusia (en realidad contra China, que amenaza su supremacía) y contra los palestinos (el proletariado del gran Sur), mientras que los países occidentales están atravesados por «guerras civiles» que están pasando de «lentas» a dinámicas, especialmente en Estados Unidos. Francia envía armas a Israel y legitima el genocidio mientras amenaza con enviar tropas al suelo ucraniano. El genocidio palestino ha sobrevolado permanentemente la campaña electoral porque el antisemitismo, el principal argumento para criminalizar a quienes se oponen a la masacre en curso, ha sido martillado por los medios de comunicación que acordaron unificarse contra LFI, imagen de un «peligro rojo» inexistente. El RN, ontológicamente antisemita, ha sido legitimado como antirracista. En cualquier caso, la operación Corbyn no ha tenido éxito.

Es importante el juicio que se da de la fase porque la acción política depende de ello. Me parece que se puede decir sin temor a ser desmentido que nos encontramos dentro de un entrecruzamiento de guerras, guerras civiles, genocidio y ascenso de los fascismos que dificultan las previsiones, las anticipaciones, los cálculos «estratégicos» (también económicos), por lo que las clases dominantes tienden a confiar a la extrema derecha el restablecimiento del orden y la autoridad que aseguren un mínimo de certezas.

En régimen de guerra (y también de guerra civil «lenta»), la visibilidad es mínima, la dirección a tomar no emerge fácilmente, la elección es vacilante: «Reconocemos que es mucho más difícil orientarse en la guerra que en cualquier otro fenómeno social porque implica menos certezas y es aún más una cuestión de probabilidades».

Los ambientes económicos, tras el voto, han dejado claro que quieren «estabilidad y visibilidad», es decir, orden, orden, orden. Tomarán a quien se lo asegure mejor.

La cita anterior, del presidente Mao, es seguramente una reflexión hecha a partir de un texto de Clausewitz que vale la pena citar porque nos da un cuadro de lo que significa la crisis continua que estamos viviendo desde que se lanzó la contrarrevolución a principios de los años 70, cuya consigna «ninguna mediación» implica una lógica de guerra (civil). «La guerra es el dominio del azar». Ninguna otra esfera de la actividad humana está en contacto tan permanente con el «azar». «Acentúa la incertidumbre en cada circunstancia y obstaculiza el curso de los eventos. Debido a la incertidumbre de todas las informaciones, a la falta de una base sólida y a estas intervenciones constantes del azar, la persona que actúa se encuentra continuamente ante realidades diferentes a las que esperaba […] tres cuartas partes de los elementos sobre los que se basa la acción permanecen en la niebla de una incertidumbre más o menos grande».

Es en esta situación de imposibilidad de calcular (desde todos los puntos de vista: económico y político) que los «gobiernos democráticos» muestran todos sus límites, y la policía y los fascistas se vuelven indispensables. La relación entre Estado y fascismo, entre Estado y dictadura, está inscrita en el funcionamiento del primero. Para captarlo, tal vez sea útil referirse a la teoría del «doble Estado» de Ernst Fraenkel, elaborada a propósito del funcionamiento del Estado nazi.

El nazismo no sólo introdujo y perpetuó el Estado de excepción, como parece creer Agamben, descuidando completamente la fuerza y el papel que el capitalismo jugó en ese período. Junto al Estado de excepción, continuó funcionando lo que Ernst Fraenkel llama el “Estado normativo”, el Estado de las leyes. La teoría de Fraenkel puede resumirse diciendo que dentro del Estado coexisten diferentes Estados. El Estado nazi funcionaba sobre la base de dos regímenes político-jurídicos diferentes: un régimen “normativo” que garantizaba la regulación jurídica de los contratos, las inversiones y la propiedad privada, asegurando al mismo tiempo servicios de todo tipo a los alemanes, y un régimen caracterizado por la discrecionalidad y la excepcionalidad, un poder arbitrario de gran violencia que privaba a parte de la población (judíos, socialistas, comunistas, sindicalistas, revolucionarios, discapacitados, homosexuales, etc.) de sus derechos.

