Las diferencias entre las maneras de vivir de los hombres son casi infinitas. Existen gran cantidad de condiciones, empleos, roles y comunidades diferentes. Estas diferencias hacen que casi todos los hombres actúen en función de finalidades distintas y razonen según principios distintos.
Malebranche, Acerca de la investigación de la verdad
Hoy cuando el comercio, los viajes y las conquistas reúnen a los diferentes pueblos, y sus maneras de vivir se acercan debido a la frecuente comunicación, se percibe cómo ciertas diferencias nacionales han disminuido.
Rousseau, El Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres
Este libro trata de la historia de la Era Moderna, y sus protagonistas son las plantas. Como el tabaco, la quina, la coca, el guayacán o el peyote, todas son originarias de las islas y el continente que hoy llamamos América.
En una noche de otoño de 1492, navegantes procedentes de las costas mediterránea y atlántica desencadenan un proceso mediante el cual el destino de estas plantas estará, durante siglos, imbricado al de Europa y al del resto del mundo.
Para entender cómo las plantas pueden convertirse en protagonistas de una historia, es necesario empezar por recordar que son seres vivos. Porque, de tanto verlas cortadas en nuestros platos, disecadas en las páginas de un herbario o reducidas a harina, terminamos por olvidar que ellas también tienen poderes. Crecen, echan raíces, captan la luz del sol, atraen o repelen insectos. La movilización de esos poderes ha estado en el centro de incontables actividades, desde la agricultura hasta la cosmética, pasando por las prácticas del cuidado, por lo cual es casi imposible estudiar las relaciones sociales sin incluir a las plantas.
Se han tomado diversos caminos, desde la antropología hasta los estudios rurales, desde la sociología de la tecnología hasta la historia del arte, para comprender la configuración vegetal de la experiencia humana. Las páginas siguientes trazarán los contornos de una historia política cuyo objeto, e incluso cuya intriga, es el poder transformador de las plantas.
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Para hacernos una idea de lo que está en juego en esta historia, podemos evocar una serie de imágenes realizadas en Florencia, hacia 1590, por el artista flamenco Jan van der Straet, también conocido como Stradano (1523-1604). Titulada Nova Reperta, esta serie se compone de un frontispicio y de diecinueve grabados cuyo tema son los “nuevos descubrimientos” de la época. La primera novedad representada por Stradano, antes de la brújula, la pólvora, la imprenta y el reloj mecánico, es el “descubrimiento de América”, el cual ilustra a través de la confrontación entre el florentino Américo Vespucio (1454-1512) y una tupí del Brasil. Las consecuencias de este acontecimiento en la vida cotidiana de los europeos se abordan con más detalle en un grabado en el que el artista ilustra el guayacán, una planta medicinal antillana. El sutil montaje de estas tres escenas cuenta cómo la sífilis llega a Europa para introducirse en las relaciones más íntimas, y cómo el guayacán, preparado en las boticas para combatir la enfermedad, se infiltra en las habitaciones y en los cuerpos de los enfermos.
Es casi imposible estudiar las relaciones sociales sin incluir a las plantas.
Este grabado, sin embargo, está incompleto en varios aspectos: no muestra cómo se talan los árboles en América y se transportan los troncos a través del Atlántico, ni mucho menos cómo los españoles conocieron las virtudes de la planta. Pero, como lo sugiere su frontispicio, la serie Nova Reperta funciona por un juego de referencias cruzadas entre los grabados. La conversación de Vespucio con la mujer tupí nos permite imaginar indirectamente que los hombres europeos conocieron el guayacán a través del contacto con las mujeres amerindias. En la continuación de la serie, un grabado dedicado a la destilación de remedios brinda más información sobre el tipo de aparatos utilizados por los boticarios para transformar la materia. Por último, los cambios en el paisaje provocados por el comercio de la droga pueden apreciarse en la estampa en la cual Stradano representa la economía azucarera. El artista yuxtapone un cañaveral, en el que, curiosamente, los esclavos están ausentes, a un ingenio con su molino y sus trabajadores, que fabrican panes de azúcar.
Puestas una al lado de la otra, estas imágenes nos invitan a pensar la dimensión política de la incorporación. Para que el guayacán y el azúcar puedan surtir efecto sobre los cuerpos, es necesaria una organización del trabajo y del espacio, con todas las devastaciones concomitantes. Como contraparte, el complejo productivo para refinar el azúcar o para destilar los materiales orgánicos es como una extensión del cuerpo: al predigerir las plantas, multiplica su capacidad de actuar sobre el organismo. Esto no es solo una metáfora, ahí residen el tipo de fenómenos sobre los cuales trata este libro, así como la intuición que lo guía: el poder transformador de las plantas actúa simultáneamente a escala de cuerpos y mundos, de sensibilidades y paisajes.
