Como emergiendo de estos tiempos apocalípticos, que lo golpearon duro, Ticio Escobar logra no solo dar otra vuelta de tuerca al tema del aura, sobre el que ya tanto escribió, sino también arrojar una mirada más profunda al arte contemporáneo occidental, al que dejó en estado latente en obras anteriores. En lo personal, valoro especialmente su nueva visita al arte indígena, retomando con otros aportes conceptuales y sensibles esa gran obra que fue La maldición de Nemur. Se advierte que para lograr esto trabajó en sendas paralelas. Por un lado, la teoría crítica generada en el campo del arte occidental en los últimos tiempos, sacando filo a nuevos pensamientos y explotando más los ya vistos, y por el otro, la conexión de estos avances conceptuales con el territorio del mito mediante una mirada estética y ética de mayor profundidad. Y no con nuevos grupos indígenas, sino con los que ya conoce bien, lo suficiente como para saber que la cultura guaraní es la que más ahondó en la palabra en América, algo que se acerca a las alturas que alcanzaron los dogon en Malí (la mayor cultura de la palabra en África), y también los chamacocos o ishir, que lo deslumbraron con sus intensos rituales, en los que participó, para compartir las vivencias y misterios de este pueblo en esa filosofía que tanto necesitamos hoy para despegarnos del pensamiento europeo y las babas de la cultura de masas, que Cortázar asociaría a las del Diablo. Esta retórica en torno al mito y el valor de la palabra apunta ahora a dar cuenta de lo real mediante metáforas (el ayvu porã es eso, un conjunto retumbante de metáforas) que le permiten iluminar lo que llama “la pandemia capitalista”, que hoy nos ahoga con sus componentes fantasmáticos. “Al igual que el virus –escribe Ticio en este libro–, el capitalismo está impulsado por una fuerza de reproducción sin límites, que no responde a una necesidad humana. Se trata de una abstracción pura, espectral, que se expande por doquier como el más perfecto de todos los virus”. La diferencia está en que el virus no hace distinciones, en su ceguera biológica, pero el sistema capitalista sí, generando tragedias sociales que se despliegan de un modo obsceno, sumiendo el arte en la impotencia. Es que si bien este logró desprenderse en parte de la tiranía del concepto, lo hizo al precio de perder sus propio y legítimos conceptos, pues si apela a los sentidos, a la sensibilidad, lo hace como un juego irrelevante, que se desentiende de su finalidad de enriquecer los significados del mundo; de fortalecerlos para que puedan defender a los pueblos del tecnoesteticismo de la publicidad y el espectáculo banal. Es que si todo es arte ya nada lo es, razona Ticio, por lo que la extensión ilimitada de este concepto a todos los campos de la experiencia y el hacer lleva a la muerte del arte. Esto deviene inevitable si se mata así el mismo objeto del deseo, esa pulsión que activa sus resortes y sostiene el brillo del aura. Pero si bien el arte occidental, escribe Escobar, ha perdido lustre y entusiasmo, logró a modo de compensación, o de consuelo, detectar latidos pequeños y extraños, que podrían estar anunciando el advenimiento de nuevos regímenes de arte, tensiones que buscarían hacer de la ausencia un principio de transformación y reemplazo de las representaciones establecidas. A mi juicio, y en eso trabajo, tanto en el arte como en la vida todo es ausencia.
Es que si todo es arte ya nada lo es, razona Ticio, por lo que la extensión ilimitada de este concepto a todos los campos de la experiencia y el hacer lleva a la muerte del arte.
Pero el problema reside en que la cultura occidental se niega a cortar con su origen ilustrado. Para enfrentar esta cuestión, Ticio retoma el concepto de arte popular como lo no-hegemónico, lo marginal, lo que se resiste a ser fagocitado por el sistema. Se resiste porque nunca quedó atrapado por la autonomía estética, sino que siguió cumpliendo las funciones sociales que le son propias. Se sustrae, así, a las tentaciones del poderoso complejo industrial de la cultura de masas, que hace todo lo posible para ponerlo al servicio de las mercancías y alejarlo de lo que le resta de sagrado.