Esta doble organización del Estado (Estado administrativo y Estado soberano) no ha sido característica exclusiva del Estado nazi. La Constitución francesa está construida de esta manera, dando gran espacio a la decisión indiscutible del monarca republicano. Desde sus inicios, el Estado occidental está organizado según este dualismo. Durante mucho tiempo, el régimen soberano ,con todas sus prerrogativas (el rey tiene la “prerrogativa” de poder actuar contra la ley existente), se ejerció en su forma más pura en las colonias, y el régimen normativo en la Francia metropolitana. Durante la insurrección de 1848, la violencia soberana fue transferida desde las colonias, donde se ejercía sin límites, a la metrópoli para sofocar (¡una masacre!) la revuelta gracias al ejército colonial. Toda la tradición liberal considera que el Estado de derecho solo puede existir y fundarse sobre este poder soberano absoluto (Tocqueville, por ejemplo, consideraba necesaria la dictadura sobre los musulmanes de Argelia y la democracia para los franceses, pero la segunda no podía existir sin la primera).

En la Constitución francesa, estos dos regímenes están claramente enunciados. El artículo 16, del cual se habló durante la campaña electoral, que otorga plenos poderes al presidente (siendo un copia y pega del artículo 48 de la república de Weimar), afirma el fundamento no democrático del poder. El Estado contiene en sí la realidad de la dictadura, la arbitrariedad, el despotismo; no debe buscarlos fuera de sí mismo. (La Corte Suprema estadounidense ha afirmado recientemente esta verdad: el presidente está por encima de las leyes).

De la misma manera, la economía capitalista tiene una tendencia irresistible a deshacerse de la democracia. Hans Jürgen Krahl, conocido en Italia pero no por su mayor contribución política, especifica la diferencia del capitalismo contemporáneo respecto al del siglo XIX: «La tendencia observada por Marx de un desarrollo capitalista favorable al socialismo era válida para el capitalismo competitivo». El capital monopolista y el imperialismo no desarrollan ya «una tendencia al socialismo, sino más bien a la barbarie fascista». Razones estructurales presiden la complicidad de capitalismo, fascismo y guerra.

La configuración del voto ha mostrado una fuerte resistencia contra el fascismo, pero también contra el macronismo. La intensificación de la crisis, el enfrentamiento bélico en curso, la profundización del racismo y el sexismo, la probable estabilización del RN como primer partido («popular», por cierto) harán de telón de fondo de la lucha institucional en los próximos meses. La gran determinación mostrada por las luchas de los últimos años y en este último mes en el terreno electoral también deja abierta la vía a la intensificación de la «guerra civil» que Macron ha practicado sin escrúpulos desde el inicio de su mandato en un impresionante increscendo.

La configuración del voto ha mostrado una fuerte resistencia contra el fascismo, pero también contra el macronismo.

 3. Más allá del concepto de desigualdad

La estrategia de concentración de la riqueza en manos de unos pocos y el empobrecimiento de muchos continúa y con las guerras se profundiza aún más. La situación ya no puede caracterizarse por el concepto de ‘desigualdad’, ¡Nos estamos deslizando más allá! El Estado de derecho y la democracia se revelan impotentes frente a la ulterior mutación en curso del capitalismo y construyen, en cambio, obstáculos a eliminar. Democracia o Estado de derecho, contrariamente a la ideología dominante, parecen cada vez menos compatibles con el capitalismo.

En una actualidad ocupada por la guerra, el genocidio, el fascismo, una noticia parece haber pasado desapercibida para muchos, pero es un síntoma importante de la evolución del capitalismo, la otra cara de la gran violencia que estamos viviendo. Un empresario, Elon Musk, CEO de Tesla, ha pedido y obtenido una remuneración anual de 56 mil millones de dólares. En el viejo capitalismo industrial (hasta los años cincuenta), la relación entre el salario del obrero y la compensación del patrón era, como máximo, de 1 a 20. En los años ochenta, de 1 a 42. En el 2000, de 1 a 120 y así sucesivamente, aumentando hasta los 56 mil millones de dólares de hoy.

La brecha es vertiginosa; la cantidad se convierte en calidad. Las dos realidades son inconmensurables. Los términos de la relación no determinan ninguna relación, no se trata siquiera de la misma humanidad de un lado y otro de la relación. Son dos «razas» diferentes, seres humanos heterogéneos. La relación no tiene ningún sentido, no responde a ninguna «racionalidad» económica, como aquella a que el capitalismo todavía pretendía hace cincuenta años.

