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La lucha de clases según tres revoluciones conceptuales: una crónica personal

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Compartimos como adelanto el prefacio del filósofo militante George Caffentzis a su libro "Una teoría marxista del valor-trabajo a la luz de la industria petrolera". Muy pronto en librerías en tintalimon.com.ar

Durante la mayor parte de mis setenta años, me he dedicado a estudiar la lucha de clases. Sin embargo, este objeto de estudio se ha modificado en mi mente por lo menos tres veces. Mi concepción actual de la lucha de clases ya no coincide con la visión grandiosa, aunque limitada, que tuve mientras leía por primera vez a Marx e intentaba describir la lucha por los derechos civiles y los movimientos antibélicos de la década de 1960 utilizando categorías como plusvalía, salarios y ganancias. En ese entonces, la clase obrera y la clase capitalista eran para mí dos titanes definidos institucionalmente que combatían en los piquetes y en los campos de batalla por el control de la sociedad. El resultado de esa lucha titánica determinaba el grado de explotación en toda la sociedad, tal como se expresaba en la tasa media de ganancia.

La microlucha de clases y el rechazo del trabajo (Zerowork)

La primera revolución conceptual que experimenté sobrevino cuando empecé a ver que la lucha de clases está diseminada en todos los procesos de producción social que involucran al trabajo y que el rechazo del trabajo es la “variable oculta” que explica por qué “las cosas” “se vienen abajo” y “se nos vuelven en contra”. Mucho antes de que Michel Foucault y James C. Scott hicieran ver al mundo erudito la “microfísica del poder” y las “armas de los débiles”, textos como “Counter-Planning from the Shop Floor” [Contrapropuesta desde el taller], de Bill Watson, advertían a los militantes anticapitalistas que, en una sociedad capitalista y en un millón de sitios distintos, se desarrollaba una microlucha permanente entre los trabajadores y los patrones (Watson 1971). No era una lucha declarada –a menudo no tenía que ver con los sindicatos o se oponía a ellos– y el combustible que la alimentaba era la repulsa de la alienación y la opresión cotidianas que son esenciales para la rotación de la producción y reproducción capitalistas. Esa revolución conceptual transformó el combate entre dos homogéneos titanes de clase en una difusa lucha “subterránea” de fuerzas y tendencias distribuidas a todo lo ancho y lo largo de la sociedad, que además no era externa a las barreras de clase; por el contrario, impregnaba al capitalismo de diversas maneras en su esencia misma. De hecho, los dos “bandos” se transfundían; la política y la economía eran inseparables pues el trabajo es opresión y es necesario imponerlo sin cesar por medio de mil y un ardides e incontables formas de violencia, mientras que el rechazo del trabajo se mostraba en la superficie de la sociedad mediante infinitas expresiones que, en su mayoría, no se reconocen ni son reconocidas como “lucha de clases”.

Para mí, el nuevo análisis fue como una iluminación religiosa o científica porque, en gran medida, revelaba las fuerzas ocultas del universo social así como las fuerzas nucleares o el campo gravitacional habían revelado las fuerzas ocultas del universo físico. Pero no era fácil “aprovecharlas”: en todo caso, al responder ante ellas, los capitalistas han actuado con mucha más conciencia que las “organizaciones de la clase obrera”. Pues la lucha de clases en el proceso de trabajo y el movimiento de rechazo del trabajo han impulsado el desarrollo capitalista (como si hubiera habido una amplificación sociohistórica del famoso dicho “El que quiere celeste, que le cueste”). Más aun que una lucha de clases manifiesta e institucionalizada, ese combate de clases difuso generó la energía que hizo necesaria una inversión siempre creciente en represión tecnológica (a menudo llamada “progreso”).

Fue una revolución decisiva para que me comprometiera con el proyecto Zerowork, que comenzó en los albores de la primera crisis del petróleo, en 1974.

2. El descubrimiento de las múltiples dimensiones del trabajo: desde Wages for Housework hasta Midnight Notes

Experimenté una segunda revolución conceptual cuando me puse en contacto con la obra de las feministas del “salario para el trabajo doméstico”. Demostraron que las fronteras de la clase trabajadora no estaban demarcadas por el salario y que la explotación (y la jornada laboral) no se limitaba al ámbito del trabajo asalariado: la fábrica, la oficina, el campo. Señalaron que las personas no asalariadas, en especial las mujeres que trabajaban “en su hogar”, eran fundamentales para la generación de plusvalía pues la creación y reproducción de la fuerza de trabajo explotada “en forma directa” por el capital en las fábricas, en las oficinas y en el campo dependía primordialmente de ese otro trabajo, el doméstico. Contemplar el salario desde la perspectiva del salario para el trabajo doméstico me permitió advertir (no solo a mí; a muchos otros también) que la lucha feminista es un sector decisivo de la lucha de clases, pero fue, además, el cimiento sobre el que descansó mi comprensión de “las múltiples formas del trabajo”.

