Intervenciones

Los callejones sin salida del pensamiento crítico occidental

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Este texto retoma y precisa algunos conceptos centrales ―como el de imperialismo, el de monopolio y el de guerra― en las discusiones que el autor viene planteando en el “ciclo sobre las guerra” que conforman sus últimos tres libros: Guerra o revolución. Porque la paz no es una alternativa (2022), El imperialismo del dólar. Crisis de la hegemonía estadounidense y estrategia revolucionaria (2023) y ¿Hacia una nueva guerra civil mundial? (2024).

Oleh Malshakov. Diseño: Diego Maxi Posadas.
Oleh Malshakov. Diseño: Diego Maxi Posadas.

“En todos los países se discute ahora si estallará o no una tercera guerra mundial. Frente a esta cuestión, también debemos estar espiritualmente preparados y examinar de modo analítico. Estamos resueltamente por la paz y contra la guerra. No obstante, si los imperialistas insisten en desencadenar una guerra, no debemos sentir temor. Nuestra actitud ante este asunto es la misma que ante cualquier otro desorden: en primer lugar, estamos en contra, en segundo, no le tememos. Después de la Primera Guerra Mundial apareció la Unión Soviética, con doscientos millones de habitantes; después de la Segunda Guerra Mundial surgió el campo socialista, que abarca a novecientos millones de seres. Puede afirmarse que si, a pesar de todo, los imperialistas desencadenan una tercera guerra mundial, otros centenares de millones pasarán inevitablemente al lado del socialismo, y a los imperialistas no les quedará ya mucho espacio en el mundo; incluso es probable que se derrumbe por completo todo el sistema imperialista”.

Mao Tse-tung


“Cualquiera puede juzgar cuán grande es la falta de tacto de Raboceie Dielo al lanzar con aire triunfal la sentencia de Marx: “cada paso del movimiento efectivo es más importante que una docena de programas”. Repetir estas palabras en una época de dispersión teórica es exactamente lo mismo que gritar al paso de un cortejo fúnebre: `¡Ojalá tengan siempre uno que llevar!’”

Lenin

Esta afirmación de Mao parece haber sido escrita para nuestra actualidad. Pero estamos completamente incapacitados, en términos psicológicos, para la realidad de la guerra y más aún para considerar analíticamente sus causas, sus razones y los posibles escenarios que abre. El pensamiento crítico occidental (Foucault, Negri-Hardt, Agamben, Esposito, Rancière, Deleuze y Guattari, Badiou, por nombrar a los más significativos) nos ha desarmado, dejándonos indefensos frente al enfrentamiento de clases y a la guerra entre estados. No ha sido capaz de anticipar porque no ha construido los conceptos y los afectos, ni para analizar, ni mucho menos para intervenir. El “desorden teórico” producido en los últimos cincuenta años es grande. No se trata de sobrevalorar la teoría, pero sin esta “no puede haber movimiento revolucionario”.

Es muy difícil en un artículo desarrollar una crítica global del fracaso de un proyecto que pretendía superar los límites del marxismo. Nos limitaremos a analizar los daños profundos producidos por la ausencia de tres palabras clave, imperialismo, monopolio y guerra, cuya eliminación impide entender en qué se han convertido el capital y el Estado, su relación y la acción política.

El imperialismo

El concepto de imperialismo fue prácticamente eliminado de todas estas teorías, de manera más o menos explícita. Negri y Hardt, sobre el cambio de milenio, intentaron dar consistencia teórica a esta eliminación, decretando: “El imperialismo ha concluido. Ninguna nación será líder mundial del modo que lo fueron las naciones modernas europeas. Ni los Estados Unidos, ni ningún Estado-nación constituyen actualmente el centro de un proyecto imperialista”.

El imperio se impone como alternativa a la soberanía moderna, diseñando un nuevo orden mundial que rompe la relación centro-periferia a partir de la cual el capitalismo nació y se desarrolló. Si ya no hay un centro, tampoco hay una periferia, “las divisiones entre el primer, segundo y tercer mundo se confunden”.

El “desorden teórico” producido en los últimos cincuenta años es grande. No se trata de sobrevalorar la teoría, pero sin esta “no puede haber movimiento revolucionario”.

En la nueva soberanía supranacional “los conflictos y rivalidades entre las diversas potencias imperialistas han sido en muchos aspectos sustituidos por la idea de un único poder que las supera a todas, las organiza en una estructura unitaria” y en un derecho común “post-imperialista y post-colonial”. El “declive definitivo del Estado-nación” pondría fin “a la era de los grandes conflictos (…) La historia de las guerras imperialistas, interimperialistas y antiimperialistas ha terminado”. Una gobernanza mundial y supraestatal trae consigo la “paz”, de modo que las guerras se reducen a simples operaciones de policía.

Una idea similar la encontramos en Deleuze y Guattari, para quienes la guerra mundial entre estados habría producido una máquina global de la que los estados son ahora una parte subordinada. También aquí el resultado es la “paz absoluta de la sobrevivencia”. Ni para unos ni para otros la paz es lo contrario de la guerra, se trata más bien de una paz terrible, una paz “securitaria” impuesta por la máquina global, pero ya carece de actualidad “la guerra civil mundial” de Schmitt y Arendt.

