Crónica

La carga viral de la precariedad

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Apuntes breves sobre la implosión social en la cuarentena. Desde hace tiempo creemos que es imprescindible una “inteligencia” de Estado, o más precisamente una “oreja” de Estado, que pueda escuchar más acá de los rumores sociales, para sumergirse en la dimensión de los susurros. Porque es ahí donde irrumpe a la percepción política lo que nombramos como social implosionado. En momentos de pandemia y drama social, esa inteligencia y esa escucha se vuelven aún más necesarias. Artículo incluido en el libro "La vida en suspenso. 16 hipótesis sobre la Argentina irreconocible que viene", editado por Revista Crisis y Siglo XXI.

Foto: taller Cusam
Foto: taller Cusam

Desde hace tiempo creemos que es imprescindible una “inteligencia” de Estado, o más precisamente una “oreja” de Estado, que pueda escuchar más acá de los rumores sociales, para sumergirse en la dimensión de los susurros. Porque es ahí donde irrumpe a la percepción política lo que nombramos como social implosionado. En momentos de pandemia y drama social, esa inteligencia y esa escucha se vuelven aún más necesarias.

A diferencia de los rumores, los susurros permiten tomar de manera constante el pulso de lo social en crudo y sin tantas mediaciones y parlas. Si consideramos que los rumores requieren cierta carga intencional, alguien detrás que los empuje, les insufle realidad y los haga correr –“se pudrió todo en”, “mirá que esto no aguanta más, ¿eh?”, “andan diciendo que”–, la diferencia sería que los susurros expresan las cosas en su estado natural. Mientras los susurros son la banda sonora de las fuerzas silvestres, los rumores son el ruido que hace lo político ya hecho lenguaje, forma y expectativa.

No nos interesa mitificar ni celebrar algo así como una fuerza que en esencia sería pura o autónoma de las estructuras de poder, pero sí señalar que una gramática demasiado inflamada por expectativas ideológicas y por cierta sobrefabulación militante suele encapsularse, alejarse de lo real, desentonar con los afectos y hábitos más cotidianos, mostrándose incapaz de percibir dinámicas y conflictividades barriales y urbanas. Sobre todo, aquellas que parecen ocurrir siempre en un opaco más acá de lo social: ciudad adentro, barrio adentro, casa adentro, familia adentro, cuerpo adentro.

Los rumores, si tienen más o menos armadita y atenta una red y un organigrama, llegan siempre a los fierros del Estado: los pueden llevar y traer funcionarios, periodistas, tuiteros, empresarios, sacerdotes, militantes, fuerzas de seguridad, encuestas realizadas por expertos en marketing político, etc. No decimos que la calidad y la intencionalidad de los rumores sean homogéneas, más allá del “sujeto” que los crea o los reproduce –es indudable que la ética que puede tener un empresario o el periodista de una corporación no es equiparable a la de militantes y funcionarias/os piolas–. Los susurros, en cambio, son más difíciles de interpretar, de traducir a un lenguaje estatal y público, de convertir en música para los oídos de “la política” (y por ende en respuestas, reflejos políticos, medidas, gestos); y no es tan fácil percibirlos porque los fierritos habituales que usa cualquier aparato de medición y recolección de datos no llegan a captarlos. Esta gran dificultad que tienen los susurros para transformarse en dato político motiva que cada vez que acontece ese pasaje se grite como un gol al ángulo.

El contexto actual de pandemia –con su crisis y alteración de todos los cálculos, con los ánimos caldeados– requiere más que nunca un oído fino para los murmullos. Y un esfuerzo extra de “traducción” a escala estatal de todo un complejo mapa: de límites subjetivos y límites objetivos, a partir de necesidades concretas y conflictividades.

“Testeos rápidos” de las fuerzas sociales, para decirlo con la jerga del momento. ¿Sobre qué sociedad cae este gran quilombo? Porque por momentos parecería que el coronavirus puso el contador en cero en muchas cuestiones, o que funcionó de hecho como un disipador de la pesada herencia del macrismo. ¿Qué pasa más allá de los datos fríos (las estadísticas de infectados y muertos) y los datos calientes (una emocionalidad que se escapa de las sensibilidades sociales a investigar)? ¿Y cómo se está procesando la cuarentena por fuera de los sistemas de expectativas, los cálculos de siempre, los regímenes de obviedad y los consensos efímeros (el “minuto a minuto”)?

No nos interesa mitificar ni celebrar algo así como una fuerza que en esencia sería pura o autónoma de las estructuras de poder, pero sí señalar que una gramática demasiado inflamada por expectativas ideológicas y por cierta sobrefabulación militante suele encapsularse, alejarse de lo real.