La «no-relación» es lo que define desde siempre la situación colonial. Esta relación sin ninguna legitimidad económica más que una relación de poder desnuda, se está instalando también en los países del Norte.

Podríamos preguntarnos si se trata aún de capitalismo o si estamos más bien ante un nuevo tipo de aristocracia que nos impone pagar rentas a unos señores cuya legitimación es solo la arbitrariedad de un poder absoluto que no necesita la ridícula legitimación adelantada por la presidenta de Tesla, Robyn Denholm. En una carta, explicó a los accionistas que el «salario» sirve «para mantener la atención de Elon y motivarlo a concentrarse en lograr un crecimiento sorprendente para nuestra empresa». Musk «no es un gerente típico» y para motivarlo «se necesita algo diferente».

56 mil millones son una simple renta que implica una concepción de la sociedad donde una pequeñísima aristocracia reina sobre una masa (¿plebe? ¿populacho? ¿turba?) que se divide la miseria produciendo una sobreabundancia de jerarquías entre los pobres.

Lo que parece una excepción extraña de un empresario singular se está encarnando en Argentina, donde Milei tiene como punto de referencia precisamente este capitalismo y estos capitalistas.

Donde nació el neoliberalismo en los años 70, el capitalismo está viviendo una nueva mutación: la voluntad política es imponer la dictadura incondicional de la propiedad privada, la privatización de toda relación social. Distopía que ya no necesita del terror del golpe de Estado. Las relaciones de fuerza que la composición de clase contemporánea logra imponer son tan débiles, tan desbalanceadas a favor del «capital», que basta con exhibir una motosierra y presentarse en algún concierto para afirmarse.

 Cuando Milei grita “Libertad”, “Libertad”, la explicación del texto debe buscarse en Peter Thiel, millonario y cofundador de PayPal: “Ya no creo que libertad y democracia sean compatibles”.

La democracia tiene un origen completamente diferente del capitalismo; es la expresión de la irrupción de las masas en la historia y de su deseo de justicia e igualdad. Solo la lucha de clases civiliza al capitalismo, que en sí y por sí no tiene nada de democrático y progresivo. El poder ejercido en la empresa, que es su modelo de poder, es despótico a pesar de todas las teorías del management que intentan enmascararlo alardeando «participación».

Junto con Musk, otros millonarios (Murdoch, por ejemplo, y el propio Thiel) están financiando y haciendo activamente campaña por la elección de Trump. Aquí encontramos otra razón de la existencia del fascismo, económica esta vez (verdad confirmada por el funcionamiento de la economía anti-obrera bajo Mussolini o Hitler). De hecho, la agenda de la contrarrevolución ya estaba marcada en los años 70 por la crítica de la democracia llevada adelante por la Trilateral.

Lo que quiere Milei (pero es exactamente el proyecto de Macron, Draghi, Europa, etc.) está expresado muy bien por estos millonarios trumpistas: regresar al mundo anterior al New Deal, anterior al Welfare; en otras palabras, anterior a la revolución soviética, pero también antes de la revolución francesa (sueño de los ordoliberales alemanes, nostalgia de cuando existía el «orden» de los estamentos). Continúa Thiel: “Los años 20 fueron la última década de la historia estadounidense en la que se podía ser sinceramente optimista en política. Desde 1920, el gran aumento de los beneficiarios del welfare y la extensión del derecho de voto a las mujeres han hecho de la noción de ‘democracia capitalista’ un oxímoron”.

El Estado en Francia, en lugar de ser el principal enemigo del mercado, asegura una verdadera renta a las empresas a través del fisco, pero sobre todo a través del Welfare para las empresas: 230 mil millones por año de los que no tienen que rendir cuentas, privilegio otorgado por el «monarca republicano». La destrucción del modelo social tiene como objetivo fundamental transferir los recursos de los hospitales, las escuelas, los seguros sociales, etc., a los ricos y a los nuevos empresarios/rentistas.