Utilizo la frase para contraponer esta nueva perspectiva a la tradicional concepción unidimensional marxiana, que describe el trabajo como un fenómeno temporal. Supone que el trabajo asalariado contratado “libremente” es el tipo predominante en una sociedad capitalista y que determina la tasa de ganancia y de explotación. En los hechos, en una sociedad capitalista hay por lo menos cuatro modalidades de trabajo, sobre ocho posibles:

(1) trabajo “libre”, legal y asalariado (paradigma: el trabajo en una línea de montaje);

(2) trabajo “libre” legal pero no asalariado (paradigma: los quehaceres domésticos);

(3) trabajo “no libre”, legal y no asalariado (paradigma: la esclavitud [chattel slavery]);

(4) trabajo “libre”, ilegal y asalariado (paradigma: el trabajo en un laboratorio de cocaína).

Dar cuenta de manera completa del proceso de valorización en una sociedad capitalista exigiría integrar por lo menos esas dimensiones a la multidimensionalidad del mundo del trabajo. Análogamente, para explicar la lucha de clases en general, sería necesario dar cuenta del tipo de luchas que acaecen en las múltiples formas del trabajo (que también entrañan múltiples dimensiones de lucha).

Desde luego, este enfoque multidimensional de la lucha de clases mostraba que el capital no usa solamente la jerarquía salarial para dividir a la clase trabajadora: también recurre a esas diversas dimensiones del trabajo para dividirla en distintas “especies” más profundamente aún. El mayor problema político-teórico del análisis marxista sobre el capitalismo ha sido su incapacidad para vérselas con el racismo y el sexismo, cuyas raíces no solo están en la jerarquía salarial sino en la creación de categorías sin salario (como las amas de casa y los esclavos). Así, se introducen divisiones “cualitativas” (como la raza y el género) y no solo “cuantitativas” en el seno de la clase trabajadora.

Reconocer esas múltiples dimensiones del trabajo, así como las divisiones y la descomposición que acarrean en la clase trabajadora sirvió de fundamento a la labor que emprendí en el movimiento  Midnight Notes Collective, que comenzó a fines de la década de 1970, en pleno desarrollo de la segunda crisis energética y del movimiento antinuclear.

3. África, los zapatistas y la Internet: los comunes, los cercamientos y la lucha de clases desde “The New Enclosures” hasta Auroras of the Zapatistas.

A lo largo de toda la década de 1980, nuestras reflexiones en el colectivo Midnight Notes fueron un esfuerzo por conciliar esas dos revoluciones conceptuales. Mantuvimos nuestra peculiar versión del “marxismo vulgar”, que todavía describía la lucha de clases en términos de ganancias/salarios y hablaba de las múltiples dimensiones del trabajo en contraposición a las diversas formas de posmodernismo que, a la sazón, estaban en oferta. Pero nuevas experiencias y nuevas luchas comenzaron a ensanchar nuestro horizonte conceptual sugiriéndonos, por un lado, un nivel más profundo de conflicto que la “lucha por el salario” (por muy amplia que fuera su definición) y, por el otro, la multimensionalidad del trabajo. La creciente represión producida en los primeros años del Gobierno de Reagan nos llevó –a mí y a mis camaradas de Midnight Notes– a los confines de la tierra y del tiempo. (En este caso, la represión sí culminó en desarrollo). Varios empezamos a ver que la estructura profunda de la lucha generalizada por el salario tenía dos aspectos, y así lo advertíamos en las luchas de África, de la India y de todo el continente americano, así como en la lucha por el agua en Palestina, en los movimientos de ocupas de Zúrich, Ámsterdam y Berlín, en las pugnas por mantener abiertos al público los parques y jardines urbanos de la ciudad de Nueva York.

