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¿Por qué la guerra? II. Acumulación originaria y estado de excepción

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La furia sanguinaria que se apodera de nuestros gobernantes no es un rasgo psicológico, ni una enfermedad mental, ni nada tan novedoso, señala Lazzarato. Con el fin del neoliberalismo se abre una fase de transición hegemónica; y una vez más el estado de excepción toma la forma de acumulación originaria. De la violencia y la guerra emergerá un nuevo orden mundial, un nuevo poder y, sobre todo, un nuevo momento de acumulación de capital.

Maestro: Reflexiona, niño, ¿de dónde vienen estos bienes? No puedes tener nada por ti mismo.

Niño: Lo tengo todo de papá.

Maestro: ¿Y de dónde los obtuvo él?

Niño: Del abuelo.

Maestro: Pero, no. ¿Y de quién los obtuvo el abuelo?

Niño: Él los tomó.

Karl Marx, El Capital, capítulo XXIV

Nuestra actual impotencia política es la consecuencia directa de la exclusión de la guerra y las guerras civiles de la teoría crítica, lo que es a su vez el resultado de otra exclusión: la de las luchas de clases, es decir, de la revolución. Plantear la cuestión de la guerra hoy es plantear la cuestión del mercado mundial.

Cuando la guerra, la guerra civil, el genocidio y el fascismo regresan ruidosamente a nuestras crónicas (y con ellos, paradójicamente, la posibilidad imposible de la revolución), nos descubrimos impotentes, porque aun siendo un resultado evidente de la producción capitalista, son inexplicables solo con las categorías de la crítica de la economía política. ¿Qué relación tienen las guerras con el capitalismo y su producción? ¿Son accidentes en su desarrollo o elementos estructurales? Y, además, ¿qué relación existe entre el Estado, que tiene el poder de declarar y gestionar la guerra, y el Capital? ¿Es todavía válido un concepto de producción que marginaliza al Estado y su soberanía? ¿Puede seguir considerándose solo funcional y subordinado a las exigencias de la acumulación de capital?

En el artículo anterior (¿Por qué la guerra? I: El fracaso económico y político de Estados Unidos), vimos cómo la afirmación de la soberanía de  Estados Unidos avanzaba a la par de un rol que, de manera simplificada, hemos definido como subordinación del Estado a las finanzas. En realidad, el poder soberano, que encuentra en la guerra su máxima expresión, no se da sin la potencia de las finanzas, y el monopolio económico de estas últimas no puede subsistir sin el monopolio político-militar de la fuerza que favorece e impone la dolarización, condición indispensable para la existencia tanto del Estado como de las finanzas estadounidenses. Economía y poder político (y afirmo una vez más que cuando digo político, también digo militar) se presuponen mutuamente, pero en fases como la que estamos atravesando, lo político (y su fuerza militar) prevalece, aunque en la decisión soberana de ir a la guerra la cuestión de la hegemonía económica sea decisiva. En nuestras sociedades, la acción económica y la acción político-militar están estrechamente conectadas, ya que constituyen una sola máquina Estado-Capital, en la que el primero no tiene una función meramente instrumental y subordinada al segundo. Estado y Capital persiguen metas distintas pero convergentes; el aumento del poder del primero y el aumento de las ganancias del segundo se alimentan mutuamente. No es cierto que la política haya desaparecido o que el Estado se haya retirado; el Estado y la política son parte integral de la máquina en la que la acumulación de beneficios y la acumulación de poder funcionan en conjunto.

Los conceptos y la realidad del poder y del Estado estuvieron situados en el centro de la investigación de la teoría crítica desde los años 60 hasta hoy. Los objetivos perseguidos han sido la crítica del concepto de soberanía y la voluntad de superar la interpretación marxista según la cual el poder se identifica con la producción y el Estado se reduce a una simple función de los procesos de acumulación de valor. A finales de los años 70, el concepto de gubernamentalidad de Foucault (el conjunto de técnicas disciplinarias, biopolíticas, de control y pastorales) parece haber alcanzado este objetivo: no solo desplazar y marginar el poder soberano, sino que pretende contener las relaciones que explican el funcionamiento de los mecanismos de poder en las sociedades contemporáneas, irreductibles a la acción de la producción y a la del Estado. Agamben, unos años después, corrige esta pacificación teórica y política que elimina la soberanía, conjugando gubernamentalidad y poder soberano, biopoder y Estado, pero haciendo de estas categorías realidades transhistóricas, invariables que atraviesan los siglos siempre iguales a sí mismas. Tanto uno como el otro excluyen de su análisis al capitalismo, su dinámica y sus contradicciones, a menos que se asuma la “teología económica” de los padres de la iglesia católica como una alternativa efectiva a la crítica de la economía política (lo cual es bastante ridículo) o se identifique el funcionamiento del capitalismo con los primeros capítulos de El Capital de Marx, que Foucault utilizó por un corto período para explicar la acción de las disciplinas.