Los estudios ambientales y, de manera muy diferente, ciertos trabajos de historia económica han sabido captar muy bien la complejidad de estos procesos. En las siguientes páginas, estos se abordarán principalmente desde el punto de vista de la historia del conocimiento, por razones comprensibles si hacemos otro desvío por las Nova Reperta.
Varios de los grabados de esta serie atribuyen la invención o el descubrimiento a una reorganización de las actividades humanas. El desarrollo de la imprenta, el reloj mecánico y las técnicas modernas de navegación, por ejemplo, exigieron la coordinación de diferentes oficios y, aún más importante, una nueva negociación de los límites entre las actividades manuales e intelectuales, entre el mundo erudito y no erudito. Esta dimensión social de la invención explica la importancia que Stradano concede a América. Si la aparición de este continente en el mapa del globo es el fruto de todos los conocimientos operativos acumulados en Europa desde la Edad Media, esta también abre un nuevo horizonte para la política, el comercio y la ciencia. Y revela a los europeos plantas, tierras, animales, pueblos y lenguas inimaginables para los Antiguos. Todas estas realidades no pueden integrarse en el pensamiento europeo sin modificarlo profundamente porque, a la inversa, comprender el mundo exige abarcar su diversidad: para conocer la naturaleza de las cosas, es necesario conocer las cosas de la naturaleza. Pero ¿cómo conocerlas sin reproducir al infinito la confrontación entre Vespucio y la mujer tupí? Las formas de cooperación con el mundo artesanal inventadas por los sabios deben inventarse con los pueblos no europeos.
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Leídas de esta forma, las Nova Reperta ilustran algunas de las principales conclusiones a las cuales ha llegado, cada una a su manera, la historia de las ciencias y la llamada “historia global”: primero, que las formas modernas de gobierno, de la economía, las ciencias y las técnicas se basan en la apropiación de los conocimientos de los mundos no eruditos y no europeos; segundo, que las habilidades sociales necesarias para establecer relaciones con estos mundos fueron un aspecto determinante de la actividad de los sabios, pero también de los oficiales, clérigos y mercaderes que participaron en este fenómeno; y, por último, que las principales figuras de esta historia descentralizada de la ciencia, la colonización o la “globalización” fueron los intermediarios.
Aunque estoy de acuerdo con todas estas conclusiones, me gustaría centrar la atención en la dimensión conflictiva de los procesos que estas describen. En primer lugar, porque la presencia europea adoptó formas mucho más asimétricas en América en comparación con otras regiones, sobre todo las asiáticas, a partir de las cuales se concibió el modelo historiográfico de la intermediación. La violencia de la conquista, la mortalidad indígena, la brutalidad de la cristianización en ciertas regiones, la destrucción de los códices y de las arquitecturas prehispánicas, el trabajo forzado de indígenas y esclavos no resumen ciertamente a las “Indias occidentales”, pero impiden transponer allí los conceptos de “encuentro” o de “coconstrucción” de saberes sin cuestionarlos.
Otra razón por la cual estoy a favor de un análisis de los conflictos es la propia naturaleza de las plantas medicinales. Estas últimas, más que vegetales con propiedades terapéuticas, son conocimientos o, si se quiere, materiales-saberes. Si podemos utilizar, por ejemplo, la corteza de un árbol para tratar los dolores de cabeza no es solo porque esta planta tenga ciertos poderes, sino también porque, gracias a una transmisión a menudo ancestral, sabemos cómo extraerlos, prepararlos y utilizarlos para resolver problemas. Por eso el conocimiento de las plantas medicinales es un saber tanto sobre la planta como sobre el cuerpo, y, en función de la concepción de las causas del dolor y de la medicina, también sobre muchas otras realidades. En otras palabras, si este saber se puede asemejar a un conjunto de enunciados sobre las cosas, remite también a una manera de interactuar con el mundo, de integrar todo lo importante para resolver un problema en una práctica; en resumen, es una “manera de vivir”, retomando una expresión de la literatura moral de la Época Moderna.
El conocimiento de las plantas medicinales es un saber tanto sobre la planta como sobre el cuerpo.
Para comprender estas maneras de vivir en su historicidad, lo mejor es olvidar primero nuestros conceptos de medicina, patología y salud. Muchas de las personas con quienes nos cruzaremos en este libro, que vivieron en Europa o en América, atribuían el origen de sus enfermedades a un sortilegio que las plantas no podían combatir sin el apoyo de entidades invisibles, a las cuales era necesario invocar mediante rituales. Los médicos formados en las facultades, por su parte, no concebían la acción de los remedios sin situarla en un marco interpretativo más general sobre la naturaleza, que incluía, por ejemplo, el ciclo de las estaciones o el curso de los astros.