Aunque el abordaje de la cultura popular no nos resulta hoy tan problemático, sobre todo cuando la separamos de la cultura de masas –tarea que asumió Ticio desde sus primeros textos–, que busca absorberla hasta dejar de ella apenas una caricatura. Un desafío teórico mayor es explorar la eficacia de las imágenes en las culturas indígenas, sobre todo cuando se elige las más profundas, conceptual y ritualmente hablando, como son, sin duda, en Paraguay la guaraní y la ishir o chamacoco. Al visitar de nuevo estos mundos, Ticio nos recuerda que estamos ante pueblos cuyos imaginarios, tan delicados como complejos, se encuentran acosados por el saqueo de los territorios étnicos, la imparable intromisión de la cultura hegemónica y la intolerante penetración cristiana. Estos factores los ponen en el límite de la sobrevivencia étnica, hasta el punto de que cabe preguntarse cómo lograron sostener hasta hoy, en este orden tan salvaje, su exquisita riqueza mítica y ritual, la que aún alimenta su tenaz resistencia.
Esta nueva mirada de Ticio, centrada en la imagen, le permite ahondar en sus diferentes planos y ver cómo su carga mágica genera con eficacia el resplandor de lo maravilloso, lo que vendría a ser la consagración del aura. Cabe aquí remitirse a La maldición de Nemur, el libro mayor de nuestra América consagrado a la estética de una sola etnia, editado en 1999 por el Museo del Barro. Daba para pensar que en sus 400 páginas estaba ya todo dicho, pero no. Aquí va más al fondo en unas pocas páginas que dan cuenta de los claroscuros y las sutilezas que rodean lo sagrado, de un modo que deja atrás los juegos del arte contemporáneo de Occidente, que poco conmueven. En este nuevo libro, Escobar, munido ya de un andamiaje teórico más complejo, queda nuevamente atrapado por ese mundo tan fascinante como trágico, pues sabe que probablemente esa belleza tenga los días contados ante la barbarie que arrasa nuestros símbolos. Ashnuwerta pasa a ser la divinidad central de la cultura ishir, superando a Nemur. Es esa diosa la que detenta el máximo poder, el que se presenta aquí con un sentido ambivalente. El woso es la pura potencia, la fuerza en sí neutra, cuyos alcances positivos o negativos dependen del uso que los dioses, los mortales y, en especial, los chamanes sepan o quieran darle. En el ritual su imagen va acompañada por el séquito de sus hijas, las que la multiplican como si fueran espejos. La siguiente dualidad de esta diosa opone imagen y sonido. Provista de apariencia, Ashnuwerta mantiene tanto su nombre como su imagen fuerte, pero en su otra cara se desliga de la forma y pasa a manifestarse en una perturbadora secuencia de puros sonidos, un complejo llamado Hopupora, convertida, de este modo, dice Ticio, en mensajera de sí misma. Su figura entonces no se manifiesta en términos de la oposición visible/invisible, sino a partir de una intensa y poética interacción entre sonido y silencio. Se expresa mediante una multiplicidad de gritos y sonidos: susurros misteriosos, carcajadas estremecedoras, llantos lúgubres y fragmentos de extraños cánticos, como si los devolviera el viento de antes. Toma también los sonidos del ambiente y los silencios bruscos que ella misma instala en medio de la noche para permitir que se levanten hondas resonancias, aullidos, bramidos y desgarradores chillidos que provienen del monte vecino, así como ladridos, voces, cánticos y percusiones de sonajas que se alzan de la aldea insomne. Lo sorprendente es que Hopupora, aunque carece de imagen, tiene en vilo a toda la aldea con la magia de los sonidos nocturnos que genera, valiéndose de algo tan fundamental en el arte como es el poder de la ausencia, la que se asemeja al aura como si fueran hermanas. El siguiente desdoblamiento de Ashnuwerta implica la transmutación de la diosa en una figura mortal: la mujer/ciervo, que comprende una fase humana y otra animal, cargadas ambas de significados míticos.
Hacia el final de este intenso rito, los anábsoros (los oficiantes del ritual que vuelven del tiempo) se despojan de los coloridos adornos plumarios que los caracterizan y forman con todos ellos un flamígero bulto llamado kadjuwerta, al que se relaciona con la Vía Láctea y por lo tanto con Ashnuwerta. A medida que lo hacen girar sobre sus cabezas, los hombres van perdiendo la razón, algo necesario cuando se quiere tomar por asalto la esfera de lo maravilloso. Levantan las voces hasta cuajar en gritos desenfrenados, a la vez que se descontrolan tanto sus movimientos como el sentido de las frases que buscan articular lo que suena gutural. Este protocolo mágico es llamado Totila teichu, que significa “el ritual de la loca”. El kadjuwysta se relaciona con el orden celestial, el que responde a fuerzas irracionales en cuyo movimiento tiene influencia el desvarío de Totila. Faltó decir que el gran bulto mágico no debe rozar el suelo, pues de hacerlo la tierra entera quedaría cargada de potencias incontrolables. Tampoco el bulto plumario debe desprenderse de la mano del portador, pues este sería arrastrado por el enorme poder de la Vía Láctea.