El Estado y la política son parte integral de la máquina en la que la acumulación de beneficios y la acumulación de poder funcionan en conjunto.

En síntesis, mi tesis es sencilla: el Estado y su soberanía, el monopolio de la fuerza que se manifiesta plenamente en la guerra, así como su poder administrativo, deben integrarse en los conceptos marxianos de capital y producción. Tratamos de explicar mejor esta relación que escapa tanto a Foucault como a Agamben y que, por el contrario, es el fundamento de la coyuntura actual.

Podemos aproximarnos al problema planteándonos la siguiente pregunta: ¿cómo definir la situación abierta con la crisis financiera de 2007/2008? Su condición negativa se da por el fin del neoliberalismo y el ocaso de su gubernamentalidad, lo que implica la subordinación de las técnicas disciplinarias, biopolíticas y pastorales a las necesidades del régimen de guerra que tiene la facultad de utilizarlas, suspenderlas o simplemente anularlas.

La idea de que la economía pueda ser regulada por el mercado y la competencia, aunque estén definidas y activadas jurídicamente por un Estado que interviene con la misma intensidad y frecuencia que el Estado keynesiano, como sostienen los ordoliberales alemanes, ha sido la ideología —no hay otro nombre— de los últimos cuarenta años, a la que gran parte del pensamiento crítico ha dado crédito, reconociendo que mercado y competencia corresponden a algo real.

Fernand Braudel, que no era marxista, nos enseñó que el capitalismo “siempre ha sido monopolista”, que la competencia sirve para eliminar a los adversarios y que el mercado en el capitalismo no existe, porque es un “contramercado” controlado por unos pocos sujetos, el cual, precisamente gracias a la competencia, desemboca siempre y de todos modos en el monopolio.

Escribía Braudel que los capitalistas “tienen mil medios para falsear el juego a su favor”, a través del crédito, la moneda, el poder político, etc. “¿Quién pondría en duda que tienen a su disposición los monopolios, o simplemente el poder suficiente para anular en un noventa por ciento de los casos a la competencia?”. Seguramente los ordoliberales, los neoliberales, Foucault, Laval y Dardot, todos los discípulos o admiradores del filósofo francés, los medios, los políticos, etc.

¿Cómo explicar que el fin de la gobernanza neoliberal a través del mercado nos haya dado la mayor concentración monopólica de la historia del capitalismo y de la historia de la humanidad? (ver artículo precedente ya referido). Con el simple hecho de que la centralización económica (como la política) nunca se ha detenido. De hecho, en el neoliberalismo hemos experimentado una aceleración fulgurante, velada por la ideología del mercado y la competencia. Mercado y capitalismo no son lo mismo, nos dice Braudel, y confundirlos ha creado y crea un enorme problema. Se comete un error similar al identificar capitalismo y neoliberalismo.

La condición positiva para captar la situación contemporánea está dada por la acumulación de eventos: crisis financiera, populismos, nuevos fascismos, guerras civiles, guerra, genocidio. Giovanni Arrighi la definiría como una “fase de transición hegemónica” o de “caos sistémico”. Para tratar de ser menos genéricos, podríamos atrevernos a decir que la fase política abierta por la crisis financiera de 2007/2008, que decretó el fin de los “ciclos hegemónicos” (Braudel, Wallerstein, Arrighi), presenta las características  de la “acumulación originaria” de Karl Marx y del “estado de excepción” de Carl Schmitt. Así que tenemos un “Karl y Carl” diferente al de Mario Tronti, un poco más operativo.

Dos observaciones al respecto. Para tener una imagen del capital y su relación con la soberanía, que asume un papel decisivo en este período, partiremos no del inicio, sino del final del primer libro de El Capital, es decir, de la acumulación originaria. Marx la describe como la época de formación de las clases y del Estado (absoluto) dentro y a través del ejercicio de la gran violencia de las guerras, las guerras civiles, las guerras de conquista y los genocidios. El revolucionario alemán pensaba, erróneamente, que una vez consolidada la producción capitalista, ésta siempre reproduciría sus propias condiciones. Lo cual es cierto, pero de forma limitada (reproduce sus condiciones de existencia dentro de una manera específica de acumulación hasta que entra en crisis) o directamente falso, porque el paso de una forma de acumulación a otra, por ejemplo, del fordismo al neoliberalismo, no surgió de manera espontánea e inmanente de la producción y el consumo fordistas ni del Estado keynesiano. La máquina Estado-Capital tuvo que pasar por la organización de una ruptura, de una discontinuidad representada por la década 69-79, que implicó la intervención del poder soberano y de la fuerza armada allí donde fuera necesario. Es lo político, y no solo estatal ―es decir, la guerra, los golpes de Estado, las revoluciones, la lucha de clases y sus resultados― los que deciden la nueva configuración de las relaciones de capital, de las relaciones de poder y de la forma Estado. La primera división del trabajo siempre es política y no económica, porque debe producir a los dominantes y los dominados, porque debe dividir entre propietarios y no propietarios. La propiedad privada es un presupuesto del capital, una institución que, sin embargo, no crea ni garantiza ella misma, sino el Estado. La organización de la producción y la división del trabajo propiamente dicha, aquellas que encontramos en El Capital, llegan después para normalizar relaciones de fuerza definidas por el enfrentamiento político entre las clases.