En Italia, se ha aprobado la ley sobre la «autonomía diferenciada» que prevé un tratamiento diferenciado de los servicios públicos proporcionados a los ciudadanos italianos según residan en una región rica o pobre. Lo que está garantizado para todos es lo «esencial», lo que significa servicios públicos cada vez más mediocres para todos y una salud de «excelencia» en las regiones ricas asegurada por el sector privado. La igualdad siempre está vinculada a la lucha de clases, a la revolución, mientras que el liberalismo se basa en la «diferencia» (de riqueza y propiedad).

Todas estas cosas no pueden explicarse por los dispositivos biopolíticos más refinados. Separan el poder del capital, el sometimiento de la propiedad privada, la dominación del «trabajo», lo cual es imposible y suicida en el capitalismo. Es imposible separar las relaciones de producción de las relaciones de poder y estas últimas parecen indiferentes a la modernidad y al progreso, al avance de la ciencia y la tecnología. La fantasmal y fantasiosa narrativa de los nuevos capitalismos (cognitivo, bio, neuronal, etc.) termina en el fascismo, la guerra y el genocidio.

La fantasmal y fantasiosa narrativa de los nuevos capitalismos termina en el fascismo, la guerra y el genocidio. Hay que tomar muy en serio este fenómeno «argentino» / Silicon Valley porque es la otra cara del fascismo contemporáneo.

Hay que tomar muy en serio este fenómeno «argentino» / Silicon Valley porque es la otra cara del fascismo contemporáneo. No proviene del fascismo histórico como Meloni en Italia o Le Pen en Francia, sino de las vanguardias más avanzadas de la investigación tecnológica y las técnicas financieras.

Frente a la hipermodernidad, todavía debemos usar el «viejo» análisis de Marx en el Manifiesto. El problema político sigue siendo la propiedad privada y el objetivo revolucionario sigue siendo su abolición. Es en torno a su conservación y la lucha contra su abolición que se cristalizan todos los fascismos, las reacciones, las guerras y los genocidios. Sea cual sea el centro de acción política privilegiado (la ecología, el feminismo, el racismo) pensar en iniciar caminos de liberación, de ruptura, de resistencia sin cuestionar la propiedad es una ingenuidad que se mide por la gran violencia que el poder desata cuando se cuestionan sus privilegios. Y el privilegio de los privilegios es la propiedad (del trabajo ajeno, de la mujer, de la naturaleza, de otros seres humanos).

Un pálido sustituto de la lucha marxista por la abolición de la propiedad privada se encuentra en la inofensiva teoría de los «comunes» que parece ignorar que su condición de viabilidad es la violenta «expropiación de los expropiadores».

No hemos avanzado ni un centímetro desde el Manifiesto. O mejor dicho, el capitalismo siempre ha sido fiel al primer «derecho humano» que reconoce: ser propietario.

El racismo clásico a la base del fascismo biológico se ha vuelto cultural, aliándose perfectamente con el racismo del darwinismo social de los fascistas-capitalistas de Silicon Valley. Juntos hacen que la democracia sea superflua.

 4. Lucha de clases sin clase, lucha de clases sin revolución

El actor principal del que dependerá el resultado del enfrentamiento institucional en curso sigue siendo la lucha de clases. Mucho dependerá de la capacidad de darle continuidad y radicalidad. Francia ha conocido una sucesión de luchas impresionantes durante el mandato de Macron (Loi travail, Chalecos amarillos, pensiones, ecológicas, revuelta de los suburbios), cuyo objetivo era oponerse a las reformas que, en la mente de Júpiter, debían concluir con la expropiación del salario e ingresos conquistados en el siglo anterior, transfiriendo enormes riquezas de muchos a pocos. Luchas que han sido todas más o menos derrotadas, mientras el poder neocolonial francés ha sido repetidamente derrotado en África y debe usar la violencia para mantenerse en Kanakie.