“Esta expansión imperial no tiene nada en común con el imperialismo, ni con aquellos organismos estatales diseñados para la conquista, el pillaje, el genocidio, la colonización y la esclavitud. Contra esos imperialismos, el Imperio extiende y consolida el modelo de redes de poder”, que será descrito, en su multiplicidad horizontal (ontología plana, para usar un término de moda hace algunos años), por la teoría del “biopoder” y de la “sociedad de control”.

Los Estados Unidos no son ni la potencia global hegemónica en el mercado mundial, ni la vieja fuerza imperialista. En cambio, tendrá la tarea de llevar al mundo hacia este nuevo sistema que supera a los estados, que integra las diferencias en lugar de excluirlas, porque la constitución estadounidense ya es imperial, “fundada en el éxodo, en valores afirmativos y no dialécticos, en el pluralismo y la libertad”.

El mercado mundial se construye a partir de “un régimen monetario universal”, en el que todas las monedas nacionales “tienden a perder cualquier título de soberanía”. El dinero “es el árbitro imperial, pero no posee ninguna localización precisa, ni estatus trascendente”, lo que significa que el Imperio anula el poder del dólar como moneda internacional.

La Multitud es la otra cara del Imperio, composición del proletariado contemporáneo, que se volvió “autónoma e independiente”. “La cooperación social ya no es el resultado de la inversión capitalista, sino el patrimonio del poder autónomo” de la Multitud. “Somos nosotros los amos del mundo” porque la Multitud “con su trabajo produce y reproduce autónomamente todo el mundo de la vida”.

Para Maquiavelo, el proyecto de construir una nueva sociedad desde abajo requiere “armas” y “dinero”. “Spinoza responde: ¿No los tenemos ya? ¿No están las armas necesarias precisamente dentro del poder creativo y profético de la multitud? ¿En su productividad?”.

La crítica a estos conceptos ya fue hecha por la realidad del imperialismo, del genocidio, de los monopolios financierizados, de la guerra y de las guerras civiles; por la impotencia de los nuevos movimientos que, sin “armas”, “dinero” ni “autonomía”, están perdiendo uno a uno todos ―lo que significa absolutamente todos― los derechos sociales y políticos conquistados en dos siglos de luchas y revoluciones; la multiplicidad de movimientos se revela afásica, inconsistente, desorientada con el estallido de la guerra, posibilidad no contemplada en sus teorías y programas.

Quizás más que la crítica sea interesante relevar el punto de vista de un marxista del sur, para quien “el imperialismo es una etapa permanente del capitalismo”. Ya en 1978, Samir Amin, partiendo de la continuidad secular del “despojo” de las periferias por parte del centro, anticipa el desarrollo de la situación política actual de manera sorprendente. Después de 1945, la configuración del imperialismo cambia profundamente. Se construye un “imperialismo colectivo” que incluye a los Estados Unidos, Europa y Japón, animado por una cooperación/competencia jerárquica en cuyo centro están los Estados Unidos. El imperialismo colectivo ya no desarrolla conflictos interimperialistas entre los estados del norte, pero está en guerra permanente con el sur global, porque “el desarrollo del subdesarrollo”, el “desarrollo lumpen” impuesto a los países del sur, sigue siendo una condición de la acumulación del norte. En el capitalismo global, el espacio nunca puede ser ‘liso’, está  siempre y necesariamente polarizado.

La impotencia de los nuevos movimientos que, sin “armas”, “dinero” ni “autonomía”, están perdiendo todos los derechos sociales y políticos conquistados en dos siglos de luchas y revoluciones.

Siguiendo el hilo de los acontecimientos, la teoría del imperialismo colectivo se perfecciona y después de la caída del muro de Berlín anuncia, previsión también confirmada, que el imperialismo de los Estados Unidos ha definido a los principales enemigos de su feroz voluntad de hegemonía unilateral: en primer lugar, Rusia, luego China y luego Europa.

Se constata, entonces, la perspicacia de un marxismo no occidental: no solo la guerra en el sur se ha convertido en realidad, sino que Europa y Japón se han transformado dócilmente en colonias cuyas economías fueron puestas de rodillas por el aliado estadounidense. La bancarrota de los Estados Unidos es salvada por el saqueo garantizado por el monopolio público de la moneda, el dólar, y por los monopolios privados de los fondos de inversión que despojan a estas economías de su riqueza y de sus ahorros para financiar el enorme déficit del “american way of life”.

La teoría del imperialismo colectivo se basa en otra hipótesis estratégica: la contradicción principal es entre centro y periferia. La jerarquía imperialista, en lugar de desaparecer en la confusión entre el primer, segundo y tercer mundo, se polariza de manera radical. También esta hipótesis parece confirmarse: contraposición económica y política entre el G7 y los BRICS, confrontación militar en curso entre el centro (capitalismo colectivo) y la periferia (sur global). Los puntos de enfrentamiento están todos entre la OTAN, los Estados Unidos e Israel y el sur global (Rusia, Medio Oriente, China).

Samir Amin considera que Imperio produce una identificación deplorable entre imperialismo y colonialismo que condujo al error a Negri-Hardt, para quienes el fin del segundo determinaría el fin del primero. El economista franco-egipcio afirma provocativamente que Suiza es un país imperialista porque participa en el ‘desarrollo del subdesarrollo’, verdadera definición del imperialismo, incluso sin tener una sola colonia.