La segunda observación tiene que ver con el concepto de “estado de excepción” por medio del cual se pueden suspender las normas jurídicas, productivas y democráticas, de modo que el Estado, el uso de la fuerza y la guerra, reinen y decidan. Sin embargo, a diferencia de lo que piensa Agamben, el estado de excepción debe ser distinguido, del estado de emergencia. El Patriot Act de Bush o las medidas impuestas por el Estado durante la pandemia de Covid son casos de emergencia. Reservamos el concepto de estado de excepción para épocas de rupturas radicales que marcan el paso de un orden económico-político mundial a otro: la Revolución Francesa que marca el fin del ancien régime (feudal), las dos guerras mundiales que fueron una única y larga guerra civil, y dentro de esas guerras, la Revolución Soviética o la China, que juntas definieron un nuevo orden mundial (la guerra fría), los años 70 que determinan el paso del fordismo al mal definido neoliberalismo, o incluso la situación actual que anuncia el fin de este último y el pasaje a un momento “nuevo”, que surgirá precisamente del enfrentamiento en curso.

Sería quizás más correcto asumir otro concepto de Schmitt, complementario al de acumulación originaria: el “Nomos de la Tierra”, un acontecimiento histórico donde la conquista, la guerra, la apropiación, al igual que en la acumulación originaria marxiana, generan e instituyen un nuevo orden y un nuevo poder; su realización no necesita normas, estas se instituirán posteriormente. El Nomos es un evento, un lugar y un momento de discontinuidad donde se decide, mediante el ejercicio de la fuerza, la forma del Estado, las clases sociales, las relaciones de fuerza. Sin la acumulación originaria, es decir, sin el Capital, el Nomos de la Tierra solo sería un evento histórico-político, cuando en realidad, especialmente a partir de finales del siglo XIX, pero ya desde la Revolución Francesa, se ha vuelto de manera indisoluble un evento económico-político (algo de lo que Schmitt es plenamente consciente y ve en la lucha de clases, que ya no es reducible a la ruptura ocurrida entre 1830 y 1848, la razón principal del fin del Estado tal como lo deseaba, autónomo e independiente de la “sociedad”).

El derecho no nace en la zona de indistinción entre “interior y exterior” determinada por la suspensión del sistema jurídico (Agamben), sino de los conflictos entre fuerzas que vencen y otras que son vencidas. Por lo tanto, en ningún caso el campo de concentración puede ser definido como el “Nomos de lo moderno”, su “matriz oculta”, porque, como la emergencia, no son más que elementos de estrategias que destruyen un orden y crean otro. Lo que se convierte en regla, en la gestión diaria del poder, es la emergencia y no el Nomos de la Tierra, que permanece como una excepción. La pandemia no define un nuevo orden mundial, la guerra que estalló inmediatamente después sí. Agamben se agitó mucho durante la pandemia y prácticamente desapareció con la guerra, precisamente porque reduce el Nomos de la Tierra al problema del derecho confrontado con el hecho de la violencia armada, el choque de clases. Lo que nos interesa entender es, en el “vacío jurídico” del estado de excepción, cómo las fuerzas luchan por una nueva hegemonía económico-política o incluso, si es posible, por la revolución imposible.

En la base tanto de la acumulación originaria como del Estado de excepción/Nomos de la Tierra, encontramos una conquista, una toma de posesión que es tanto de poder para el Estado como de ganancia para el Capital. Es a través de la apropiación, del poseer, que Estado y Capital se comunican. Aquí tanto Karl como Carl nos dicen que antes de producir, hay que tomar, apropiarse, expropiar (tierra, seres humanos, recursos, medios de producción, riqueza, etc.) y dividir lo que se ha tomado entre propietarios y no propietarios. La producción no crea las clases, ni instituye la propiedad, ni es capaz de organizar la expropiación de los medios de producción y los recursos necesarios para su desarrollo. Al contrario, presupone el tomar, el expropiar y el dividir entre propietario y no propietario, entre dominantes y dominados. Para ejercer la gran violencia necesaria para tomar y dividir, lo decisivo es el uso de la fuerza, la guerra y la guerra civil. Pero incluso antes de producir el derecho, hay que tomar y dividir. Mientras que para Marx la violencia es “ella misma una potencia económica”, en Schmitt, que la violencia se convierte en potencia jurídica, esto está afirmado de manera ambigua (ambigua porque el verdadero estado de excepción —revolución, nuevo orden mundial, guerra civil, etc.— no puede ser un momento disciplinado por el derecho, en el que éste, para salvarse a sí mismo y al Estado, admite la violencia, incorporándola al ordenamiento; fuerza que se convierte en una nueva potencia económica y jurídica).