Primer aspecto: la lucha por el salario no habría existido si no existieran trabajadores asalariados. Pero los trabajadores asalariados no son seres de la naturaleza: es necesario construirlos históricamente (como también fueron construidos los trabajadores no asalariados). No es probable que nadie que tenga acceso a los comunes –es decir, a abundantes medios de subsistencia y a una comunidad poderosa– vaya a salir en busca de un salario miserable pagado por el inevitable jefe o patrón (y mucho menos probable es que acepte la criminalización no asalariada, la esclavización o la dependencia de un salario masculino). La creación de trabajadores asalariados y no asalariados fue simultánea y se logró expulsándolos de su ámbito de subsistencia (acción que denominamos “cercamiento”). Si la relación salarial no fuera el elemento que estructura la subsistencia en la sociedad, no habría trabajadores no asalariados.

No es probable que nadie que tenga acceso a los comunes vaya a salir en busca de un salario miserable pagado por el inevitable jefe o patrón.

La sencilla lógica de los cercamientos está grabada “con letras de sangre y fuego” en los textos fundamentales de la tradición anticapitalista (no solo en la Sección 8 del primer volumen de El capital). De hecho, se puede decir que la lucha anticapitalista (cuando nos referimos con ello a la que comenzó a  librarse para impedir que el capital se convirtiera en la fuerza social dominante) se inició mucho antes de 1492, antes de la resistencia a los cercamientos, antes de la colonización, de la caza de brujas y la esclavitud, procesos que se desenvolvieron desde el siglo XVI hasta el XIX. Sin embargo, en nuestros viajes comprobamos que de ninguna manera el proceso de cercamiento había terminado: el Banco Mundial y el FMI lo estaba reintroduciendo en África mediante programas de ajuste estructural que repetían el saqueo de ese continente acaecido cientos de años antes con el tráfico de esclavos y, más tarde, con el colonialismo.

Segundo aspecto: los asalariados no se han conformado con seguir siéndolo. Permanentemente, han intentado recrear entornos y redes de apoyo mutuo que les permitan no depender totalmente del salario. Han procurado rescatar medios de subsistencia y de acceso a la riqueza en los que no intervenga el salario. Cuando tienen éxito, esos proyectos les dan mayor capacidad para rechazar el trabajo y forjarse una vida más allá del capital mucho antes de que hayamos trascendido el capitalismo.

Esos dos aspectos expresan una realidad contemporánea, pero el primero apunta hacia los comienzos del capital mientras que el segundo apunta a su fin. Vemos allí otro elemento de la lucha de clases. En todas sus encarnaciones, el capital procura siempre extirpar el modo original de existir por subsistencia y se empeña en todo momento por descubrir los enclaves de subsistencia y destruirlos. Por otra parte, vigila siempre para poner vallas a cualquier ámbito común que hayan constituido los trabajadores.

Cuando nos planteamos elegir un lenguaje que pudiera expresar la estructura profunda de la lucha que se esconde detrás del salario, no nos pareció que términos como “autonomía” o “autovalorización” fueran adecuados. Estaban demasiado impregnados de supuestos filosóficos que cuestionábamos. En cambio, los términos que empleamos –comunes y cercamientos– tenían para nosotros más poder de evocación y eran más ricos históricamente porque en ellos confluyen el marxismo, la ecología, el feminismo y las luchas indígenas y antiesclavistas (incluso la lucha contra el complejo carcelario-industrial y la pena de muerte). En The New Enclosures, entretejíamos la última parte de El capital y otras hebras muy diversas: los autómatas que se autorreproducen, los obreros del papel que hacían huelga en Jay (Maine), los ocupas del Lower East Side de Nueva York y de Zúrich, la lucha palestina por el territorio y por el agua, el movimiento por la autonomía política negra en Estados Unidos, los agricultores africanos que luchan contra los programas de ajuste estructural y los lazos transatlánticos que vinculaban la lucha por las tierras comunes en Inglaterra con la abolición de la esclavitud en el continente americano.

El capital vigila siempre para poner vallas a cualquier ámbito común que hayan constituido los trabajadores.

La elección de vocabulario resultó, por lo menos, profética. Diez años después de la publicación de ese número de la revista, las expresiones “comunes” y “cercamientos” se han utilizado para describir procesos muy diversos: desde los derechos de propiedad intelectual sobre el software y el patentamiento de genes humanos hasta la reducción del horario de las bibliotecas públicas. Y ese vocabulario también sirvió para formular una alternativa a la apoteosis liberal del mercado en la era del apocalipsis del Estado socialista.