El monopolio

Deleuze y Guattari no se limitan a rechazar el concepto de imperialismo, también eliminan otra categoría fundamental del trabajo de Samir Amin, por lo tanto ampliamente utilizada: la categoría de monopolio. Parecen ignorar la enseñanza de Fernand Braudel, para quien el capitalismo, desde que era un monopolio mercantil, siempre estuvo dominado por los monopolios. Desde entonces, el proceso de centralización no hizo más que intensificarse, acelerando a partir de los años 70 y alcanzando un clímax inesperado por sus dimensiones (financieras y no industriales) precisamente en esos años.

Al leer a Foucault, Deleuze y Guattari, Negri, etc., parece que después del 68 el proceso de centralización se hubiera detenido e, incluso, invertido. El énfasis se pone en la horizontalidad del poder, en su dispersión y difusión local, micropolítica: para Deleuze, el “capitalismo del siglo XIX es de concentración”, mientras que hoy es “esencialmente dispersivo”. Los dispositivos de la escuela, del hospital, de la fábrica, de cerrados se han abierto, trazando un “espacio liso” que es el equivalente interno del espacio liso del mercado mundial. Ya no convergen hacia un “propietario, Estado o potencia privada”. El “poder tiene como característica la inmanencia de su campo, sin unificación trascendente, sin centralización global”.

Pero es sin duda Foucault quien en sus cursos sobre el Nacimiento de la biopolítica elimina radicalmente los procesos de centralización capitalista, de unificación trascendente, de centralización global, “cortando la cabeza al rey” y produciendo así un radical y nefasto contrasentido político.

Las categorías de biopoder y de sociedad de control querrían introducir una nueva concepción del poder capaz de criticar toda forma de soberanía, de “exceso de poder” sobre la subjetividad. La gubernamentalidad biopolítica tiene como ciencia de su ejercicio la economía política, que Foucault define como una “disciplina atea, sin Dios, sin totalidad, sin Soberano”. Manifestaría “no solo la inutilidad, sino la imposibilidad de un punto de vista soberano”, y afirmaría la existencia de una “multiplicidad no totalizable”. El soberano es eliminado de la organización del mercado, que forma los precios sin la intervención de ninguna autoridad, sino únicamente a través de la impersonalidad de la competencia.

No es importante saber si Foucault tenía simpatías por el liberalismo, sino ser conscientes de que la concepción del funcionamiento de la economía basada en el mercado y la competencia como dispositivo impersonal capaz de determinar los precios, cortocircuitando toda concentración monopolística de poder, es coherente con su visión del poder.

La teoría de lo biopolítico y de la sociedad de control (categorías completamente asumidas por Negri y Hardt) ven solo el movimiento de la difusión horizontal, micropolítica de la acumulación de ganancias y poder, y no captan la otra dinámica, la centralizante que comanda, decide y organiza la dispersión horizontal de las relaciones de dominio y explotación. La difusión es función del monopolio. Los dos movimientos siempre han existido juntos, Marx los describe ya en el Dieciocho brumario, pero es la centralización la que ejerce poder y mando sobre la descentralización. La guerra es un poderoso instrumento de veracidad, porque pone en primer plano la dinámica de los monopolios que el pensamiento crítico ha eliminado.

Samir Amin insiste sobre el cambio en la continuidad. Así como el imperialismo tiene una nueva configuración, a partir de 1973-1975 también la tendrá el monopolio. Al respecto, Baran y Sweezy habla de “monopolio generalizado”, porque todos los elementos productivos dispersos en el territorio y en el planeta son comandados y capturados por los monopolios. Ya no hay espacio para ninguna entidad autónoma, independiente. El ejemplo de la agricultura: los campesinos “independientes” dependen de hecho de los monopolios aguas arriba y aguas abajo de su producción. Aguas arriba dependen de los monopolios para las semillas, el crédito, los tipos de producción, etc. Aguas abajo, la venta del producto está en manos de los monopolios de la gran distribución, que deciden los precios. Al contrario de lo que cree la biopolítica, el mercado no produce de manera inmanente los precios. Para cada sector, energía, alimentación, activos financieros, etc., son fijados por un número reducido de empresas que, inmediatamente después de la pandemia, han desatado un proceso inflacionario que les multiplica las ganancias a nivel mundial. Los precios no emergen en función de la “oferta y la demanda”, sino de la especulación por la renta.

La guerra es un poderoso instrumento de veracidad, porque pone en primer plano la dinámica de los monopolios que el pensamiento crítico ha eliminado.

Samir Amin reconstruye, así, una nueva etapa del desarrollo de la centralización de la producción. Pero a partir de la crisis de 2008 se viene desarrollando una centralización monopolística adicional, inimaginable para el monopolio industrial. Un número reducidísimo de fondos de pensiones y de inversión, que recogen el ahorro estadounidense, europeo y mundial y lo invierten en la deuda estadounidense o en activos financieros (siempre estadounidenses), posee una cifra astronómica de 55.000 mil millones de dólares, de los cuales pronto veremos el sentido y el funcionamiento.