En la acumulación originaria descrita por Marx encontramos, como en sus escritos histórico-políticos, muchos paralelismos, mutatis mutandis, con nuestra situación: multiplicidad de sujetos (raptores y comercializadores de esclavos, aventureros, piratas, rentistas, financistas, capitalistas, campesinos, militares, mercaderes, etc.); multiplicidad de modos de producción y de explotación (la esclavitud, el trabajo servil, el trabajo asalariado, la explotación financiera y crediticia, etc.); multiplicidad de formas de violencia (genocidio de los indígenas, la expropiación de tierras comunes en Europa y “libres” en el Nuevo Mundo, la guerra de conquista, de sometimiento, la guerra civil, las guerras entre imperialismos, etc.). En esta fase de violencia desplegada, el papel central lo juega el Estado (“la burguesía naciente no puede prescindir de su intervención constante” por lo que “todos los métodos de acumulación originaria explotan, sin excepción, el poder del Estado”) no solo desde el punto de vista militar como detentor del monopolio de la fuerza (“brutal”, dice Marx), sino también económico, como gestor del crédito y la deuda pública, y político/legislativo, capaz de crear leyes especiales (“legislación sangrienta” contra los campesinos reducidos a mendigos por las expropiaciones).

Del texto emerge una afirmación marxiana muy importante que debe ser extendida hasta nuestra actualidad: es el Estado quien precipita violentamente el paso de un orden a otro (aquí, del feudalismo al capitalismo) y acorta, mediante el uso de la fuerza, la fase de transición.

El desarrollo del capitalismo introduce un cambio radical en la relación Estado/Capital. Si bien es cierto que siempre han estado en una relación de dependencia mutua, desde finales del siglo XIX y particularmente desde principios del XX, la relativa autonomía del Estado respecto de la economía (Poulantzas) y de ésta respecto del Estado disminuye y las dos realidades se integran en una única máquina bicéfala.

Cómo nació y cómo murió el neoliberalismo

La definición que hemos dado de la situación actual (acumulación originaria y estado de excepción) nos permite despejar todas las ambigüedades y confusiones que el concepto de neoliberalismo ha suscitado. De la experiencia de su nacimiento y su rápido declive quizás podamos sacar algunas enseñanzas para la situación que estamos viviendo.

Gracias a mi avanzada edad, pude vivir y ver con mis propios ojos la alternancia entre  fases de gubernamentalidad y momentos en los que se desata la violencia de la acumulación originaria y el estado de excepción. Las dos guerras mundiales afirmaron un nuevo Nomos de la tierra (hegemonía americana en Occidente, soviética en Oriente). Las inéditas relaciones de poder que se establecieron fueron posteriormente estabilizadas y normalizadas en el norte del mundo por una gubernamentalidad keynesiana, a veces socialdemócrata. La nueva acumulación de capital liderada por Estados Unidos entró en crisis a finales de los años 60. La máquina Estado-Capital estadounidense lanzó de inmediato una nuevo proceso de acumulación originaria y su estado de excepción, que se desató en el planeta entre 1969 y 1979, determinando el paso del fordismo al posfordismo. La victoria obtenida por la máquina Estado-Capital en esa década abrió el camino a una nueva forma de gubernamentalidad: el neoliberalismo, que acompañó la acumulación centrada en el crédito y las finanzas, hasta que también éste colapsó en 2008. La sucesión de la crisis financiera, el populismo, la guerra y el genocidio sentenciaron su fin. Ahora nos encontramos dentro de la gran violencia propia de los momentos en que se establece un nuevo orden (¡si las grandes potencias lo consiguen, porque aún no es un hecho!).

La situación actual se define por los procesos de acumulación originaria y estado de excepción.

