Leer a Lenin como se lee el I Ching, abriendo al puro azar, y quedarse con una frase: “Hay que soñar, pero a condición de creer firmemente en nuestros sueños, de cotejar día a día la realidad con las ideas que tenemos de ella; de realizar meticulosamente nuestra fantasía”. Silvia Rivera Cusicanqui cuenta que esta cita fue la clave de su salvataje ante un tribunal de tesis que le reclamaba pruebas de pureza que su trabajo teórico no tenía. Corrían los años 70 en Bolivia, y Silvia se recibía de socióloga. Por entonces, nadie iba a objetar una frase de Lenin y, a la vez, encontrar a Lenin hablando de fantasía era un hallazgo para atesorar.
En esa escena se resume y anticipa algo que destila su trayectoria entera: una pasión intelectual por las luchas políticas y una pasión política por la artesanía del pensamiento bajo el signo de la irreverencia y la desconfianza por los oropeles canónicos. Silvia Rivera Cusicanqui es una de las intelectuales más lúcidas, inventivas y revulsivas que tiene nuestro continente. Su modo de hacer conocimiento y de practicar teoría permite leer en su obra un estado de rebelión (indispensable para pensar en tiempos de derrota y de repliegues, en momentos de crisis y de revueltas).
La clave anti-colonial: leer a Frantz Fanon a través de Fausto Reinaga
Aquella tesis coronada con la cita de un Lenin que hablaba de fantasía finalmente se perdió en un allanamiento que el gobierno militar de la época hizo en su casa de la ciudad de La Paz. Luego, Rivera Cusicanqui se exilió en Buenos Aires, mientras estaba embarazada de su primera hija y tras haber estado presa por su militancia política. Pero duró poco en Argentina: trabajaba haciendo encuestas y apenas le respondían. “Parecía invisible”, recuerda para nombrar el racismo local. Se fue al norte y ahí ya se sintió más a gusto y adquirió para siempre los saberes del contrabando y la costumbre de no comprar muebles sino fabricarlos como desmontables, con ladrillos y tablas.
El período de gobiernos militares en Bolivia se extiende entre 1964 y 1982 y se cierra gracias a la resistencia popular, con fuerte protagonismo de la Central Obrera Boliviana (COB) y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB). En el fragor de esos años, Silvia escribe lo que devendrá un trabajo clásico: Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y qhichwa, 1900-1980 (1984) donde muestra la “lógica de la rebeldía” que nutrió las revueltas de todo ese período, hasta el golpe de Luis García Meza en julio de 1980 (quien derrocó a Lidia Guéiler, presidenta constitucional interina, unos días antes de que Hernán Siles Suazo retornara al poder tras ganar los comicios presidenciales).
Oprimidos pero no vencidos, un título que ya anuncia una tesis política, se nutre de su experiencia en el campo. Allí estuvo involucrada con el katarismo, la guerrilla indigenista de los años 60-70, que encarnó un momento colectivo de radicalización política. Uno de sus referentes, Fausto Reinaga (1906-1994), es quien introduce, de manera contundente en su libro La revolución india (1970), la lectura de Frantz Fanon, haciendo una analogía poderosa entre la situación del negro y del indio (con todas las ambivalencias de esos nombres). Como comenta Gustavo Cruz (2015:38) hay “una crítica fanonista-reinaguista de la imitación del modelo europeo u occidental” que ya por entonces “adquiere centralidad epistémica y política”. Reinaga, en abierta discusión con el nacionalismo y el marxismo, marca “un encuentro entre el poder indio y el poder negro en uno de los sures de Occidente”, remata Cruz. En esa atmósfera, se inscribe Oprimidos pero no vencidos, donde se escuchan casi un siglo de alianzas campesinas y obreras en clave india, como trama de resistencia y de memoria larga que funciona como práctica anti-colonial al interior de lo popular. Primero fue editado por una editorial paceña y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), en todo un gesto de reivindicación del libro por parte de esa confederación campesina; luego, según palabras de la autora, el mismo libro fue objeto de una “apropiación reformista por parte de una generación de intelectuales de lo “pluri-multi”, lo cual demostraría “las capacidades retóricas de las élites y de su enorme flexibilidad para convertir la culpa colectiva en retoques y maquillajes a una matriz de dominación que se renueva así en su dimensión colonial” (Rivera Cusicanqui 2010).