Mientras que el poder soberano ejerce el derecho de “hacer morir y dejar vivir”, la evicción del soberano abre, según Foucault, a una gestión positiva del poder que ejerce un nuevo derecho, “hacer vivir y dejar morir”, una técnica de “gestión de la vida” capaz de hacerla “proliferar”. Esta nueva dimensión del poder nos hace, en cierto sentido, salir del capitalismo, al menos de los efectos que éste producía en el siglo XIX y la primera parte del XX. Nuestro problema ya no sería la producción de la ganancia, que crea simultáneamente la riqueza de unos pocos y la miseria de muchos. Hoy, más que el beneficio, el problema es el “exceso de poder” que se ejerce sobre el cuerpo, el exceso de dominio individualizante sobre la subjetividad. De lo que debemos defendernos es de “los efectos del poder en cuanto tal. Por ejemplo, la crítica dirigida a la profesión médica no es principalmente la de ser una empresa con fines de lucro, sino la de ejercer un poder incontrolado sobre el cuerpo de las personas, sobre su salud, sobre su vida y sobre su muerte.

Es precisamente desde la medicina como acción biopolítica por excelencia desde donde podemos ver la inadecuación de las nuevas categorías del filósofo francés. Recientemente, Luigi Mangione asesinó a tiros a Brian Thompson, director general de UnitedHealthcare (UHC), poniendo de nuevo en el centro del debate a los seguros privados, caballito de batalla contra el Estado del bienestar (en Francia promovido por un estrecho colaborador de Foucault, François Ewald). El biopoder, al ocuparse de las fuerzas de la vida, tendría como objetivo “hacerlas crecer y ordenarlas, en lugar de dedicarse a bloquear su desarrollo, doblegarlas o destruirlas”. En cambio, en Estados Unidos, las aseguradoras sanitarias tienen como único y exclusivo objetivo la ganancia (y el poder para asegurarla) que extraen literalmente de la piel (la “vida”) de los asegurados a los que niegan los cuidados necesarios. En 2023, UnitedHealthcare obtuvo 22.000 millones de dólares en beneficios extorsionados a pacientes, médicos y enfermeras, y los transfirió a los bolsillos de los accionistas. Lo decisivo, sin embargo, es el papel que desempeña el monopolio financiero de los fondos de pensiones, que poseen entre el 20% y el 25% de las diez primeras compañías de seguros. El mayor accionista de UnitedHealth es el gigante de la gestión de activos Vanguard, que tiene una participación del 9%, seguido de BlackRock (8%) y Fidelity (5,2%).

Son los monopolios los que fijan los precios y no el mercado, ya que deciden las pólizas de los “asegurados”. La descripción que hace Deleuze del hospital, que de estructura cerrada se abre y modifica en consecuencia su modo de asistencia (“sectorialización, hospital de día, asistencia a domicilio”), no capta el aspecto financiero del problema, que es el verdadero y único problema que interesa a la codicia de los capitalistas, cuyo nuevo modo de asistencia pretenden también reducir los costos.

Mientras Foucault describía su biopolítica (1978 - 1979) y las nuevas formas de ejercer el poder sobre la subjetividad, el capitalismo y el Estado (angloamericano) llevaban más de una década reorganizándose para poner en el centro de su política, aún y siempre, la vieja rentabilidad, asegurada cada vez, no por el mercado de los ordoliberales y neoliberales, sino por el monopolio económico, el monopolio del poder ejecutivo, el monopolio del uso de la fuerza militar.

La anulación de la acción “soberana” del monopolio, la negación de la centralización y de la verticalidad del poder, tienen consecuencias perniciosas incluso sobre el concepto de poder porque resulta radicalmente pacificado. Dice Foucault: “Lo que define una relación de poder, es un modo de acción que no actúa directa e inmediatamente sobre los otros, sino que actúa sobre su propia acción. Una acción sobre la acción, sobre unas acciones eventuales o actuales, futuras o presentes” mientras que “una relación de violencia actúa sobre un cuerpo o cosas, ella fuerza, doblega, destruye”. Es muy peligroso reducir el poder al afecto, “poder producir afectos” y “ser afectos” (Deleuze). Esto parece eliminar la violencia física, pero es la destrucción de cosas y personas lo, en cambio, prolifera como una metástasis por todo el planeta. El monopolio de la violencia física encuentra en el genocidio en curso la máxima expresión del “derecho a hacer morir”, que nunca fue socavado por el biopoder de “hacer vivir”. Foucault sigue admitiendo su posibilidad, pero no por las razones correctas: “Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes modernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo derecho a matar; se debe a que el poder reside y se ejerce en el nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población”. El fundamento de la guerra, de la guerra civil, de la depredación, de la dominación y del genocidio, de las guerras raciales contemporáneas, se basa, hoy como ayer, en la sed de ganancias y en la voluntad de poder del imperialismo colectivo. El régimen de guerra destruye el Estado del bienestar y su atención a la población, privatizándolo y canalizando sus gastos hacia el armamento para el beneficio de los accionistas de la industria contemporánea del “hacer morir”.