Tratemos de ver más de cerca lo que sucedió en la década de 1969-1979, para darnos  una idea precisa de la forma y la función de la acumulación originaria y del Nomos de la tierra que originaron la nueva globalización iniciada en los años 80, y que ahora se está desmoronando ante nuestros ojos. El ciclo de luchas mundiales que desemboca en el 68 impuso un cambio de estrategia política de la máquina Estado-Capital estadounidense, que comenzó, a tientas al principio, pero luego con mayor seguridad, a definir una nueva forma de acumulación. Primero derrotó y luego modificó la composición de clases, y construyó un Estado que fue una crítica en acto al Estado keynesiano, ya que las masas, gracias a las revoluciones del siglo XX, habían logrado ganar espacios de contrapoder dentro de él. La tarea de destrucción no podía sino comenzar donde el sujeto político era más fuerte: el sur del mundo. Estados Unidos, bajo la dirección de Kissinger, organizó una serie de golpes de Estado ejemplares en América Latina a través de militares fascistas. El Estado y su poder para declarar la guerra civil, imponer el estado de excepción y utilizar a los fascistas, también se manifiesta dentro del capitalismo maduro, como derecho sobre la vida y la muerte de miles de comunistas y socialistas. En el norte, la integración relativa de la clase obrera en el sistema, conseguida gracias al salario y el consumo, solo requería una derrota política (Reagan y Thatcher). Se suspendieron las normas jurídicas, productivas, sociales y técnicas que habían regido desde la posguerra hasta 1968. Sin tocar la constitución formal ni el derecho, se alteró y modificó profundamente la constitución material. Las relaciones de fuerza, radicalmente transformadas a favor del capital, crearon las condiciones para modificar de hecho las normas jurídicas, las normas productivas y las técnicas de poder que no emergen de manera inmanente de la producción fordista ni del Estado keynesiano, sino que deben ser construidas con el uso de la fuerza armada del fascismo y la fuerza política del Estado. El objeto principal de la violencia son los procesos de subjetivación revolucionaria. Las nuevas normas no pueden imponerse sobre la situación de “caos” determinada por la lucha de clases, como la desplegada en América Latina. Para imponer estas normas, primero debe establecerse el orden en las subjetividades: solo los sujetos derrotados estarán dispuestos a asumir nuevos comportamientos, nuevas formas de trabajar, nuevas modalidades de reproducción.

La sucesión de la crisis financiera de 2008, el populismo, la guerra y el genocidio sentenciaron el fin del neoliberalismo.

Como en el Marx de la acumulación originaria, también en los años 70 es el Estado el que precipita violentamente el paso de un orden político-económico a otro y acorta, mediante el uso de la fuerza, la fase de transición. No son los capitalistas los que, en los años 70, bombardearon la residencia presidencial de Allende y encarcelaron y torturaron a miles de militantes socialistas y comunistas (los que asesinaron cuadros de los Black Panthers, los que organizaron la estrategia de la tensión en Italia, etc.), sino que, una vez obtenida la victoria sobre la revolución en los gobiernos sudamericanos, los economistas neoliberales se sentaron junto a los militares fascistas. Solo después de haber normalizado completamente la “situación” creada por los golpes de Estado (“soberano —dice Schmitt— es el que decide de manera definitiva si este estado normal realmente está dado”), los neoliberales podrán gobernar por sí mismos imponiendo nuevas normas y comportamientos. Después del restablecimiento del comando de la máquina Estado-Capital, la situación se normalizará construyendo un nuevo consenso de los vencedores, que pasará por la economía de la deuda y el consumo a crédito, y no más por el salario y el welfare.

El resultado político más importante de la nueva acumulación originaria y del estado de excepción será, como siempre en el capitalismo, una nueva configuración de la propiedad privada, ya no basada en el capitalismo industrial, sino en las finanzas: el nuevo principio de distribución de la riqueza ya no tiene en su centro a los productores, sino a los propietarios de acciones, bonos y activos financieros.

Solo después de que la máquina Estado-Capital haya sembrado la muerte política, comienza el neoliberalismo como gubernamentalidad de las nuevas relaciones de poder entre las clases. Recién ahí el biopoder (disciplinas, biopolítica, poder pastoral) asume como tarea la “gestión de la vida” de las subjetividades derrotadas y gobierna sus existencias sometidas y subyugadas. El modelo de poder descrito por Foucault (biopoder) ya no tiene como fundamento la violencia del Estado, la soberanía, sino la economía. ¿También aquí es cierto que capitalismo y economía coinciden? El capitalismo contemporáneo, perfectamente encarnado en la depredación financiera, la gran violencia de la apropiación de la acumulación originaria y la guerra de clases entre propietarios y no propietarios, no tiene mucho que ver con la economía en la que los hombres, antropológicamente equipados para el intercambio, para evitar luchar entre sí armados, prefieren competir en la producción y el comercio, según las leyes asépticas de la political economy escocesa. El biopoder hace suya esta imagen pacificada de la competencia y del mercado: no pretende reprimir sino que favorece, incita e insta a la actividad de los gobernados; no trabaja por la guerra, sino por la paz. Su modelo lo ofrece el poder pastoral que no conoce violencia ni enemigos: “El poder pastoral no tiene como función principal dañar a los enemigos, sino hacer el bien a aquellos a quienes vigila. Hacer el bien en el sentido material del término, es decir: nutrir, ofrecer la subsistencia”.