Más tarde, la investigación para la descolonización del pensamiento y de la historia se bifurca y se continúa en la iniciativa del Taller de Historia Oral Andina (THOA), que Silvia impulsa ya entrados los años 80. Como novedosa iniciativa intelectual colectiva, desde allí se explora la vertiente comunitaria y anarquista de las luchas, se la difunde en folletos y radionovelas y logra repercutir en las movilizaciones populares de los años siguientes, especialmente en la organización de los ayllus[1] del occidente de Bolivia, la CONAMAQ (Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu). Fruto de ese trabajo de entrevistas, talleres y encuentros, Silvia junto a Zulema Lehm publica Los artesanos libertarios y la ética del trabajo (1988) (re-editado después de ser inhallable por años por Tinta Limón y Madreselva en Argentina en 2014). Allí se recopila la historia sindical de los años 20, previa a la Guerra del Chaco, pero también, tras la matanza (se perdieron más de 100 mil vidas de ambos bandos, es decir, de Bolivia y Paraguay), el emergente protagonismo de los gremios femeninos que agruparon a floristas, culinarias y vendedoras de los mercados. Esa historia llega hasta los años 50 pero con una cronología que, como aclaran sus autoras, “a veces toma caminos zigzagueantes o difusos” para componer la memoria del movimiento obrero-artesanal y su devenir organizativo, con una fuerte impronta de los liderazgos de mujeres. Se trata, otra vez, de una torsión sobre los modos de no estar vencidxs, de lo libertario entendido en clave anti-colonial, de la narración oral que hace posible la persistencia de las luchas y de la memoria que convierte la historia en un lugar “pletórico de tiempo-ahora”, como decía Walter Benjamin en sus famosas tesis.
Del trajín migrante y las fronteras
Rivera Cusicanqui tiene un arte y es escapar de las clasificaciones, especialmente de los lugares exotizantes donde se la quiere ubicar. Dice que por eso creen a menudo que es antropóloga. Se ríe y se auto-bautiza como “objeto étnico no identificado”. A veces también se refiere a sí misma como sochóloga, un mix de chola[2] y socióloga que alguna vez le dijeron para desacreditarla y ella se lo convirtió en bandera. Del mismo modo juega con el término birchola (una mezcla entre chola, las mujeres de “pollera”, y birlocha que era como se decía, en contraste, a las mujeres de vestido) y que son figuras que Silvia investigó entre las migrantes de la populosa ciudad de El Alto, el cordón conurbano que rodea La Paz. No son piruetas. Son los destellos de una risa más profunda y una crítica despiadada sobre la esencialización de lo indígena.
Bircholas: trabajo de mujeres: explotación capitalista y opresión colonial entre las migrantes aymaras de La Paz y El Alto (2002, La Paz: Editorial Mama Huaco) es el siguiente mojón de su obra que quisiera resaltar. Publicado a principio del nuevo siglo, es una importante investigación de los trajines migrantes de mujeres que crean territorio comunitario en medio de la opresión colonial y la explotación capitalista. Un año después la cartografía migrante se trazará desde la perspectiva de la coca: Las fronteras de la coca: epistemologías coloniales y circuitos alternativos de la hoja de coca: el caso de la frontera boliviano-argentina (2003, La Paz: IDIS). Son dos circuitos que tienen sus conexiones y que comparten su epistemología fronteriza. Impulsora planetaria de la despenalización de la coca, Silvia mezcló de nuevo las temporalidades: tomó como objeto problemático el espacio mismo de la frontera, siguió los circuitos de la hoja que desafió al mercado colonial, mientras cultivaba su propia plantación, su cato de coca, propagaba la cocina con harina de coca (crepes, tortas y licuados energéticos) y fortalecía una red de cultivos para usos lícitos. En ese entonces, desarrolló parte de la campaña internacional de difusión de la coca como integrante del gobierno de Evo Morales por un breve tiempo. Hoy su postura es de crítica radical y puede leerse en un artículo que escribió y cuyo título anticipa el argumento: Mito y desarrollo en Bolivia. El giro colonial del gobierno del MAS (2015).
No se entiende la deriva de su trabajo sin el tiempo espiralado o, mejor dicho, hojaldrado en el que se encuentran trajines y fronteras: “Luego vivo en las yungas del ‘92 al ‘94. Ahí empiezo a ver un proceso de deriva con respecto a los viejos esquemas de la izquierda, de una rapidísima reconversión de la izquierda a un discurso indianista. Ahí surge el discurso de lo originario, del cual ya en ese momento reniego, y me pregunto quiénes quieren ver a los indios en un museo o en una jaula como especies en extinción” (2010).