Para los guaraníes, dice Ticio, la imagen es una copia imperfecta de un modelo superior, lo que parece algo platónico pero no lo es. El vocablo porã es tanto lo bello como lo bueno. El grado más alto de belleza es aquel que marca el cumplimiento de la genuina condición humana. Un camino difícil tanto para el intérprete como para el traductor, por ser temas complejos a los que se debe abordar con el mayor cuidado, ya que las palabras trasplantadas de un mundo a otro sufren siempre perturbaciones y desconciertos. Para este pueblo, la belleza comprende dos dimensiones. La primera es la imagen visible, la apariencia estética. La segunda es la palabra, que implica el concepto, el canto y la danza. Ambas abren el camino al aguyjé, estado anímico que permite alcanzar la Tierra Sin Mal sin necesidad de morir; un desafío fuerte en lo escatológico y una rareza en el imaginario universal de la muerte. La palabra poty designa la flor real, pero también su imagen. Adornadas por la flor, las personas y las cosas adquieren una belleza radiante, de origen divino. Los colores de las plumas que adornan las coronas provienen de los guacamayos, el ave originaria. Los tonos rojizos y amarillos de las plumas tienen la fuerza de la creación: el sol, el maíz y el fuego regenerador de la naturaleza. El saber que se abre en flor es la belleza que corona y sostiene la verdad; lo verdadero es lo sagrado.
El ayvu porã designa el canto resplandeciente, las bellas palabras; un lenguaje creado para hablar con los dioses, no para comunicarse con otras personas. Hélène Clastres sostiene que más que hablar de “bellas palabras” habría que decir “palabras verdaderas”, pues esta categoría es la que más domina el mundo simbólico guaraní. Y es, también, la que más necesitamos en nuestro tiempo, en el que la verdad se alejó casi por completo de las palabras y el lenguaje y en el que reina lo falso. Pero la belleza tiene para este pueblo una función ontológica, que es apuntalar el ser de las cosas y del lenguaje, abriendo este como si fuera una flor. Esta belleza de las plumas, las flores y las palabras permite que el ser humano pueda acceder en vida a la plenitud acabada; al “hermoso fulgor de la plenitud”, de la perfección. Las metáforas del ayvu porã que aluden a esto mencionan la neblina, las llamas, el rocío y la llovizna leve, el relámpago y el humo, como principios anteriores a la misma divinidad. En el pensamiento guaraní, la metáfora no es una forma de decir que disfraza el sentido de las cosas, sino la única forma de decir lo que las cosas son, o de hablar con los dioses, quienes requieren un lenguaje exclusivo, bello. Porque la belleza (porã) va más allá de la fruición estética: apunta al sentido; un sentido que es profundo, sagrado: no mero ingenio, como sucede a menudo con el arte “conceptual”.
En el pensamiento guaraní, la metáfora no es una forma de decir que disfraza el sentido de las cosas, sino la única forma de decir lo que las cosas son, o de hablar con los dioses, quienes requieren un lenguaje exclusivo, bello.
Desde ya, no podemos ignorar el despliegue esplendoroso de estas formas y sonidos cada vez que nos cruzamos con el vacío de muchas obras del arte contemporáneo occidental que presumen de conceptuales; vacío que afecta incluso a las de vocación contrahegemónica, que lo son por su sentido crítico y político, pero adolecen, al decir de Ticio, del mismo “esteticismo blando” de la visualidad hegemónica. Tanto los guaraníes como los ishir no juegan con los grandes símbolos, pues la estremecedora poesía de sus signos se expande e impone con una fuerza avasallante. Claro que todas estas voces y formas pueden ser vistas hoy en el contexto global como disidentes, pero no hay que olvidar que ellas provienen, como se dijo, de culturas que sobreviven por milagro, cuyos últimos resplandores se manifiestan cada tanto como los parpadeantes destellos de las luciérnagas en las noches de verano, las que remedan el aura, esa distancia que la forma inventa para seducir la mirada y guiarla hacia los bajos fondos del arte.