El nuevo principio de distribución de la riqueza ya no tiene en su centro a los productores, sino a los propietarios de acciones, bonos y activos financieros.

Esta verdadera ideología que opone la gubernamentalidad biopolítica al poder soberano, borrando los contendientes de la lucha de clases (tanto el poder de la máquina Estado-Capital como el poder de la revolución), ha penetrado hasta el pensamiento crítico, por ejemplo, en la llamada Italian Theory, en deuda tanto con los conceptos de gubernamentalidad como de biopoder. Agamben, Negri y Esposito adoptan, de diferentes maneras, estas categorías, pero parecen ignorar que su presupuesto, en Foucault, es el abandono de la guerra civil (guerra de clases) como modelo de relaciones sociales. La relación de poder ya no es jurídica ni guerrera, sino de gobierno. No debe buscarse ni en el contrato ni en la violencia ni en las luchas. La relación amigo-enemigo impuesta por la revolución mundial desatada por la ruptura soviética y reproducida hasta los años 60 y 70 se ha convertido en una relación inofensiva, pacífica y consensuada entre gobernantes y gobernados: el asalto al cielo se reduce a “no ser más gobernados”. El nuevo concepto de poder introducido por Foucault es simplemente ridículo a la luz de su ejercicio actual por parte del Occidente capitalista.

Y cuando la gubernamentalidad ya no es capaz de gestionar las contradicciones del capitalismo resurge con toda su violencia una relación guerrera que nunca había desaparecido, sino que era la condición misma de la gubernamentalidad. Es la eliminación de esta relación lo que está en la base del fracaso de todas estas teorías incapaces de anticipar, prever la guerra, la guerra civil y el genocidio, es decir, de comprender la naturaleza del capitalismo.

El neoliberalismo está muerto, pero el capitalismo continúa con la guerra, la guerra civil, y reactiva sus alianzas con nuevos fascismos, asumiendo hoy la gran violencia del genocidio.

Estos relatos pacificadores fueron barridos por la propia crisis de la economía, fundamento del biopoder, y reaparece con toda su fuerza horrorosa lo que nunca se había ido: el poder soberano sobre la vida y la muerte, señal de que una nueva acumulación originaria se dispone a crear las condiciones políticas de un nuevo orden mundial. El liberalismo clásico fue aniquilado por la Primera Guerra Mundial, pero el capitalismo siguió reproduciéndose en alianza con el fascismo y el nazismo. El neoliberalismo está muerto, pero el capitalismo continúa con la guerra, la guerra civil, y reactiva sus alianzas con nuevos fascismos, asumiendo hoy la gran violencia del genocidio.

¿Un nuevo concepto de producción?

De lo dicho podemos deducir que la acumulación originaria y su gran violencia, así como el estado de excepción o Nomos de la tierra, y sobre todo la lucha de clases, deben ser parte integrante del concepto de producción, constituyen sus presupuestos que cada vez deciden sobre su forma. De este modo se sale definitivamente de las ambigüedades y limitaciones, incluso marxianas, del concepto de producción que a menudo corren el riesgo de que sus epígonos caigan en un economicismo vergonzante. La violencia, la guerra, la guerra civil y el genocidio no son un accidente de la acumulación de capital, sino sus elementos estructurales y fundacionales.

En los años sesenta y setenta se hicieron varios intentos de enriquecer y ampliar el concepto de producción, tratando de superar las limitaciones economicistas del marxismo de la época: la economía libidinal (Lyotard), la economía de los afectos (Klossowski), el discurso del capitalista (Lacan), la producción deseante (Deleuze y Guattari), la biopolítica (Foucault) y la ontología spinozista del Ser como producción (Negri). Todas estas teorías parecen dar un paso adelante desde el punto de vista teórico (ya que el capitalismo también funciona a través de los deseos y los afectos), pero desde el punto de vista político dan dos o más pasos atrás, ya que han contribuido a pacificar el capitalismo separando la producción de las guerras y de las luchas de clases.

La furia sanguinaria que se apodera de nuestros gobernantes no es un rasgo psicológico, ni una enfermedad mental, ni nada nuevo.

El capitalismo nació de grandes violencias, masacres, genocidios, expropiaciones, guerras, sometimientos. La máquina Estado-Capital se renueva, se reproduce y se impone a través de una barbarie que no hace más que crecer con el paso de los siglos, en proporción al desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo y de la técnica que, si no se orientan hacia la emancipación mediante revoluciones, convergen en la destrucción no sólo del capital variable o fijo, como recita el marxismo de la crisis, sino de la especie humana y su mundo.