En estos ires y venires teóricos y prácticos, vericuetos biográficos y colectivos, es cómo se forja teoría anti-colonial desde el Sur. Por eso hay que remarcar que la primera traducción al castellano de los debates poscoloniales provenientes de la Escuela de Estudios Subalternos de la India se hizo en Bolivia, en una compilación a cargo de la propia Silvia junto a Rossana Barragán. En 1997, ellas publican Debates Post Coloniales. Una introducción a los Estudios de la Subalternidad, (La Paz: Historia-Sephis-Aruwiyiri). Una intervención pionera y parte de una estrategia teórica para ampliar los argumentos contra un multiculturalismo neoliberal que se imponía como política estatal y que se proponía oficialmente como solución a los problemas de colonialismo interno. Ese horizonte largo de debates y rebeliones, que permite abrir archivos e investigar en tiempos no lineales, es el que le permite a Silvia desacomodar las categorías y sacarle la moda que le imprimen cierta consagración académica: “Lo poscolonial es un deseo, lo anti-colonial una lucha y lo decolonial un neologismo de moda antipático”, dice mientras charlamos en las calles de Buenos Aires.
Ese desacato la salva de hacer de la teoría anti-colonial una cuestión culpabilizadora: “Hay que profundizar y radicalizar la diferencia: en, con y contra lxs subalternxs”, desafía. Esta es una fórmula que permite sortear también la relación perversa que se construye cuando la estructura es “el resentimiento indígena y la culpa del no-indígena”, que funciona –argumenta Silvia– como base afectiva del populismo cuando éste se embandera en el discurso “ornamental” de lo “originario” (2015). No se trata simplemente de “invertir la jerarquía sin tocar el dualismo (Guha dixit)” entre colonizador-colonizadx y usar la muletilla del eurocentrismo para construir nuevos binarismos límpidos. Este movimiento desclasificatorio que Silvia detalla es el que permite incluso entender los “procesos de blanqueamiento como estrategias de sobrevivencia: hay que leer ahí quién se apropia de la fuerza y no quién se regodea en la lástima o quién deja de ser puro”. De ahí, también, la fuerza de los lenguajes combinatorios junto a la capacidad de enfrentar la contingencia e integrar lo ajeno. Lo originario, bajo esta perspectiva, no puede ser un argumento de purismo.
Inventar un método: la sociología de la imagen
Silvia Rivera Cusicanqui enseña desde hace décadas. Lo ha hecho por mucho tiempo en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz y en varias universidades del mundo. Ser “iconoclastas e irreverentes” con la teoría son dos palabras que dice una y otra vez y repercuten en sus auditorios como un mantra: primero se las repite, luego se las saborea y cuando adquieren un ritmo y se entonan con la respiración, abren otras vías de transmisión. Pero eso se traduce en principios prácticos: curiosear, averiguar, comunicar.
Con estos tres verbos, Rivera Cusicanqui sintetiza una serie de gestos. Primero, la curiosidad, que proviene de ejercitar una mirada periférica: la del vagabundeo, la poética figura del flanneur que evocaba, otra vez, uno de sus filósofos predilectos: Benjamin, como una capacidad de conectar elementos heteróclitos gracias al modo mismo de discurrir, transitar, vagar. La mirada periférica incorpora una percepción corporal. Metaforiza la investigación exploratoria. Envuelve un estado de alerta. Se hace en movimiento y guarda cierta familiaridad con lo que se ha llamado la atención creativa.
Averiguar, como segundo paso, es seguir una pista. Es la mirada focalizada. Y para eso, como insiste Silvia: “lo primero es aclararse el por qué motivacional entre uno mismo y aquello que se investiga”. Lo dice porque subraya una tarea irreemplazable: descubrir “la conexión metafórica entre temas de investigación y experiencia vivida”, porque sólo escudriñando ese compromiso vital con los “temas” es posible aventurar verdaderas hipótesis, enraizar la teoría, al punto de volverla guiños internos de la propia escritura y no citas rígidas de autorización.
“Lo primero es aclararse el por qué motivacional entre uno mismo y aquello que se investiga”.
Por último, ¿cómo comunicar? Hablar a otrxs, hablar con otrxs. Hay un nivel expresivo-dialógico que incluye “el pudor de meter la voz” y, al mismo tiempo, “el reconocimiento del efecto autoral de la escucha” y, finalmente, el arte de escribir, o de filmar, o de encontrar formatos al modo casi del collage. Hablar después de escuchar, porque escuchar es también un modo de mirar, y un dispositivo para crear la comprensión como empatía, capaz de volverse elemento de intersubjetividad. La epistemología deviene así una ética. Las entrevistas un modo del happening. Y la clave es el manejo sobre la energía emotiva de la memoria: su polivalencia más allá del lamento y la épica, y su capacidad de respeto por las versiones más allá del memorialismo de museo.