Teniendo esto en mente, ya no se puede disociar totalmente el uso medicinal de las plantas de sus posibles usos rituales, religiosos, recreativos, propiciatorios, ornamentales o mercantiles. Por esta razón, también, se vuelve concebible e incluso necesario ampliar el espectro del estudio e incluir sustancias cuyo carácter medicinal puede parecer dudoso: venenos, abortivos, pócimas de amor o psicotrópicos.
Además de la raíz purgante del mechoacán y la quina febrífuga, nos interesaremos en el manzanillo, las daturas, el ololiuqui o el curare. Ahora bien, aunque algunas de estas plantas fueron productos de consumo masivo en Europa, otras fueron excluidas de la carrera de las Indias. Por esta razón, es necesario estudiar la apropiación de los materiales-saberes, incluso cuando no condujeron a su validación por los médicos o a su valorización por los mercaderes.
Para ello, tenemos a disposición fuentes varias y abundantes: tratados de medicina y de historia natural, manuales de confesión, procesos de la Inquisición, códices mexicas, relaciones misioneras, diarios de viaje, registros comerciales, cuentas de boticarios. La paradoja de esta documentación es cuán difícil es observar cómo los españoles conocieron en América las plantas que viajaron hacia el Viejo Mundo, y a la vez cuán fácil es ver la relación, hostil o favorable, con las plantas que no atravesaron el Atlántico.
Cuando se combinan estos tipos de documentación, y se hacen idas y vueltas entre Europa y América, se pueden examinar dos series de conflictos. Los primeros están relacionados con la interpretación del poder de las plantas. Los segundos remiten a la jerarquía entre los diferentes usos de las plantas, las cuales pueden, entre otras cosas, ser tomadas como medicamentos, enterradas como ofrendas o almacenadas para ser vendidas. De allí la necesidad de socializar el análisis: ¿Quién puede prescribir a otros su interpretación del mundo? ¿Quién puede imponer su propio reparto de prioridades? ¿Cómo la relación con las plantas de algunos grupos humanos puede constreñir la de otros?
Para responder a estas preguntas, se puede comenzar por observar la apropiación de las plantas medicinales en la cotidianidad, a través de la interpenetración de las maneras de vivir. Así veremos cómo en las casas y en las tabernas, en los mercados y en las callejuelas, dentro de los bosques y a bordo de los barcos, el saber-hacer de las plantas se va desplazando y transformando gradualmente hasta llegar a Sevilla, Manila o Versalles. Las peregrinaciones de las plantas son una oportunidad para observar el juego ambiguo de los intermediarios, que pueden transmitir tanto como encubrir. Estas develan cómo las evoluciones mayores, tanto de la teoría médica como de las políticas de salud o de la concepción misma de la naturaleza, se basan en pequeños cambios discretos.
El verdadero desafío, sin embargo, es identificar cómo los procedimientos más explícitos de la colonización se introducen en estas apropiaciones cotidianas. Para ello, es necesario rastrear el desarrollo de las prácticas de la encuesta en América: cómo estas prácticas intervienen en la administración sanitaria y en la lucha contra la mortalidad indígena, en la explotación económica y en el inventario de recursos, en la evangelización y en el estudio de idolatrías, o en el control social y en los esfuerzos desplegados por la Inquisición para contener la propagación de prácticas supersticiosas. Por lo tanto, la encuesta será estudiada tanto en las expediciones naturalistas de América como en la voluntad de mantener una separación estricta entre los grupos distinguidos por la nomenclatura colonial (españoles, indios, negros, mestizos, mulatos, zambos, etc.). Una de las hipótesis de este libro es la relación, construida en gran parte en las Indias, entre las encuestas que extraen recursos considerados útiles y aquellas que censuran prácticas juzgadas como transgresoras. O, dicho de otra forma, se trata de articular mejor la historia de la apropiación de los saberes con la historia de las prácticas de represión.