La furia sanguinaria que se apodera de nuestros gobernantes no es un rasgo psicológico, ni una enfermedad mental, ni nada nuevo. Se repite con una regularidad desconcertante y haberla excluido de la definición de capitalismo y de capital es sencillamente idiota y suicida. Haber reducido el capitalismo al mercado y el poder a la disciplina, al gobierno y a la biopolítica, creyendo que uno y otro habían decapitado por fin al Leviatán moderno (sosteniendo con una mano el símbolo del poder político y con la otra el símbolo del poder económico, más que el religioso) cuando en realidad sigue, impertérrito, decidiendo sobre la vida y la muerte, es uno de los resultados más desastrosos de la teoría crítica posterior a los años signados por el 68. La verdad de su ejercicio mortífero es hoy fácilmente verificable, pero la confrontación con lo real de la guerra de clases parece imposible de asumir para un Occidente en su fase crepuscular. El beneficio capitalista y la potencia del Estado se retroalimentan, pero en los periodos en que la acumulación originaria continuada actúa en tándem con el estado de excepción, prevalece necesariamente el poder soberano de dar muerte, tomar y dividir. Un poder que ya no puede identificarse únicamente con el Estado, sino que se refiere más bien a la fuerza política de la máquina Estado-Capital que decide y orienta la estrategia. El reverso de esta situación es lo que, desde el punto de vista de los oprimidos, puede llamarse el momento leninista, es decir, el momento en el que lo imposible puede realizarse (siempre que se den las condiciones subjetivas para ello).

¿Qué es la democracia?

En Occidente, la democracia sólo existió durante un período muy corto gracias a la lucha de clases y a las revoluciones del siglo XX. Desaparecidas éstas, volvió a ser lo que siempre fue para los liberales: democracia para los propietarios (Marx recordaba que la constitución material en Occidente es la propiedad), democracia para la guerra y el genocidio, democracia para el fascismo.

Hay un elemento que falta en la acumulación marxiana original y es el fascismo, que de hecho surge con el imperialismo: el capitalismo monopolista, a diferencia del capitalismo competitivo, “ya no desarrolla una tendencia hacia el socialismo, sino hacia la barbarie fascista”, sugería Hans Junger Krahl.

Una de las características más peculiares del fascismo histórico es que, a diferencia de los comunistas y los revolucionarios, no tiene que tomar el poder porque se lo ofrecen en bandeja de plata las clases dominantes aterrorizadas por sus propias crisis, que hacen que la abolición de la propiedad privada (el único valor verdadero de Occidente) sea siempre un problema actual. El fascismo y el nazismo son elementos indispensables para la existencia y la reproducción de la máquina Estado-Capital cuando moviliza la acumulación originaria y el estado de excepción.

Esto está ocurriendo, mutatis mutandis, en la actualidad. La república bananera francesa es un ejemplo de ello. El presidente Macron, cuando fue elegido por segunda vez, ya no tenía mayoría y gobernaba mediante decretos, privando completamente de poder al parlamento. Tras perder también las elecciones europeas, su proyecto era llevar a los fascistas al poder como habían hecho sus antepasados en el siglo XX porque son la solución ideal en la era de las catástrofes capitalistas: aplican las políticas del capital como los liberales, pero con una gobernanza “antiliberal”.

El fascismo y el nazismo son elementos indispensables para la existencia y la reproducción de la máquina Estado-Capital cuando moviliza la acumulación originaria y el estado de excepción.

Consideremos las posiciones supuestamente antisistema de los fascistas italianos ya en el gobierno. Una vez en el poder, abandonaron inmediatamente el soberanismo, convirtiéndose en obedientes ejecutores de las órdenes de Europa y servidores del atlantismo, mientras se comprometían a vender la “patria” a los fondos de pensiones estadounidenses. Los fascistas, grandes patriotas, abren de par en par sus fronteras a las finanzas “extranjeras” para empobrecer la “madre patria”, mientras las cierran a unos miles de inmigrantes o los deportan a Albania. Por su obediente servicio a los amos estadounidenses, su criada Meloni recibió un premio del Atlantic Council (el nombre lo dice todo).