Silvia ha construido así su propio método compuesto bajo el nombre de “sociología de la imagen”, título de su libro publicado en 2015. Allí hay procedimientos que se destacan en su experimentación pedagógica, como el flash back y el déja vu (que usa en sus libros pero también en varios de los videos que ha guionado y filmado[3]). De estos múltiples modos, Silvia vuelve sobre la memoria colectiva (con fuerte influencia también de Maurice Halbwachs y Ernst Bloch) como una serie de montajes que se actualizan según el flujo y el reflujo de las luchas pero que se despliegan como lenguajes propiciatorios de justicia. “Hay una guía que nos hacemos y que tiene que ver con los pensamientos producidos justamente en momentos de peligro”.
Esto es lo que le permite, por ejemplo, tejer alianza con Waman Puma de Ayala, el autor de la Primer Nueva Coronica y Buen Gobierno (1612-1615 aprox.) y leerlo desde su método. Se trata de una carta al rey de España de mil páginas y con más de trescientos dibujos hechos con tinta que Silvia analiza bajo la luz de su “sociología de la imagen”. Ese libro permite contrabandearla a ella misma en uno de esos dibujos, sobreimprimirla anacrónicamente. El montaje (una palabra de método que ya aparecía, por ejemplo, en Lxs artesanxs libertarixs) nos daría una poeta-astróloga: “caminar, conocer, crear” los verbos de un pensamiento en movimiento, con el horizonte de una “artesanía intelectual”, que no se deja expropiar el debate sobre la idea misma de qué es otra mirada sobre la totalidad. Así quedó expuesto en el proyecto Principio Potosí Reverso (2010), un catálogo-libro que Silvia realizó junto a El Colectivo 2 y que narra una historia que va de las minas coloniales en uno de los epicentros de nuestra región al neoextractivismo contemporáneo. La imagen, así interrogada, deviene teoría. No es ilustración. Exige una confianza en la autonomía de la percepción que consiste en mirar con todo el cuerpo. Esta fórmula es todo un programa de contra-saber y contra-poder: mirar con todo el cuerpo es un tantear con la piel, escuchar con la espalda, auscultar con los pies, porque es de nuevo una serie de gestos, que descentran la mirada. Mirar con todo el cuerpo es habilitar como sensibilidad visual otros órganos: es decir, ir hacia una noción multilateral de imagen que le saca el predominio a la vista justamente a la hora de ver. La cuestión, aclara Rivera Cusicanqui, es “cómo se podría descolonizar el oculocentrismo cartesiano y reintegrar la mirada al cuerpo, y éste al flujo del habitar en el espacio-tiempo, en lo que otrxs llaman historia” (2015).
Queda claro que la invención teórica no va siempre de la mano de la universidad. En Bolivia, la academia fue siempre un bien “elusivo y lejano”, en palabras de Silvia. Esa “desventaja”, sin embargo, se convirtió en ventaja a la hora de relacionarse con los libros y la teoría en general. “Descubrimos el provincianismo europeo. Por ejemplo, que los ingleses no leen a los franceses. Claro que desde acá eso no se ve porque les atribuimos universalidad. Pero en este continente somos menos provincianos: leemos todo lo que nos llega y bajo el principio de selectividad de que todo sirve según las emergencias sociales. Así tenemos la suerte de saltearnos varias modas, porque llegaron tarde o porque nos parecen de otro planeta, y de entrenarnos en una libertad combinatoria” (entrevista en Buenos Aires, 2016). Tener pocos libros, en contraste con la “híper accesibilidad actual”, exigía “sacarles el jugo desde lo propio, pero también fragilizar la seguridad de nuestro pensamiento a partir de la realidad, así como lo propone Marx, para quien prima lo real frente al pensamiento” (ídem). Involucrar todo el cuerpo y fragilizarlo, poner en estado de rebelión al pensamiento y desafiar la noción de escasez.
Lo ch’ixi como concepto-talismán
La noción que Silvia trabaja para la epistemología como práctica descolonizadora es lo ch’ixi: una versión de la noción de lo abigarrado que conceptualizara el sociólogo René Zavaleta Mercado[4], con quien ella mantuvo un intenso intercambio político e intelectual. “Creo que es una palabra-talismán, que nos permite hablar más allá de las identidades emblemáticas de la etnopolítica. Y creo también que tiene su aura en ciertos estados de disponibilidad colectiva para hacer polisémicas las palabras”.