La imagen de la lucha de clases que emerge de esa publicación es compleja. Comienza con la lucha formal por el salario (contractual, monetario y “libre”), pero la inserta en otra mucho más vasta que incluye el trabajo no asalariado (es decir, sin contrato, sin retribución monetaria o “coercitivo”) en sus múltiples dimensiones (desde el doméstico al esclavo). Por último, la lucha generalizada por el salario se amplía y se estrecha continuamente porque el capital con frecuencia hace esfuerzos genocidas por apoderarse de antiguos y nuevos comunes, por “cercarlos”, pero también se construyen comunes nuevos o se preservan los antiguos.

Esa dinámica nos permitió hablar a fines de los años ochenta de una “intifada global”, en el siguiente sentido. En la primera intifada, la guerra por la tierra como una de las facetas del conflicto quedó al desnudo para que todo el mundo la viera. Los jóvenes palestinos arrojaban piedras y los tanques israelíes los mataban, esos tanques que ocupaban su espacio físico para apoderarse de los medios de subsistencia de los palestinos, “cercarlos” (el más importante era el acceso al agua). Y los jóvenes se negaban a que el aparato de un Estado ajeno a ellos (fuera éste israelí o palestino) negociara el lugar donde vivían y que les daba sustento. Querían luchar por ese espacio común con sus propias manos. Veíamos que en todo el planeta, la batalla contra la globalización se caracterizaba cada vez más por la defensa directa de los comunes, aunque tuviera muchas formas distintas. Y eso acontecía porque el capital mismo intensificaba el ataque contra las zonas comunes de subsistencia, antiguas y nuevas, desde los ejidos de México hasta las pensiones de los trabajadores de Europa occidental.

Por esa razón, en los años que siguieron, Midnight Notes dedicó tanta atención al levantamiento zapatista y el posterior movimiento contra la globalización. Los destacó porque no eran un mero combate por una negociación mejor del salario con el capital: rechazaban el mundo neoliberal que procuraba transformar todos los aspectos de la vida en mercancía y apoderarse de ellos (cualquiera fuese el nivel de los salarios). El eslogan zapatista, “Para todos todo. Para nosotros nada”, y el de los movimientos contra la globalización, “El mundo no está en venta”, expresan de manera sucinta la defensa de los comunes, contra el cercamiento a nivel planetario. Pese a todos los problemas y limitaciones de esos dos movimientos, los defendimos contra sus detractores marxistas y/o anarquistas porque los veíamos como una articulación directa con muy antiguas demandas proletarias anticapitalistas.

Todos esos movimientos no niegan la lucha por el salario, pero nos recuerdan que esta se basa en la tenacidad de los comunes naturales y sociales precapitalistas (desde la geología hasta la historia y el lenguaje) y en la construcción permanente de bienes comunes poscapitalistas (desde el ciberespacio hasta las medidas de seguridad social). Los pensadores del capitalismo han sido con frecuencia muy sensibles a esos “otros” aspectos de la lucha que a menudo llaman “ideológicos”. Pero el pasado humano y de la naturaleza no es una “idea”, así como el petróleo no es una idea de los bosques primigenios. Por ejemplo, muchos guardianes del capital se disgustaron cuando en 1992 la polaridad de las imágenes de Colón y del Indígena se invirtió y cuando se reconoció que la hambruna irlandesa de la década de 1840 era consecuencia del paleoliberalismo. Semejantes enfoques hacían que la energía fosilizada de esos acontecimientos estuviera más al alcance de los trabajadores, como lo demuestra muy vívidamente el movimiento que exige reparaciones y que moviliza a personas de Chicago, Haití o Namibia.

Si el tiempo es terreno de disputa, el espacio lo es más. En la introducción a “The New Enclosures”, el colectivo Midnight Notes no cuestionó a Marx y a Engels para sumarse a la denigración del marxismo que estaba en boga en ese entonces sino por la indiferencia de estos dos teóricos a las cuestiones espaciales. Queríamos dejar en claro, por ejemplo, que, en el contexto de la lucha de clases, la tierra no es una mercancía negociable tal como parecía entenderla Engels. La tierra puede ser el fundamento de un poder que emana de su ubicación histórica o estratégica. Los pensadores del capital lo reconocen al diseñar (y destruir) ciudades, fábricas y caminos. Nos pareció entonces que era importante destacar este hecho y llamar la atención de todos los que pudieran sentirse tentados a negociar el acceso al salario a cambio de los derechos sobre la tierra.

Traducciones: Elena Marengo y Nancy Viviana Piñeiro.

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