¿Quién es el soberano? Beneficio y estrategia

El concepto de “imperialismo colectivo” permite analizar la naturaleza del Estado contemporáneo y su relación con el capitalismo (monopolio financierizado). El nuevo imperialismo produce una diferenciación entre los Estados. Mientras unos refuerzan su soberanía, su poder económico y militar, dominando “grandes espacios” (Estados Unidos, Rusia, China), otros, como los estados europeos, tienen una soberanía más que limitada, subordinada en todos los aspectos a la nunca elegida comisión europea, que a su vez está a las órdenes directas del centro, Estados Unidos. Si bien Deleuze y Guattari utilizan abundantemente la teoría del intercambio desigual y la dependencia ―sobre todo en la versión de Samir Amin, pero sin tomar nunca el concepto de imperialismo colectivo―, basan siempre la diferenciación entre estados, en el concepto de Estado-nación, lo que debilita todo su marco teórico. Negri y Hardt, en cambio, declaran el fin de este último, pero proclaman otra gran debilidad teórica, una soberanía imperial que nunca existió. Lo que se impuso desde la caída del Muro de Berlín es la soberanía unilateral de Estados Unidos sobre Estados con soberanía limitada.

La limitación de la concepción del Estado que encontramos en Deleuze y Guattari, en Negri y Hardt (y en Foucault que le “cortó la cabeza al rey”) radica en la concepción que tienen del capital como una fuerza cosmopolita que tiende constantemente a sobrepasar sus propios límites y a ir más allá de las fronteras del Estado-nación. El capital es “una fuerza que sólo conoce límites inmanentes”, pero basta que una guerra (una decisión política) sabotee un gasoducto como el Nord Stream 2 para que toda una economía (la europea) empiece a tambalearse.  Basta que el imperialismo colectivo imponga sanciones o aranceles (otra decisión política) para que toda una población pase hambre o muera (Irak, Cuba, Siria, etc., la lista es interminable). Basta que el gobierno estadounidense decida que cierta tecnología no debe pasar a China para que la lógica inmanente del capital quede silenciada. El mercado mundial demuestra que los límites del capital no son inmanentes a su “modo de producción”, sino que son todos políticos. El Estado chino parece capaz de controlar políticamente la forma más desterritorializada y abstracta del capital, las finanzas, impidiendo que el capital extranjero entre en el país y lo expolie. Pero ya durante los Treinta Gloriosos, el poder “cosmopolita” de las finanzas y sus supuestos automatismos estaban sujetos al poder político de los Estados nacionales. Si se ha liberado de estas ataduras es por una voluntad enteramente política que lo ha vuelto a situar en el centro de la economía y no por su propia esencia, no por su vocación intrínseca de superar todos los límites.

Basta que el imperialismo colectivo imponga sanciones o aranceles (otra decisión política) para que toda una población pase hambre o muera.

La separación “ontológica” entre Estado y capital es exacerbada por Negri y Hardt para quienes el imperialismo y el Estado obstaculizan el desarrollo del capital, de ahí la necesidad del imperio: la “trascendencia de la soberanía moderna está en conflicto con la inmanencia del capital”. Ambos, aunque de distinta manera, parecen oponer el espacio liso de la producción y el comercio al espacio estriado de la soberanía estatal. En realidad, la dinámica del capital no es concebible sin el Estado, ambos no se oponen como trascendencia e inmanencia, el comercio fluido no elimina la guerra, el intercambio y el mercado no pueden funcionar sin ley. No existe un “modo de producción” con sus leyes económicas y luego una soberanía que interviene instrumentalmente, para favorecer o bloquear la acumulación autónoma. Estado y capital siempre constituyeron una máquina común cuya coordinación/competencia se ha profundizado desde la Primera Guerra Mundial.

Si la economía no ha “cortado la cabeza al rey”, como cree Foucault, debemos preguntarnos entonces, ¿quién es hoy el soberano? Intentemos profundizar en la relación que se establece entre Estado y capital cuestionando la teoría del Homo Sacer de Agamben, que querría combinar la biopolítica de Foucault con la teoría del estado de excepción de Schmitt (la inmanencia con la trascendencia). Si es cierto que el soberano es quien decide sobre el estado de excepción, debemos problematizar la definición del soberano y del estado de excepción que, desde la Primera Guerra Mundial, ya no parecen corresponder a las realidades conceptualizadas por Schmitt y Agamben.

El estado de excepción ya no puede limitarse a la definición dada por Agamben: una situación en la que el soberano suspende la norma jurídica para poder reconfigurar el sistema de derecho. Ya en la República de Weimar el estado de excepción no podía sino incluir y tener como causa el desarrollo capitalista, la irrupción de las masas en la política y la posibilidad de revolución que introdujeron en ella, la lucha de clases, y cómo ésta reconfiguró el Estado, las fuerzas imperialistas del saqueo colonial y el consiguiente enfrentamiento entre imperialismos, etc. El estado de excepción se refiere a la suspensión de todas las normas (productivas, jurídicas, políticas) como condición necesaria para la definición de un Nuevo Orden Mundial y no a casos de “emergencia” como la pandemia. La decisión debe traer consigo una realidad a la vez política, estatal, económica y militar, que va mucho más allá de las competencias y funciones del Estado cuya muerte lamenta Schmitt, el Estado por encima de los partidos, el Estado separado de la “sociedad”, el Estado autónomo de la economía, el Estado como árbitro de las luchas de clases. El Estado es sólo uno de los actores de esta nueva dimensión de la soberanía. Esto ha quedado cada vez más claro a medida que avanzaba el siglo.