Lo ch’ixi aparece en el título de este texto que aquí prologamos: Chi’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores, publicado por primera vez en 2010 (Retazos y Tinta Limón).
Lo ch’ixi es la posibilidad de componer el léxico abigarrado del mestizaje como mundo popular tensionado por la exigencia de las prácticas descolonizadoras. “Considero a ésta la traducción más adecuada de la mezcla abigarrada que somos las y los llamados mestizas y mestizos. La palabra ch’ixi tiene diversas connotaciones: es un color producto de la yuxtaposición, en pequeños puntos o manchas, de dos colores opuestos o contrastados: el blanco y el negro, el rojo y el verde, etc. Es ese gris jaspeado resultante de la mezcla imperceptible del blanco y el negro, que se confunden para la percepción sin nunca mezclarse del todo. La noción ch’ixi, como muchas otras (allqa, ayni) obedece a la idea aymara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido. Un color gris ch’ixi es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario” (2010: 69). Lo ch’ixi tiene la fuerza de lo indiferenciado y “la potencia de lo indiferenciado es que conjuga los opuestos” (2010: 70). Como imagen, surge del escultor aymara Víctor Zapana, quien dice Silvia que le explicaba “qué animales salen de esas piedras y por qué ellos son animales poderosos. Me dijo entonces “ch’ixinakax utxiwa”, es decir, existen, enfáticamente, las entidades ch’ixis, que son poderosas porque son indeterminadas, porque no son blancas ni negras, son las dos cosas a la vez. La serpiente es de arriba y a la vez de abajo; es masculina y femenina; no pertenece ni al cielo ni a la tierra pero habita ambos espacios, como lluvia o como río subterráneo, como rayo o como veta de la mina”.
La noción ch’ixi, como muchas otras (allqa, ayni) obedece a la idea aymara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido.
Rivera Cusicanqui propone contraponer la noción de ch’ixi (lo abigarrado) a la de hibridez, en polémica abierta con Néstor García Canclini y con los teóricos decoloniales que la han utilizado. Lo híbrido, argumenta, expresa la idea de que de la mezcla de dos distintos surge un tercero completamente nuevo: “una tercera raza o grupo social capaz de fusionar los rasgos de sus ancestros en una mezcla armónica y ante todo inédita” (2010: 70). En este sentido, el contrapunto con la noción de lo abigarrado, es claro: no hay fusión de diferencias. Hay antagonismo, contradicción no resuelta y, por tanto, la diferencia sostiene su carácter “contencioso”.
Agreguemos una capa más: ese abigarramiento tiene en la lengua un despliegue fundamental. Los “heterónomos pareados” de los que habla Rivera Cusicanqui son una imagen, un uso de la lengua, que revela esa siempre doble faz, ambivalencia, contradicción o reverso que organiza las cosas no como nítidos binarismos, sino como frontera resbalosa, borde tembloroso, en el que las cosas son y dejan de ser, mutan, se invierten o se contaminan en nuevas relaciones, usos, y significaciones. Esta heteronimia deviene fundamento en la lengua de una heterodoxia de pensamiento y de prácticas. Y revela un modo entrenado en la ambigüedad, en los ciclos y transformaciones de las cosas. Para la socióloga sirven para entender los modos “oblicuos y enreverados” de los que se valió la resistencia india.
La elaboración de lo ch’ixi saca cuentas con el largo debate sobre el mestizaje. Esto remite a otro libro de Rivera Cusicanqui: la compilación sobre Violencias (re)encubiertas en Bolivia (2010, La Paz: La Mirada Salvaje), donde hay un desarrollo sobre su “hipótesis sobre el mestizaje colonial andino”, donde analiza su funcionamiento ideológico, su variación y tensión interna en distintos horizontes temporales. Allí vale su repetida aclaración: la descolonización es una tarea de grupo porque “uno no se puede descolonizar solito porque, como decía Jim Morrison y también Foucault, a los señores los llevamos adentro por cobardía y pereza”.