Sobre las causas de la derrota que se perpetúa desde hace décadas, el sentimiento de impotencia que se difunde, pero también sobre las victorias que por el momento toman la forma de la crisis institucional y del éxito electoral, sería necesario abrir un debate. La coyuntura actual parece asemejarse, con las debidas diferencias, a la situación determinada al final del capitalismo competitivo, que colapsó en el primer conflicto mundial: guerra, guerra civil, lucha de clases y revolución. Sin embargo, en comparación con un siglo atrás, lo que hoy falta son la clase y la revolución. El debate sobre la debilidad (pero también sobre sus raros momentos de fuerza) de esta composición de clase carente de estas dos armas debe abordar cuestiones difíciles pero decisivas: ¿qué podrían ser hoy el concepto de clase y de revolución?

Las formidables luchas francesas se han desarrollado sin clase, donde por «clase» no me refiero a un grupo social homogéneo con intereses comunes que determinan mecánicamente los comportamientos políticos. La clase no tiene una existencia sociológica sino política. La clase es el resultado de la lucha de clases.

El historiador marxista E. P. Thompson plantea correctamente los términos de la cuestión utilizando la metáfora de la máquina y sugiriendo, entre otras cosas, que la clase, incluso la clase obrera, siempre ha sido no identidad sino multiplicidad: «Los sociólogos que han detenido la máquina del tiempo y han bajado a la sala de máquinas a mirar nos dicen que no han podido identificar y clasificar una clase. Solo encuentran una multitud de personas con diferentes ocupaciones, ingresos, jerarquías de estatus y todo lo demás. Naturalmente tienen razón porque la clase no es esta o aquella parte de la máquina, sino la forma en que la máquina funciona una vez puesta en marcha, no este o aquel interés, sino la fricción de los intereses, el movimiento mismo, el calor, el ruido estruendoso. La clase es una formación social y cultural (que a menudo encuentra una expresión institucional) que no puede definirse abstracta o aisladamente, sino solo en términos de relación con otras clases; en última instancia, la definición solo puede hacerse en el tiempo, es decir, acción y reacción, cambio y conflicto. Cuando hablamos de una clase, pensamos en un cuerpo de personas muy vagamente definido que comparte el mismo conjunto de intereses, experiencias sociales, tradiciones y sistemas de valores, que tiene la disposición a comportarse como una clase, a definirse en sus acciones y en su conciencia en relación con otros grupos de personas en modos de clase. “Pero la clase en sí misma no es una cosa, es un evento».

¿Cómo entender esta última frase? “Pero la clase en sí misma no es una cosa, es un evento” ¿Lo que sucede? ¿Lo que se hace en el tiempo? ¿Lo que se construye a través de estrategias que nacen del enfrentamiento con el enemigo?

La clase no debe interpretarse como un proceso de totalización ni como un dispositivo de reducción de la multiplicidad. La clase no es tampoco la representación política de un grupo sociológicamente definido (obreros). La clase es la organización siempre provisoria, siempre en formación, siempre en devenir de una multiplicidad que en la polarización inventa las armas (la organización y las formas de lucha) para defenderse y para atacar al enemigo común. Si la multiplicidad hoy, como ayer, es una realidad ineludible de la acción política, el dualismo lo es igualmente.

El fascismo nos impone reconocer que el problema no puede ser esquivado ni siquiera a nivel electoral. Para oponerse al peligro fascista inminente, ha habido una carrera al «frente», es decir, a una polarización en torno a la cual se puedan componer diferentes puntos de vista: una multiplicidad de partidos actúa dentro de la polarización que se expresa en el sistema de la constitución formal. La relación multiplicidad/dualismo de los movimientos que actúan en la constitución material del capitalismo es una ecuación más difícil de resolver. No hay que hacerse ilusiones: no hay alternativas a la polarización porque el poder, él, es exclusivo y totalizador. Éxodo, vía de escape, deserción, rodeo, etc., son palabras que no muerden la realidad, no determinan relaciones de fuerza.

La clase, o como se quiera llamar, no es una convergencia genérica de las luchas ni una intersección conciliadora de los movimientos, una colección de formas de vida, una acumulación de relaciones consigo misma. Se forma en la relación/conflicto con las otras clases, con el Estado, pero hoy también en la relación con la guerra, la guerra civil, el genocidio, el nuevo fascismo. Es el resultado de una acción estratégica: «acción y reacción» que ocurren en el tiempo, donde se trata de aprovechar la «ocasión» dentro de las situaciones determinadas por el «azar de las luchas» para atacar o defenderse.