En el laburo de investigación que venimos desarrollando hace casi doce años, encontramos que las cartografías permanentes y en alianza concreta con las fuerzas y los ánimos que circulan en diferentes espacios e instituciones sociales son un posible método para “grabar” susurros: cazafantasmas que llevan de aquí para allá esos poco vistosos y sofisticados aparatos para detectar si hay casas embrujadas, como se muestra en las películas de terror (y no quedan dudas de que estamos metidos en una). En esos mapeos permanentes e ininterrumpidos que se dibujan muchas veces a las apuradas (y que se hacen sin financiamiento, entrando por la ventana de alguna institución, bancándose una no grata ni celebrable soledad política, apostando siempre por la desorientación voluntaria), hemos logrado cazar algunos susurros, pocos quizá, no lo sabemos, pero que en ciertas ocasiones pueden hacerse más audibles.

Hay una enseñanza que estos mapas siempre incompletos nos dejan como legado: no es posible manejarse con certezas. Las ubicaciones nunca son exactas, los territorios son difusos, complejos y ambiguos: Qué sé yo la dirección exacta, amigo: seguí todo derecho por allá, en línea recta siempre. Tampoco es posible hacer un mapa al toque como si fuese el laburo de un movilero que sale quemando gomas a cubrir una noticia de último momento (notamos en estos años que quienes rechazan el trabajo artesanal de hacer cartografía se eyectan desesperados ante cada acontecimiento a recolectar rumores y testimonios para armar rápidas postas políticas). No solemos considerar que cada nuevo evento (por dramático que sea, por perturbador que sea, por trágico que sea) resetee de cero una sociedad y borre los mapas que se vienen desplegando; al contrario, pensamos que todo lo que pasa sucede intensificando lo que es, aniquilando fuerzas, aumentando o mutando otras, pero no forzando a empezar de cero. De vuelta: ¿cuál es el vínculo entre precariedad e implosión, entre precariedad y gorrudismo? ¿A qué sociedad llega esta pandemia, qué conflictividades intensifica, qué es posible “esperar” y qué no?

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Lo social implosionado es el registro de cómo en estos años de crisis y ajuste (ajuste económico, pero también ajuste vital) la vida se fue metiendo y detonando en un adentro cada vez más espeso e insondable. Las implosiones sociales –generalmente huérfanas de imágenes políticas y regaladas involuntariamente al gorrudismo ambiente, al securitismo, al realismo sórdido de la derecha y su eficiente gestión cotidiana de la intranquilidad y el terror anímico que la precariedad provoca– son un elemento central de la sociedad ajustada, trasfondo ineludible de la pandemia y el aislamiento social obligatorio. La cuarentena se monta sobre una dinámica social y doméstica que está al palo e implosionada.

Aislamiento o cuarentena no quieren decir detenimiento, ni enfriamiento, al contrario. La “guerra contra el virus” no es una guerra tradicional, de esas que exacerban la productividad fabril y encienden los motores y los hornos. Esta es una guerra que implica ralentizar los planos públicos, laborales, productivos y sociales “del lado de afuera”, pero que mete toda la fuerza y la manija de la vereda hacia adentro: la implosión es hiperproductividad; se aceleran los cuerpos y las cabezas, todo al borde de la quemazón. Creer que en cuarentena se detiene la máquina es suponer una imagen de lo social preimplosionada. El aislamiento intensificó fuerzas que en una sociedad ajustada ya venían cargadas.

Un rasgo central de la vida ajustada es el cansancio. Mayorías agotadas por la intensificación de la movilización y la belicosidad del entramado cotidiano; por la “picantez” de los barrios; por el aumento de las gestiones diarias y los desbordes que detonan cuerpos y rejuntes; por sostener una familia, anímica y materialmente, sin dejar ningún elemento librado al azar; por administrar entradas de dinero de varios lados: trabajo, changas, subsidios, préstamos; por la necesidad de mantener un umbral de consumo empobrecido y de “emergencia”. Cansancio e hipermovilización que la reclusión intensifica por la falta de dinero; y porque todo se vuelve aún más áspero: el rejunte forzado, el amontonamiento en casas y barrios, el terror anímico que se multiplica al enfrentarse ahora también a un terror biológico, a la amenaza del virus propiamente dicho, a la posibilidad cercana de caer en un hospital desbordado.

Las implosiones sociales son un elemento central de la sociedad ajustada, trasfondo ineludible de la pandemia y el aislamiento social obligatorio. La cuarentena se monta sobre una dinámica social y doméstica que está al palo e implosionada.