El Nomos de la tierra está más cerca de captar la realidad contemporánea del estado de excepción porque contempla la dimensión mundial y la división centro/periferia que es la base de la dominación capitalista, una situación muy diferente del estado de excepción dentro de los Estados-nación. Quizá sea aún más preciso el tríptico que Schmitt sitúa en el origen de todo orden: tomar, dividir, producir. El “tomar” (la guerra, la guerra de conquista, la guerra de subyugación y el sistema estatal militar que las hace posibles), el “dividir” (el derecho, la propiedad privada) y el “producir” (la fuerza económica) están estrechamente entrelazados y no jerárquicamente ordenados. Marxianamente, podemos llamar al estado de excepción “acumulación originaria” continua.

El soberano de Schmitt, del que se hace eco Agamben, a través del estado de excepción “prepara la situación que el derecho necesita para su propia vigencia”. La situación del estado de excepción en la que nos encontramos también ha sido preparada durante mucho tiempo por el imperialismo estadounidense para fundar un nuevo orden en el que su hegemonía pueda reproducirse, pero el soberano no se parece ni remotamente al cuerpo biopolítico de la teoría de Agamben, y el objetivo no es salvar/reconfigurar el derecho, sino un nuevo orden mundial.

Para ser aún más claros, ¿quién es el soberano que decide la situación bélica en la que estamos inmersos, indispensable para la reconfiguración de un nuevo y quimérico siglo estadounidense? El Estado schmittiano o agambeniano, ¡desde luego que no! El “soberano” está constituido por una serie de centros de poder que se coordinan, chocan e incluso se oponen entre sí, y toman las decisiones “existenciales” (asuntos de vida o muerte) para Estados Unidos: el Estado federal donde los representantes elegidos cuentan tanto como los funcionarios del Deep State; la Reserva Federal, que controla el dólar, que es la forma de “producción” más importante del imperialismo yanqui; los monopolios industriales, tecnológicos y financieros estadounidenses que gestionan una liquidez impresionante (¡con la guerra descubrimos que las finanzas, al igual que la moneda, tienen nacionalidad!); el Pentágono, sin cuya fuerza no hay orden político y monetario; Wall Street, que maneja los hilos de la bolsa, es decir, de la depredación; las diferentes fundaciones, unas más reaccionarias que otras; los lobbies de las armas, inmobiliarios, financieros, de los que el judío es indispensable para la continua desestabilización de Oriente Medio. Sólo dentro de este enfrentamiento/coordinación puede surgir “la decisión”, que ya no es monopolio exclusivo del Estado. El Estado del que se lamentaba Schmitt, retomado por Agamben, no ha existido al menos desde la Primera Guerra Mundial.

El soberano, siempre según Schmitt, del que se hace eco Agamben, no sólo crea y garantiza el estado de excepción, sino que “decide definitivamente sobre la normalidad”, es decir, cuándo la situación puede considerarse suficientemente normalizada, condición para el establecimiento de nuevas normas, nuevas relaciones de poder, un nuevo orden mundial.

¿Quién decide sobre el final de la guerra con Rusia, determinando que la situación está suficientemente estabilizada? Es precisamente en esta ocasión cuando se puede captar la multiplicidad que constituye el “soberano”. Una feroz batalla política se libra entre los diferentes centros de poder para elegir la mejor solución capaz de complacer las distintas estrategias perseguidas por los diferentes bloques de intereses enfrentados dentro del Estado, las finanzas, el Pentágono, la Reserva Federal, los monopolios.

El soberano estadounidense, por otra parte, no tiene que decidir sobre ninguna “normalidad”, porque su estrategia es la desestabilización continua, el “caos” que siembra la división. La normalidad se ha convertido en la alimentación continua de la guerra civil mundial. Oriente Medio es el campo de pruebas de la normalidad desestabilizadora yanqui (Irak, Libia, Afganistán, Siria) que la guerra contra Rusia ha implantado también en Europa.

La normalidad se ha convertido en la alimentación continua de la guerra civil mundial.

En términos más generales, habría que afirmar que no se puede concebir un “modo de producción” separado del Estado. El capital no existe sin el Estado, su dimensión soberana y militar es constitutiva de la producción. Por otra parte, la nueva soberanía post-schmittiana no existe sin el capital: ¿cómo puede reproducirse la acumulación capitalista estadounidense con su abismal déficit sin el poder del Estado sobre el dólar y sin el ejercicio del monopolio de la violencia que lo garantiza? A su vez, ¿puede sobrevivir el Estado sin la capacidad de las finanzas para capturar valor del mundo? ¿Cómo puede, de otro modo, garantizar la financiación del ejército y de las 800 bases militares, financiar a los yihadistas, a los golpistas en Ucrania y corromper a las élites “compradoras”?

Deleuze y Guattari definen la dinámica inmanente del capital como una axiomática. Creo que sería justo pensar en las ganancias y la renta como el resultado de una estrategia en la que intervienen fuerzas subjetivas (políticas, económicas, militares estatales, sociales, religiosas, etc.). La guerra en curso y su relación con la economía nos muestra, para quien quiera verlo, la realidad de esta estrategia. Soberano, para jugar con Schmitt, es quien decide la estrategia, de la que la guerra y el estado de excepción son momentos.

