Ensayo

Los trolls al poder

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Adelantamos un capítulo de nuestro próximo lanzamiento: "Bolsonarismo y extrema derecha global. Una gramática de la desintegración", del profesor brasileño Rodrigo Nunes. En este fragmento, el autor analiza la figura del troll y su importancia en la comunicación contemporánea.

Hay quienes todavía se refieren a Jair Bolsonaro y al núcleo ideológico que lo rodea, como a Pilatos: con palabras como “polémico” y “controvertido”. El resistible ascenso y la caída del secretario especial de cultura Roberto Alvim indica, sin embargo, que incluso la clasificación más adecuada de “extrema derecha” tiene algo de inexacto. Desde sus técnicas de comunicación hasta las referencias como la obsesión por las Cruzadas y los gritos de “¡Deus vult!”, el principal modelo que inspira a los ideólogos bolsonaristas es la franja radical conocida en Estados Unidos como alt-right [derecha alternativa]. Constelación heterogénea de grupos y figuras públicas que trafican una mixtura poco saludable de supremacía blanca, misoginia y, sí, coqueteo con el nazismo, la alt-right se hizo conocida internacionalmente por su participación en la campaña presidencial de Donald Trump, en quien encontró más que un aliado, un vehículo para propagar sus ideas.(1)

Más allá de las creencias extremas, lo que distingue a la alt-right del conservadurismo mainstream es su dominio instintivo de la comunicación en tiempos de redes sociales, clickbait y la economía de la atención. Como tantos otros, esta se dio cuenta de las posibilidades que ofrece un ecosistema de información donde cualquiera puede publicar cualquier cosa a costo casi cero; donde las fuentes sospechosas son difíciles de distinguir de las confiables; donde la caza de clics privilegia los titulares sensacionalistas y, con frecuencia, falsos; en la que los algoritmos de búsqueda de interacción favorecen el contenido extremo; y en el que una interpretación pusilánime del deber periodístico de “escuchar los dos lados” contribuye a dar valor de verdad a relatos sin fundamento alguno en los hechos, transformando la mentira en “diferencias de opinión”. Pero fue la alt-right la que entendió primero, y mejor que la mayoría, las ventajas de tomar la posición de una de las figuras centrales de la cultura contemporánea: el troll.

Por la patria, por el lulz

Si bien la etimología del término es dudosa, el personaje es tan ubicuo y fácil de reconocer que la palabra ya ha migrado a la vida offline. El troll busca provocar reacciones fuertes y parece alimentarse de su propia capacidad para provocar el enfrentamiento y exponer a los demás al escarnio. Aunque hoy en día, es instrumentalizado con fines políticos y comerciales, en el origen del troleo como fenómeno cultural, se encuentra una ética que sitúa un humor iconoclasta y desbordado –lulz, en el lenguaje de internet– por encima de cualquier consideración de buen gusto, moral, utilidad política, o incluso el bienestar de los demás.

El troll busca provocar reacciones fuertes y parece alimentarse de su propia capacidad para provocar el enfrentamiento.

La disociación emocional característica de la vida online favorece esta desvinculación con los posibles efectos de la propia acción. En internet, incluso cuando no estamos interactuando de forma anónima, la mediación tecnológica nos desinhibe de actuar de maneras en que no actuaríamos normalmente y muchas veces nos hace olvidar que hay personas de carne y hueso del otro lado. Como una capa extra de disociación, lo que la investigadora Whitney Phillips ha llamado la “máscara de troleo” crea una barrera afectiva que le permite al troll minimizar las consecuencias de lo que hace y mantener la inocencia de sus intenciones, que no pretenden hacer ningún daño, sino que son “simplemente diversión”.(2)

Detrás de este mecanismo reside una asimetría que Phillips explica basándose en la teoría de juegos de Gregory Bateson.(3) Si un juego presupone el entendimiento tácito entre los participantes de que las acciones que allí ocurren deben ser interpretadas de forma lúdica y no literal, el troll es aquel que está consciente en privado de que está jugando, pero el éxito de su juego depende de que el otro lo tome en serio. No hay reciprocidad: no juega con, sino a costa del otro, para su diversión y la de un público capaz de comprender y apreciar el espectáculo. Por lo tanto, su comunicación es siempre doble. Aquello que otros trolls reconocen como una broma necesita ser tomado en serio por los normies (los “normales”, es decir, los no trolls); en cambio, cuanto más lejos logra el troll llevar la broma y confundir a los normies, más en serio lo tomarán sus pares.