Sabemos que la precariedad, cuando es totalitaria (es decir, cuando está en la base de todo lo que se arma para vivir: relaciones, redes, trabajos, consumo, deuda, vivienda; cuando toma y actúa sobre la totalidad de la vida; cuando no es posible pararse sobre otra superficie que estructure, y lo que queda entonces es la contingencia del día a día), produce de manera incesante cortes: sobre el fondo horizontal de precariedad se establecen jerarquías, verticalidades a veces feroces –y a veces letales– que hacen aún más desigual y fragmentado un barrio. La precariedad totalitaria es territorio siempre vivo, lo totalitario no paraliza ni cierra, al contrario, hace que todo lo que sucede en sus zonas –segmentos, pliegues y cortes– sea difícil de asir y politizar.

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Una obviedad a esta altura: las catástrofes o los grandes eventos dramáticos que suceden a lo largo de la historia nunca son democráticos. Las condiciones materiales de las existencias en la precariedad hacen que la pandemia se viva muy desigualmente. Así como las catástrofes tienen sus anillos, que en este caso establecen mayor o menor carga viral, en relación con la precariedad se puede pensar algo similar: a mayor exposición a la precariedad, es decir, a mayor subordinación en las jerarquías que se inauguren, mayor exposición al terror anímico que del “fondo” emana.

El terror biológico es más potente, entonces, cuando se intensifica en los demás terrores: el anímico, el financiero. Hay cuerpos y vidas más o menos preparadas para las dosis de terror a recibir, porque siempre la doctrina del shock es selectiva. (Y, de vuelta, imposible no conectar la noción de “población de riesgo” con la de precariedad, ni tampoco con la pesada herencia que dejó el macrismo: endeudamiento, gorrudismo, mayor informalidad y flexibilidad laboral).

Ajustados, apestados y en lacerante cercanía con la “carga viral” de la precariedad totalitaria, los efectos serán más dramáticos: vidas mal escapadas del confinamiento. Allí irrumpen las letales violencias del interior: femicidios, quilombos intrafamiliares, bajones sin red, despidos, falta de dinero y sobreendeudamiento, que intensificarán aún más la cabeza quemada por la vida mula en recesión y con “desocupación”. También preocupa la profundidad de las heridas que durante el macrismo se inscribieron en las “vidas infames”, esas que solo destellan para su feroz criminalización en las pantallas de la sociedad gorruda. Dolor y angustia que se siente más en las cárceles y “quintas” (centros de rehabilitación), donde la pérdida de contacto con el exterior actúa como un fuerte boomerang que en su vuelta arroja al fondo de una interioridad intranquila y manija.

En estos días se volvieron a activar los fantasmas recurrentes sobre un estallido social. Son fantasías, en tanto se ahorran la necesidad de contar con un mapa complejo, ambiguo y profundo sobre los interiores estallados: ¿qué pasa y cómo se vive en ese lado de acá de lo social, ese reverso íntimo y lejano de la sociedad? Las mitologías habituales sobre el caos suburbano –con independencia de que se pueda o no “pudrir todo” por esta extensa y por supuesto bancable cuarentena, o de que puedan acontecer feos desbordes– le regalan a la derechización afectiva el saber sobre ese “adentro infinito” que pudre cada segmento de la vida social, barrial, corporal, psíquica; un acá insondable para los lenguajes políticos, militantes y estatales más frecuentes.

En estos días se volvieron a activar los fantasmas recurrentes sobre un estallido social. Son fantasías, en tanto se ahorran la necesidad de contar con un mapa complejo, ambiguo y profundo sobre los interiores estallados: ¿qué pasa y cómo se vive en ese lado de acá de lo social, ese reverso íntimo y lejano de la sociedad?

Los distintos modos de conflicto son más o menos intensos y más o menos mortíferos según cuán insertos estén en las redes económicas, sociales, simbólicas, anímicas. Sobre estas guerras privadas funciona la implosión social. Por eso es muy difícil pensar campos de batalla comunes, grandes confrontaciones que cierran “por arriba”. Lo otro de la implosión social no sería un estallido o, dicho al revés, el estallido no sería la coronación de las implosiones, su toma de conciencia o de estado público. No solo porque no hay un vector que unifique todas esas guerras, sino porque además hay constantes implosiones a cielo abierto. Las guerras privadas, que no son “privatizadas” en el sentido ideológico del término, sino que recaen sobre un cuerpo, una casa, una vida, un rejunte, apuntan y se juegan en otros terrenos, distintos de aquellos que muchas veces desean los que, con buena o mala intención política, miden toda crisis según su capacidad de devenir estallido.

Pensar estrategias colectivas y políticas públicas en la implosión es un desafío complejo porque implica moverse y lidiar con fuerzas ambiguas, amorales, caóticas y porque, lejos de las imágenes del conflicto social guetificado a un barrio o a una institución específica, o sujeto a los repertorios reconocibles, lo social implosionado obliga a estar de manera constante entrenando el oído y ensayando formas y formitas –no tan perdurables quizá– de intervención pública y agite político.

*Ignacio Gago, Leandro Barttolotta y Gonzalo Sarrais Alier

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