Guerra y guerra civil

El nacimiento o desarrollo del capitalismo es inseparable de la guerra, de la guerra civil, del uso de la fuerza y de la violencia física sobre las cosas y las personas. El pensamiento crítico cayó en la mala costumbre de separar lo político de lo militar, lo económico de la guerra. La filosofía y la política de Ranciere son ejemplares en este sentido porque no hay rastro del uso de la fuerza, de la guerra civil, en ninguno de los dos lados de la barricada. En Ranciere encontramos sólo la “policía”, pero nunca la guerra ni la guerra civil. Para el pensamiento crítico, la democracia de los antiguos se funda en la “división de lo sensible” (Ranciere) o en el “agonismo entre hombres librescos” (Foucault, Deleuze), una domesticación ejemplar de la guerra civil (Nicole Loraux), que las instituciones democráticas deben cada vez evitar, porque están continuamente amenazadas por su estallido.

El desarrollo del capitalismo es inseparable de la guerra, de la guerra civil, del uso de la fuerza y de la violencia física sobre las cosas y las personas.

La guerra, y no el mercado (Foucault), constituye la verdad de nuestra actualidad, o dicho de otro modo, la verdad del capitalismo es el mercado mundial donde el capital, el Estado y la guerra actúan concertadamente. ¿Es posible concebir el poder de Estados Unidos mandando y desordenando las relaciones mundiales sin el Pentágono, sin el ejército más poderoso de la historia de la humanidad? Su fuerza económica y política implica inmediatamente la guerra, que llevan librando ininterrumpidamente desde 1945 (con especial ferocidad durante la Guerra Fría, Indonesia, Vietnam, Chile/Argentina, sobre todo). El Presidente Mao sostenía que entre lo civil y lo militar no hay ninguna muralla infranqueable en China, el paso de uno a otro es siempre posible y puede producirse muy bruscamente: la rapidez con la que las clases dirigentes, los medios de comunicación, los políticos de una Europa fundada en la paz han pasado a la guerra sólo nos dice que la guerra es contemporánea de la política, aunque de manera diferente en el centro del imperialismo colectivo y de sus vasallos.

Desde el siglo XX, la guerra no es sólo la forma de resolver los conflictos entre Estados y clases. También tiene una función directamente económica porque desempeña el mismo papel que los grandes inventos (máquina de vapor, ferrocarril, automóvil). El gasto en armamento se ha convertido en una parte permanente del estímulo y control del ciclo económico (Kalecki). Estados Unidos solo pudo salir de la crisis de 1929 gracias a la guerra mundial. Y las irreproducibles tasas de crecimiento y ganancia de la posguerra fueron el resultado de la reconstrucción de Europa tras la enorme destrucción de las dos guerras mundiales.

La demanda efectiva no se reduce solo al gasto social. El componente políticamente importante es el gasto militar, razón por la cual James O’Connor, en los años 70, no hablaba de Welfare, sino de warfare - welfare.

“Tanto el bienestar como el gasto militar tienen un carácter dual: el bienestar social no sólo sirve para controlar políticamente a la población excedente, sino también para ampliar la demanda y los mercados internos. El aparato militar no sólo mantiene a raya a los rivales extranjeros y obstaculiza la revolución mundial (manteniendo la mano de obra y los mercados de materias primas desde una perspectiva capitalista), sino que también ayuda a evitar el estancamiento económico interno. Por lo tanto, se puede decir que el gobierno nacional es un warfare - welfare state.

El concepto sobre el que construir los demás para dar cuenta de los acontecimientos actuales parece ser el de “warfare - welfare”, en el que se puede captar la simultaneidad y reversibilidad de lo civil y lo militar.

El ejército no sólo tiene funciones militares, sino también “civiles”, la transición de una dimensión a la otra no presenta ningún problema. Desde la Segunda Guerra Mundial, organiza la “gran ciencia” y está en el centro de la investigación y la invención tecnológica y científica mucho más allá del GAFAM. Todas nuestras tecnologías tienen un origen militar, especialmente las redes digitales.

Se trataría entonces de cuestionar la famosa frase de Clausewitz (“La guerra es la continuación de la política por otros medios”), pero también su inversión, llevada a cabo por Foucault y Deleuze y Guattari (“La política es la continuación de la guerra por otros medios”), en la que guerra y política, guerra y economía se suceden temporalmente. Política y guerra son indisociables, la separación de ambos conceptos, al igual que la separación de la paz, era cierta en la época en que escribió el general prusiano, la primera parte del siglo XIX, pero ya no lo es.

Mientras que el pensamiento crítico trata la guerra de forma coyuntural, sin considerarla nunca una condición estructural del capitalismo, ignora por completo la guerra civil. La excepción es Foucault que, durante unos años, entre 1971 y 1975, intenta hacer de ella el modelo de las relaciones de poder. Pero no sólo abandonó rápidamente el proyecto por la gubernamentalidad del biopoder y, más tarde, por los procesos de subjetivación, sino que nunca quedó claro de qué guerra civil hablaba.

El pensamiento crítico trata la guerra de forma coyuntural, sin considerarla nunca una condición estructural del capitalismo, ignora por completo la guerra civil.