Ahí está la clave para entender la estrategia del alt-right y, por extensión, del bolsonarismo. La doble comunicación, y el hecho de que sea el troll quien decida cuándo bromea y cuándo habla en serio, es la base de su técnica para introducir ideas “polémicas” y “controvertidas” en el debate público de forma irónica, humorística o con cierta distancia crítica, manteniendo siempre la duda sobre cuánto hay de broma y cuánto de verdad. Así, mientras la audiencia “interna” reconoce al orador como “uno de los suyos” y entiende el mensaje como serio, pero su vehiculación como una gran broma a costa de los normies, el agitador de extrema derecha está probando los límites del público “externo”, sin nunca dejar de tener una vía de escape. Si en algún momento siente que se ha pasado de la raya, siempre puede dar un paso atrás y decir que no lo entendieron, que fue una broma, convirtiendo el episodio en un caso de persecución o de defensa de la libertad de expresión y un ataque a una cultura en la que “ya nadie sabe jugar”. Esto es lo que hacen los comediantes que han construido carreras como críticos de la “corrección política”; es también lo que hicieron reiteradamente los miembros del gobierno de Bolsonaro con sus (no tan) veladas amenazas de golpe de Estado.

A veces, el agitador será sorprendido haciendo tal provocación que no podrá retroceder; así sucedió con Roberto Alvim y con el norteamericano Milo Yiannopoulos, por ejemplo.(4) En estos casos, el sujeto es expulsado del debate y rechazado por sus pares, porque, con su falta de habilidad, terminó revelando la mano de sus compañeros de juego. Sin embargo, de una forma u otra, habrá logrado lo que se proponía: el asentimiento de sus secuaces e introducir ideas extremistas en el mainstream. Por eso es que internet ha llamado a este tipo particular de troll con el nombre edgelord: aquel que usa la osadía provocadora (edginess) para correr el límite (edge) de lo que es aceptable. Si alguien duda de la efectividad de esta táctica, basta recordar cómo los entonces candidatos presidenciales Bolsonaro y Milei fueron durante años el troll favorito de programas de radio y televisión, y cuánto contribuyó la frase “solo estaba bromeando” a normalizar sus candidaturas.

Vos trabajás para ellos

En este juego, la alt-right también sabe aprovechar la indignación de sus oponentes. En primer lugar, porque, en la economía de las redes sociales, la participación lo es todo, no importa si es buena o mala. Cada trolleada exitosa produce una ola de indignación que impulsa a miles de personas a dar a conocer el material “polémico” y su fuente, aumentando su circulación, visibilidad y viabilidad financiera o electoral. (Un antídoto para esto es comentar sin dar nombres y compartir solo en privado). En segundo lugar, porque las reacciones indignadas pueden usarse para pintar una imagen aún más caricaturesca de sus oponentes: como tontos que cayeron en la trampa; como patrulladores, enemigos del libre pensamiento, elitistas; o incluso como moralistas sin sentido del humor y emocionalmente fuera de control. Así fue como la nueva extrema derecha logró explorar tanto el rechazo a la “corrección política” como los pánicos morales propios del conservadurismo tradicional y posicionarse como la voz de los deseos antisistémicos, al mismo tiempo que asociaba a la izquierda –que, a decir verdad, hizo muy poco para ayudarse a sí misma– al establishment, a una cultura uncool y anticuada, al control del pensamiento.

Las reacciones indignadas pueden usarse para pintar una imagen aún más caricaturesca de sus oponentes.

Cuando hubo una polémica en torno a la exposición Queermuseu en Porto Alegre en 2017, se llamó la atención sobre el hecho de que la extrema derecha había aprendido a utilizar a su favor la tendencia de las plataformas digitales para producir polarización (o cismogénesis, citando nuevamente a Bateson). La pregunta que quedó en el aire fue: si ya se hacen provocaciones anticipando las reacciones contrarias, pero dejarlas sin respuesta tampoco es una opción, ¿cómo reaccionar? Una posibilidad que se me ocurría entonces era la operación artística que consiste en tomar conscientemente el mecanismo psicológico de la sobreidentificación para, en lugar de antagonizar directamente algo, tomarlo más literalmente que sus defensores, llevándolo así a sus últimas consecuencias y exponiendo lo que tiene de obsceno, indeseable y abyecto.