El gobierno de Italia también quitó recursos a la salud y a la educación pública para favorecer la privatización de todos los servicios públicos, que es precisamente la política de los fondos estadounidenses; empobreció al país, especialmente a los jubilados, promulgó leyes liberticidas contra las huelgas y las manifestaciones, incluso inventó el delito de resistencia pasiva (llamado Gandhi). No gravó las enormes ganancias de bancos, aseguradoras, multinacionales energéticas y farmacéuticas y grandes empresas tecnológicas (Gafam). Aumentó la evasión fiscal legalizada, también llamada optimización fiscal, otra condición previa del capitalismo financiero. Esta enorme transferencia de riqueza a los bolsillos de la patronal vació las cuentas públicas y ahora los fascistas exigen “sacrificios”. Para los próximos siete años, después de haberse manifestado en contra de la austeridad cuando estaba en la oposición, Meloni impone recortes de 12.000 millones anuales en el gasto público para ajustarse a los parámetros fijados por el nuevo pacto de estabilidad europeo (también duramente criticado antes de llegar al poder).

Los fascistas son más liberales que los liberales en política económica y fiscal. El único terreno en el que se sostienen las promesas fascistas es en la represión de toda disidencia y diferencia. ¿Nuestros colegas franceses siguen sin poder llegar al poder mediante elecciones? Macron se encargó de ello, convencido de que disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones generales era la mejor manera de allanar el camino a estos aliados más que seguros (pero que siempre pueden seguir su propio camino, véase los nazis). ¡Mala suerte! Tanto los fascistas como Macron perdieron y la primera fuerza política resultó ser la izquierda. Desde el principio, el presidente no reconoció los resultados electorales. En una situación de acumulación originaria y Nomos de la tierra, donde únicamente cuenta la fuerza, sólo es posible hacer lo que conviene a la máquina Estado-Capital. Las normas democráticas están suspendidas de facto y dependen de la voluntad del “soberano” democrático Macron, que nombra un gobierno donde está representada toda la derecha, desde los republicanos hasta los fascistas, es decir, las fuerzas que salieron derrotadas en las elecciones. El gobierno sólo existe gracias a la abstención de los fascistas que lo tienen en sus manos y que, al exhibirlo públicamente, se jactan de ello. Abierta la vía política al poder fascista, faltaba la económica. Aquí está: el nuevo gobierno tiene que tapar los agujeros presupuestarios del anterior gobierno de banqueros que dispensó miles de millones a las corporaciones y a los ricos con enorme generosidad. Ahora hay que recortar 60.000 millones en gastos del Estado, y esto sólo puede hacerse al precio de una austeridad del mismo valor (2% del PIB) que la impuesta a Grecia por la magnánima Europa.

El nazismo no creció en el periodo de entreguerras a causa de la inflación, como reza el cuento democrático de los alemanes, sino a causa de la austeridad impuesta por la crisis de 1929. Se dan todas las condiciones para que los fascistas, rechazados por el “pueblo” en las elecciones, lleguen al poder en un futuro próximo. ¡Voilà la democracia!

Donde no llega la retórica mediática ni la política, llega la policía.

La situación de todas las democracias occidentales en la actualidad está perfectamente representada por los conceptos de “guerra justa” y “guerra civil abierta o latente” de Carl Schmitt: “ambas sitúan al adversario absoluta e incondicionalmente en la no-derecha”. La gestión de la OTAN de la guerra en Ucrania quita todos los derechos al adversario (Rusia, detrás de la cual ya se vislumbra China) en nombre de la superioridad política y moral de las supuestas democracias (¡incluida Israel!). Criminalizan al enemigo hasta convertirlo en el “incivilizado”, el “bárbaro”, el “salvaje” de la memoria colonial. La hostilidad se convierte en absoluta “en la creencia paroxística de su propio derecho”. El mismo procedimiento retórico y político se aplica al enemigo interno dentro de una guerra civil aún latente pero ya manifiesta en las “difamaciones y discriminaciones legales y públicas, las listas de proscritos públicas o secretas, el declarar a alguien enemigo del Estado, del pueblo y de la humanidad” que tienen como objetivo reprimir hasta la más mínima disidencia. Donde no llega la retórica mediática ni la política, llega la policía. El vergonzoso uso del antisemitismo resume perfectamente la actual definición del enemigo. Desde el inicio de la guerra contra Rusia y con el genocidio desatado contra los palestinos, dos momentos del choque con el sur global, los principios que definen la guerra justa y la guerra civil en Schmitt se ponen descaradamente en funcionamiento contra todos aquellos que no se doblegan ante la militarización en curso: “La duda sobre el propio derecho se considera traición; el interés por el argumento del adversario, deslealtad; el intento de una discusión se convierte en un entendimiento con el enemigo”.

El análisis de Schmitt nos ofrece un perfecto examen de la situación de las guerras (guerra justa, guerra civil abierta o latente) que las democracias capitalistas eligieron como último y desesperado intento por tratar de poner un límite a su inevitable decadencia.

Para concluir: si bien no es cierto que el capitalismo deba desembocar inevitablemente en el socialismo y el comunismo, está absolutamente comprobado que, con una regularidad desconcertante, lo hace en la guerra y en la guerra civil.

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