En esta invectiva, la crítica a lo originario toma nuevos pliegues. Rivera Cusicanqui le ha dedicado sustanciosos cuestionamientos en especial a su uso como retórica estatal. “Es una palabra que divide, que aísla a los indios y, sobre todo, les niega su condición de mayoría para que se reconozcan en una serie de derechos que los restringe a ser una minoría desde el punto de vista estatal”. Además, importantes investigaciones históricas ya demostraron la versatilidad de esa figura: como cuando Tristan Platt narra la conversión en originario del forastero. Las filiaciones son así también efecto de montaje y, cuando no se congelan en estereotipos, procesos en devenir. “Debe tener que ver con que en Bolivia en vez de psicoanalizarnos, nos farreamos”, especula.
La descolonización es una tarea de grupo porque “uno no se puede descolonizar solito porque, como decía Jim Morrison y también Foucault, a los señores los llevamos adentro por cobardía y pereza”.
Pero lo mestizo irreverente, capaz de desplazarse a lo ch’ixi, tiene una vertiente de alianzas femeninas y una potencia feminista. “¿De dónde viene mi abajismo? Del amor que yo le tenía a una señora que se llamaba Rosa que me cargó de niña y que se murió cuando yo tenía 8 años. Entonces yo he sido eterna huérfana, eterna nostálgica, de esa madre sustituta. Y yo creo que eso pasa en muchas mestizas y mestizos, entre otras la María Galindo que escribe un texto bellísimo que dice ¿yo no necesito tener una chola entre mis ancestros?, que obviamente es un homenaje a la chola que la cargó de niña. De ahí yo tengo toda una hipótesis sobre el complejo del aguayo que vendría a ser la raíz de los populismos modernos” (2010b). El “complejo del aguayo” se convirtió en fórmula de un problema fundamental: una línea de los fundamentos afectivos del racismo. “El complejo del aguayo consiste en que esa mujer que has amado desde niña, que la has olido y la has creído tu mamá, a los siete años tu familia te enseña a despreciarla. Y el dolor que te produce eso es imperdonable. Yo nunca se lo he perdonado a mi mamá, incluso después de tres años de muerta, con los rituales de todos los santos. Y para mí y hasta el día de hoy la familia de la Rosa es mi verdadera familia. Yo he ido más veces al cementerio a ver a la Rosa que a mi mamá. Pero la familia de la Rosa me ha ayudado a que intente perdonar a mi mamá. Es muy doloroso cuando te preguntas de niña ¿por qué no la puedo querer? Es algo que trabaja muy bien la escritora Rosario Castellanos, en ella es un dolor incurable. En mí fue reconocer el bilingüismo de oídas de niña. Cuando me di cuenta de que lo que yo hablo es castimillano y no castellano, que yo ya sé el dialecto conector, el semiotic shifter, el que te permite traducir. El día que yo dije ¿ay, por fin ya lo hablo? y me largué en la radio, superé hasta la vergüenza de que se rían los aymaras de mi aymara mal hablado, me di cuenta de que estaba recordando desde cuatro generaciones” (2010b[1] [2] ).
Muerte de una disciplina. Génesis de una (in)disciplina
Silvia habla del aymara como un idioma “aglutinante”, porque es capaz de que un mismo término varíe según los sufijos, los contextos de enunciación y con cada operación de significación específica, así como alrededor de las estrategias retóricas. Esa variación también es a la que se somete su propia teoría, al punto de decir: “Hace algún tiempo he adquirido la costumbre de expresar en público el repudio por mi obra anterior”. Que esa posibilidad esté ligada a una trayectoria femenina no es menor: pone en acto, de nuevo, “la ventaja de la desventaja, el lado afirmativo de nuestra desvalorización”. Y también performativiza esa “episteme propia” sobre la que insiste con desacato, capaz de incluir términos no lineales, opuestos, zonas de conflicto y encuentro, nuevos puntos de partida. Trabajar con los fracasos (cognoscitivos y políticos), con su información sensible, es parte de fragilizar el pensamiento y ponerlo en ese estado abierto de rebelión, una y otra vez.
En la precisión y la energía de su voz, la pasión oral de Rivera Cusicanqui, proviene de hablar el castimillano: neologismo que mezcla las palabras castellano e imilla. Si imilla refiere a una niña o adolescente aymara que está en edad “walaycha”, de ser juguetona y libre, el castimillano es una forma juguetona y dúplice (llena de dobles sentidos tácitos) del castellano.