El capitalismo (Estado/Capital) ha ganado y sigue ganando porque siempre practica la lucha de clases, impone dualismos (de explotación, de dominio, de propiedad) a los que la multiplicidad de movimientos no logra oponer una fuerza adecuada porque en lugar de imponer polarizaciones (rupturas, revoluciones), definiendo al enemigo (lo que se ve obligada a hacer cuando está a las puertas del poder apresuradamente), las sufre.

La clase se constituye y actúa dentro de un marco determinado por las relaciones de fuerzas. Hoy el marco se llama guerra, guerra civil, fascismo. Solo dentro de estas relaciones se puede construir una fuerza política.

La clase no tiene una identidad definida de una vez por todas, evoluciona con la transformación de la situación. Cada cambio en las relaciones de fuerza la reconfigura. Léase «movimientos» en lugar de «grupos» en esta otra lúcida afirmación de Thompson.

 «Pero en términos de tamaño y fuerza, estos grupos siempre están en ascenso o en declive, su conciencia de la identidad de clase es incandescente o apenas visible, sus instituciones son agresivas o simplemente mantenidas en pie por hábito (…) La política a menudo trata precisamente de esto: ¿cómo ocurrirá la división en clases, dónde se trazará la línea de demarcación? Y su trazo no es (como el pronombre impersonal empuja a la mente a aceptar) una cuestión de voluntad consciente, o incluso inconsciente, de ‘ella’ (la clase), sino el resultado de habilidades políticas y culturales. Reducir la clase a una identidad significa olvidar exactamente dónde se encuentra la acción; no en la clase, sino en los hombres».

Estos hombres fueron, durante un siglo y medio, los revolucionarios, porque fueron capaces de «trazar líneas de demarcación». Desde finales de los años 70 en adelante, en cambio, el pensamiento crítico nos ha alentado a abandonar el dualismo de la lucha de clases, separándolo de las acciones micropolíticas, privilegiando la producción de subjetividades, la relación consigo mismo, las formas de vida, de modo que ya no somos capaces ni de anticipar ni de combatir los dualismos de la guerra, de la guerra civil, del genocidio, de los nuevos fascismos. Espero que el peligro fascista haya hecho entender a todos que las diferencias y las multiplicidades en cuanto tales son impotentes si no logran determinar herramientas para actuar dentro de la lucha de clases, es decir, en el enfrentamiento macropolítico. El término clase se puede cambiar, lo importante es mantener el rechazo a cerrar su hacerse, es el rechazo a imponerle una identidad (lo que ha sucedido a la clase obrera). El proceso de su formación depende de la evolución de su composición y sus luchas, pero también de eventos «externos» como la guerra. Esta ha sido un momento decisivo desde que el capitalismo se convirtió en imperialismo y monopolio. El voto a los créditos de guerra por parte de la socialdemocracia alemana y europea en 1914 la ha colocado para siempre del lado del Estado y del Capital, determinando un cambio profundo del concepto de clase.

La revolución ha actuado de la misma manera, discriminando dentro del proletariado, delineando nuevos contornos a las clases. Ahora la revolución parece haber desaparecido, pero no es una novedad. Durante mucho tiempo, la lucha de clases se ha desarrollado sin clase y sin revolución. Revuelta heroicas. Pero las primeras victorias proletarias, las primeras insurrecciones a las que no siguió la masacre de los insurrectos, llegaron cuando la lucha de clases pasó de guerra civil «lenta» a organización del enfrentamiento concentrado en el tiempo y el espacio, es decir, revolución. Todas las conquistas de los últimos 150 años son el resultado de la amenaza de la revolución, pendiendo como la espada de Damocles sobre la cabeza de las clases dominantes que solo entienden las relaciones de fuerzas, que solo se doblegan ante el uso de una fuerza comparable a la suya o superior. Incluso la socialdemocracia es posible solo cuando la revolución está en marcha o es posible.

Está claro que solo un consolidación de la lucha de clases, expresada a través de una organización de su fuerza, solo la capacidad de determinar líneas de fractura radicales, podrá eliminar «la sentencia en suspenso» que aún nos amenaza y desbaratar la alianza siempre actual entre liberales, capitalistas y fascistas.

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