En el libro en el que introduce el concepto de guerra civil, La sociedad punitiva, de 1973, Foucault dice que se centra en la sociedad francesa entre 1823 y 1848. Extrañamente (o coherentemente) no dedica ni una palabra a la verdadera guerra civil europea que estalló en 1848. Parece ignorar que, precisamente en ese periodo, entre 1830 y 1848, todo se desencadena en Europa, como señalará en cambio Schmitt, tanto en el plano político (las masas –el “león proletario”, como dirá Tronti– irrumpen en la lucha mundial y ya no volverán a abandonarla) como en el teórico. En Alemania, tras la muerte de Hegel, en 1831, estalla la crítica (Feuerbach, la izquierda hegeliana, Stirner, etc.) a los fundamentos de Occidente (cristianismo, filosofía, capitalismo, Estado), de la que nacería el marxismo, que conduciría las revoluciones victoriosas del siglo XX. Foucault evita tener en cuenta no sólo la guerra civil más importante del siglo XIX, la Comuna de París, sino también las guerras civiles europeas que caracterizaron las dos guerras mundiales, del mismo modo que parece despreciar las guerras civiles mundiales lanzadas por la revolución soviética, que reconfiguraron completamente el mundo desde el punto de vista político, económico y militar. Entonces, ¿de qué guerra civil habla entre 1971 y 1975? ¿Entre quién y quién? No se sabe. De hecho, abandona el concepto.

La relación de inclusión excluyente ejercida por el poder soberano de Agamben, al igual que la “división de lo sensible” (Ranciere) funciona sobre el mismo principio con el que Foucault piensa la división razón/locura, normal/anormal, macro/microfísica, etc. Relaciones de poder sobre las que es imposible fundar cualquier ruptura radical con el presente, a diferencia de la lucha de clases que determina un corte del que emergen dos campos, ambos señalando al otro como enemigo.

La afirmación de Deleuze y Guattari que dice que si la dimensión micropolítica no pasa a la macropolítica no “existe”, en el sentido de que no tiene eficacia, se encuentra plenamente realizada con la guerra y concierne a su propia teoría porque ni la macropolítica ni ese pasaje han sido nunca definidos. La enseñanza suicida que Foucault dispensa a los nuevos movimientos, dispuestos a aceptarla con irresponsable despreocupación, promueve ya en 1978 el desastre político actual que separa las dos dimensiones: “distanciarse de todos aquellos proyectos que se pretenden globales y radicales” y, por el contrario, preferir “las transformaciones, incluso parciales”, “que conciernen a nuestras maneras de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, a las relaciones entre los sexos, a la manera de percibir la locura o la enfermedad”.

Si se elimina esta dimensión global y radical (el mercado mundial y la revolución), donde la política, la economía y la guerra constituyen la verdad de las relaciones de poder, se obtendrá la impotencia política contemporánea, por la que se pierde incluso la posibilidad de la micropolítica, de la microfísica del poder. Marx, escapando a la ceguera teórica actual, considera que el actuar (transformar la subjetividad, la relación consigo mismo) y el hacer (transformar las relaciones de poder del mundo) son momentos de una misma praxis revolucionaria: “La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”.

Alain Badiou piensa que los límites de las revoluciones del siglo XX hay que buscarlos en las condiciones que las produjeron, las guerras. Es la guerra la que impone la forma de organización. Por tanto, son la guerra y la guerra civil las que también obligan a la acción militar. Sin embargo, nunca explicó con qué estrategias se podrían perseguir los mismos objetivos de las revoluciones del siglo XX. En su concepción de la política, “lo que cuenta no son las relaciones de fuerza”. Badiou rechaza todos los conceptos que han hecho la fortuna de las revoluciones (estrategia, táctica, ofensiva defensiva, movilización, etc.) porque militarizarían el pensamiento. Hay que dudar incluso de la pertinencia del concepto de “antagonismo”. “¿Qué es una política radical (…) que mantiene y practica la justicia y la igualdad, y sin embargo presupone tiempos de paz y no está en la vana expectativa del cataclismo”? Nunca lo sabremos.

El pensamiento crítico occidental en su conjunto no comprendió la estrategia del capital y del Estado (angloamericano) en los años setenta y se metió así en callejones sin salida. Negri afirma que Mille Plateaux de Deleuze y Guattari traduce el 68. En el año de publicación del libro, 1980, ya no existe ni ese proletariado ni esas relaciones de poder, sino que hay una contrarrevolución que ya ha derrotado a esa “extraña revolución”. Foucault, en 1978, teorizó sobre una “historia indefinidamente abierta” y una “aparentemente interminable desestabilización de los mecanismos de poder”, cuando en realidad está ocurriendo exactamente lo contrario. El Spinoza de Negri declara, a pesar de la aclamada derrota de la revolución, su continuidad “ontológica”, por la que el proletariado más débil, desorganizado y desorientado de la historia del capitalismo, se eleva a la expresión de un poder irreversible. Precisamente en 1979, una década después de su inicio, la primera fase de la contrarrevolución, la de la confrontación frontal, se cierra con la espectacular subida de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal, sancionando así la derrota de la revolución mundial y celebrando la estrategia política de financierización de la economía estadounidense basada en la deuda, una maniobra plenamente comprendida, entre los marxistas y pensadores críticos, solo por Paul Sweezy.

La situación contemporánea, más allá de los impasses del pensamiento crítico, se presenta de nuevo como un posible momento leninista. Siempre es la guerra la que actúa como “vigoroso acelerador” de conflictos y eventuales rupturas. Pero la fe de Mao en el desenlace revolucionario de las guerras mundiales, que los imperialistas insisten en desencadenar de acuerdo con su estrategia, es incomprensible para el pensamiento crítico occidental, que carece de la misma ‘lucidez’, de la misma obstinación, de la misma determinación y del mismo odio de clase que el enemigo, y también de toda estrategia.

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