Es por esto que cuando Gayatri Spivak visitó Bolivia a pesar de que había una lista de traductores oficiales propuestos, fue Silvia quien se animó a la simultaneidad pero, sobre todo, la que puso en escena la indisciplina del texto y de la traducción lineal. “¿Cómo traducir al castellano el término double bind propio de lo esquizo que usa Spivak? En aymara hay una palabra exacta para eso y que no existe en castellano: es pä chuyma, que significa tener el alma dividida por dos mandatos imposibles de cumplir”. Además, estos ejercicios de traducción, dice Silvia, revelan que hoy todas las palabras están en cuestión: “eso es signo de Pachakutik, de un tiempo de cambio”.
Se trata también de un modo de construir y montar la voz propia, y en ese proceso encontrarla. Los materiales con los que ella trabaja son parte de la apuesta: sea el cine de Jorge Sanjinés o las acuarelas de Melchor María Mercado –dos precursores de la sociología de la imagen, según Silvia– se leen desde un ojo intruso, al mismo tiempo con sospecha y develando sus ausencias, destacando sus alegorías, insistiendo sobre su singularidad. La sociología de la imagen, como hace casi tres décadas la historia oral, son estrategias de un intenso combate que Silvia sostiene contra los límites de la escritura alfabética para reconectar con los ríos profundos de la vitalidad anticolonial. Y allí amalgama la exigencia de la presencia indígena desde la originalidad de su filosofía y no desde un estereotipo de lo originario.
“La voz insustituible es la de una misma. Contar la propia vida a una compañera de celda en una noche de insomnio es co-investigar, ser ya parte de la artesanía de la historia oral. Por eso lo fundamental es cuidar la libertad que se siente dentro de cada una y usarla para leer por afinidad: ustedes deben sentir que gobiernan la lectura, leer sólo lo que huele mejor, de atrás para adelante, por pedazos y, luego, escribir como un gesto de cuidado y de fidelidad con ustedes mismas, como un ejercicio de libertad”, dice en un encuentro en un penal argentino. Y detalló a una receta, según ella imbatible: “cuando escriban, respiren profundo. Es una artesanía, es un gesto de trabajadora. Y cuando lean lo que escribieron, vuelvan a respirar hasta sentir que hay un ritmo. Los textos tienen que aprender a bailar”[5].
Otra vez: se trata de una cuestión de ritmo que involucra una epistemología como artefacto de las corporalidades. Dijimos más arriba de mirar con todo el cuerpo como otro modo de desconfiar del oculocentrismo, poner en juego otros órganos, e incluso afinar así la mirada y lateralizarla hacia aquello que queda sin ser visto: “Se trata de conocer con el chuyma, que incluye pulmón, corazón e hígado. Conocer es respirar y latir. Y supone un metabolismo y un ritmo con el cosmos”. Así conocer es una práctica política de un cuerpo que se rehace, que se compone y se desborda: “La práctica de la huelga de hambre y la caminata durante días en una marcha multitudinaria tiene el valor del silencio y la generación de un ritmo y una respiración colectiva que actúan como verdadera performance”, dice para recordar las largas manifestaciones en defensa del territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), en 2011. “Hay entonces, en estos espacios de lo no dicho, un conjunto de sonidos, gestos, movimientos que portan las huellas vivas del colonialismo y que se resisten a la racionalización, porque su racionalización incomoda, te hace bajar del sueño cómodo de la sociedad liberal”.
Mirar con todo el cuerpo como otro modo de desconfiar del oculocentrismo, poner en juego otros órganos, e incluso afinar así la mirada y lateralizarla hacia aquello que queda sin ser visto
El desplazamiento de los centros es un hecho, dice Silvia. Pero en las periferias también hay un impulso a construir nuevos centros. Por el contrario, hay una dimensión utópica que insiste con los desplazamientos. Esto es lo que plantea en su último libro, donde el concepto de lo ch’ixi crece y se expande a escala planetaria, para proponer que “un mundo ch’ixi es posible” (2018). En esta obra se desarrolla desde un ensayo de teoría ch’ixi del valor hasta el poder destituyente de las movilizaciones sociales, pasando por las formas “elementales” de la insurgencia cotidiana. Es un volumen compuesto por completo por intervenciones que primero fueron orales y sólo después pasaron a la estabilidad de la letra escrita. Allí adquiere una vuelta más la preocupación por un método donde la lengua manchada de oralidad proyecta su influjo particular en la manera de pensar.
Quisiera, como cierre, señalar cuatro operaciones de teoría crítica que practica, como maniobras, Silvia Rivera Cusicanqui. Creo que son líneas de fuerza en su pensamiento, gestos en sus palabras y exigencia práctica. Una inspiración de cuando el pensamiento entra en estado de rebelión.