La Gesamtkunstwerk de Roberto Alvim

Un famoso ejemplo de esta técnica fue el movimiento artístico de la década de 1980 llamado NSK (Neue Slowenische Kunst o Nuevo Arte Esloveno), del cual el grupo de rock industrial Laibach fue el mayor exponente. En lugar de asumir la posición habitual para los críticos del régimen yugoslavo, el NSK performeaba una adhesión al Estado y a la idea de nación tan exagerada que exponía lo que había de problemático en ambos con mayor incomodidad que cualquier discurso disidente. Con el tiempo, la misma táctica se usaría contra las bondades liberales de “Occidente”. En la versión de Laibach de una canción de Queen, el aire marcial de la música daba a los tópicos bien intencionados de la letra (“una sola carne, una religión verdadera”) alarmantes connotaciones fascistas.

El uso de la sobreidentificación en Brasil hoy, por lo tanto, haría explícito lo que dicen los edgelords bolsonaristas solo entre líneas, rompiendo con la vaguedad de “es en serio / es broma” que es típica de su juego. El riesgo evidente es que haya tantos disparates circulando en el debate público que su caricatura no solo deje de causar repulsión, sino que termine consiguiendo adhesiones. En todo caso, esta discusión fue anticipada por el “polémico” video de Roberto Alvim.

Seamos precisos. El secretario de Cultura no cayó por “ser” nazi; es perfectamente probable que el nazismo sea para él una máscara como cualquier otra. Ni cayó por citar o inspirarse en el nazismo; otros miembros del gobierno lo hicieron y salieron airosos.(5) Tampoco cayó porque lo agarraron; la cita era una trolleada y, como tal, pretendía provocar la risa de los amigos y despertar la furia de los adversarios. Alvim cayó porque le faltó el arte de sus compañeros de gobierno para poner a prueba los límites sin que se le fuera de las manos. En su afán por complacer a sus nuevos jefes, dobló tanto la apuesta que, como un idiot savant, terminó produciendo una obra maestra accidental de sobreidentificación: un discurso que reunió algunos de los elementos más siniestros del ideario bolsonarista y los comparó explícitamente –¡y en términos positivos!– con el nazismo. Pocas críticas al gobierno han sido hasta ahora tan devastadoras como esta.

Durante años, el juego del edgelord ha sido el caballo de Troya de la alt-right para penetrar en el debate público y librar lo que ven como una “guerra cultural”. Pero el juego no depende solo de la soberanía que el troll ejerce sobre su propio discurso, de su capacidad para operar en una zona de indistinción entre la seriedad y la broma. También depende de una clase política, de la prensa, de los operadores del mercado, etc., dispuestos a permitir o incluso a animar a los agitadores a seguir jugando. Tratar a Roberto Alvim como una “excepción”, un caso de “foro privado”, o incluso una evidencia de que el gobierno no sería extremista y de que las instituciones lo harían moderar, es pretender ignorar la naturaleza de aquello que lo sorprendieron haciendo y fingir que no hay muchos otros jugando todos los días al mismo juego en las redes, en los medios y en el discurso oficial. También es normalizar el hecho de que, además de la “exageración” de las referencias cifradas al nazismo, el contenido de su discurso y el dirigismo de su Premio Nacional de las Artes son suficientes para demostrar que la extrema derecha avanza. Sería bueno que quienes hacen esto en nombre de las reformas, la economía, el arribismo o la conveniencia política tengan muy claro que están contribuyendo a que el extremismo esté cada vez más en el centro de la escena. En cualquier momento puede ser demasiado tarde para poner las barbas en remojo.

*

(1) J. M. Berger, “Trump Is the Glue That Binds the Far Right”, The Atlantic, 10/29/2018.

(2) Whitney Phillips, This Is Why We Can’t Have Nice Things: Mapping the Relationship between Online Trolling and Mainstream Culture, Cambridge/London, MIT Press, 2015.

(3) Véase Gregory Bateson, “A Theory of Play and Fantasy”, Steps to an ecology of mind, Nueva York, Ballantine, 1972, pp. 177-193. [Ed. cast.: “Una teoría del juego y de la fantasía”, en Pasos hacia una ecología de la mente, Buenos Aires, Lohlé-Lumen, 1998].

(4) Véase Dorian Lynskey, “The Rise and Fall of Milo Yiannopoulos – How a Shallow Actor Played the Bad Guy for Money”, The Guardian, 21/02/2017.

(5) Anna Virginia Balloussier, “Alvim é parte de um governo que flerta com ideias fascistas, diz pesquisador”, Folha de S. Paulo, 17/01/2020. El ejemplo viene de arriba, por supuesto: véase Rudolfo Lago, Edson Sardinha y Vanessa Lippelt, “Onze vezes em que o bolsonarismo flertou com o nazismo”, Congresso em Foco, 13/02/2022.

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