Esta solidaridad entre el proyecto erudito y el proyecto colonial, sin embargo, tiene sus límites. Nada más ajeno a este libro que la voluntad de seriar dualismos o superponer relaciones de dominación. La multiplicidad de usos autorizados para una planta como la coca, tanto soporte de lucro como de idolatría, deja ver cuán divergentes pueden ser los objetivos del poder y los intereses de quienes lo detentan. Si el estudio de las maneras de vivir de sabios, comerciantes e incluso inquisidores revela múltiples distanciamientos de la lógica masiva de la colonización, este permite entrever también los límites de su control sobre la vida de indígenas, esclavos y “castas”. Por esta razón, otorgaremos un interés particular al secreto y a la clandestinidad, analizados como respuestas casi respectivas a la doble amenaza constituida por la captación de recursos y la criminalización de los usos juzgados como transgresores. Por eso, también, nos interesaremos en las pequeñas resistencias armadas con venenos, abortivos o pócimas de amor, a través de las cuales pudieron transformarse las relaciones de poder entre hombres y mujeres, amos y esclavos o entre castas, algunas de las cuales desembocaron en insurrecciones.
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Entre 1492 y las primeras revoluciones atlánticas, la historia de las plantas medicinales del Nuevo Mundo se articuló con un número considerable de transformaciones que atañen tanto al pensamiento médico y al gobierno de la salud en Europa como al comercio de drogas, a los paisajes y a las relaciones entre los componentes de las sociedades coloniales. Un cuadro de situación tan dispar suscita dos preguntas a las cuales me gustaría responder, para concluir.
La primera consiste en saber si es posible reunir en un mismo relato estas distintas metamorfosis. Si nos referimos a los principios metodológicos de la historia conectada, parecería imposible. Sin embargo, creo que esta manera de proceder es doblemente pertinente. En primer lugar, todos los fenómenos descritos en este libro se derivan de la apropiación de las Indias por parte de los europeos. Si bien no se puede trazar una cadena de intermediaciones entre estos dos hechos, no es insensato afirmar que, sin el trabajo de los esclavos perseguidos por la Inquisición por haber buscado aliviar su miseria con algunas hierbas, los europeos no hubieran podido consumir azúcar. Más fundamental aún, el interés por reunir todas estas historias en un mismo relato hace ver precisamente la ausencia de vínculos fuertes entre ellas. Y esta es la imagen que me gustaría exponer de la Época Moderna y, de manera general, de los procesos dichos de “globalización”: las “conexiones” desconectan, enlazan regiones y personas que se ignoran y que al vincularse de este modo ignoran aún más cosas sobre su propia existencia. ¿Quién conocía el aspecto del guayacán en la época de Stradano?
La segunda pregunta planteada por el ensamble de las historias que componen este libro radica en la asimetría de las fuentes en las cuales se basa. Una asimetría muy radical para la América colonial, pues es en los documentos escritos por los inquisidores o realizados bajo la supervisión de los misioneros en donde encontramos información relativa a los usos de las plantas por parte de los indígenas. Esta asimetría, sin embargo, no es solo un parámetro del estudio: esta forma parte de la historia por contar. En primer lugar, porque la desigualdad documental traduce una desigualdad política: no todos los seres humanos disponen de los mismos medios para registrarse a sí mismos o para registrar a otros. En segundo lugar, porque esta asimetría traduce la pluralidad de relaciones con la transmisión: no todos los seres humanos conceden la misma importancia al hecho de depositar su existencia en un archivo. En base a esta observación, en vez de renunciar a hablar de experiencias por fuera de las naciones con escritura, este libro concibe la asimetría como un posible medio para contar su historia.
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Aprovecho la ocasión para expresar cierta molestia con respecto al mandato, tan recurrente, de “descentrarse”. En especial cuando este principio induce a europeos, en base a su manejo de las fuentes y de las lenguas, a pretender, una vez más, discurrir desde ninguna parte. No se trata de hacer de la necesidad una virtud ni de preconizar el eurocentrismo, sino de admitir que siempre estamos pensando desde algún lugar; por tanto, si escribimos desde Francia siempre estamos eurocentrados. Tampoco se trata de atribuir exclusivamente a los europeos la iniciativa histórica ni de negar la capacidad de acción de los pueblos no europeos. Simplemente se trata de encontrar esa delgada línea entre el rechazo a la superioridad europea y la negación de la dominación occidental.
Pienso que la mejor manera de encontrar esta línea es asumir la disparidad presente en las fuentes y el carácter situado del planteamiento propio. Por esta razón, en vez de la metáfora geométrica de la simetría, opté por la metáfora musical del contrapunto: el sentido de este relato no aparece tanto en las líneas que lo componen, sino, más bien, en el juego que se establece entre ellas, así como en la posibilidad de habitarlo a través de otras lecturas y maneras de vivir.
De este modo, es posible sustituir el proyecto de escribir una historia del mundo por otro, más modesto, de una historia en el mundo. En definitiva, la historia de las maneras de vivir solo tiene sentido si es una historia viva. Estos son los desafíos y las promesas de un estudio sobre el poder de transformación de las plantas.