1) Una actualización de lo anti-colonial
Hay dos problemas que resaltan de su método anti-colonial, de su modo de narrar la historia, para la discusión en marcha en nuestro continente. Por un lado, la cuestión del desarrollo: el trabajo que Silvia practica sobre esta palabra ilumina cómo se vincula históricamente al decreto de miserabilismo (bajo la clave de improductividad, subdesarrollo y/o sobrevivencia) sobre los sectores populares o subalternos, en los años 50 pero también en la representación de la etapa oligárquica del siglo XIX y en la actualidad bajo el signo del neo-desarrollismo. Por otro, la emblematización de indios y cholas (extensible, de nuevo, a los sectores populares en general) por medio de su “subsunción ornamental”, dejando de lado su espesor productivo, su hegemonía urbana, su conciencia ch´ixi, abigarrada, capaz de una desmesura combinatoria. Son ambas cuestiones claves de la discusión latinoamericana, que se obturan demasiado a menudo, y que tensionan la actualidad de la crítica anti-colonial desde un lugar filoso y no puramente ideológico, académico o moral.
2) Una teoría radical de la diferencia desde la subalternidad
En América Latina, la necesidad de pensar racionalidades políticas minoritarias que parecían metabolizarse y pacificarse por medio del multiculturalismo neoliberal en los años 90 puso en evidencia la necesidad de volver a evaluar la condición de dominación. Un archivo de los años 70 con lecturas de Fanon en clave regional enlazó luego con una traducción (en el sentido amplio del término) de los Estudios de la Subalternidad de la India desde el Cono Sur. Esto puso en tensión su exclusiva triangulación de la academia estadounidense. Lo que queda en evidencia (y que es fértil pensar en términos de una teoría de la traducción) son unas condiciones políticas de la traducción. Podríamos resumirlas así: 1) la necesidad de pensar la acción política más allá del canon clasista-marxista, 2) la necesidad de enfrentar un remozamiento del poder de tipo neoliberal multiculturalista, 3) y finalmente, la necesidad de exploración teórica que no tiene en la universidad su canal privilegiado –aunque sí problematiza su carácter “dependiente”.
Claro que en los influjos del marxismo gramsciano de los años 70, hubo toda una serie de pensadores que fue pionera en esas “traducciones” y que abordan el problema también gramsciano de la “traducibilidad”: ésta va del argentino José Aricó al boliviano René Zavaleta Mercado, del peruano Alberto Flores Galindo al mexicano Pablo González Casanova. Hoy esas voces se han feminizado. Y Rivera Cusicanqui es una de las más audaces, porque es quien ha realizado la crítica más radical al léxico decolonial consagrado académicamente, evidenciando las fuentes rebeldes de la erosión del monolingüismo nacional.
3) Una apuesta a una teoría del valor desde los trajines migrantes
El devenir teoría del valor ch’ixi se muestra como perspectiva que rescata el espacio de trajín colonial. Es aquel que se rebeló contra la exacción colonial, que perseveró en el territorio nacional moderno y resistió el neoliberalismo porque fue capaz de retomar la memoria larga del mercado interno colonial: de la circulación a larga distancia de mercancías, de las redes de comunidades productivas –asalariadas o no– y de los centros culturales abigarrados y multiculturales, concluye. En este plano, los centros urbanos abigarrados son el espacio de concreción de los proyectos de migrar a la ciudad que se nutre de una aspiración de “ciudadanización y metropolización” de las sucesivas generaciones “a través del acceso a bienes culturales, simbólicos y materiales que la sociedad niega tenazmente al campesino-indio”, al decir de Silvia. Este trayecto migrante, unido a la experiencia de los circuitos económicos, organiza la composición abigarrada de los centros urbanos y de sus economías. En este plano es donde el concepto de lo ch’ixi expresa su potencia conceptual y política, dando a ese espacio variopinto la carga de una trama política, cultural y económica completamente contemporánea y con capacidad de renovar la vitalidad anti-colonial.
4) La reivindicación de la memoria como práctica insurgente. ¿Cómo se cuenta una revolución? ¿Qué cuenta como revolución? ¿Bajo qué horizonte histórico pensamos la revuelta y la resistencia pero también el sabotaje y la burla a las modalidades de dominio? Estas preguntas insisten en el pensamiento de Rivera Cusicanqui hojaldrando el tiempo histórico, nutriendo la escritura y la oralidad, y haciendo de la memoria ese espacio benjaminiano de contienda siempre abierta. Se anima así una reconceptualización ambiciosa en términos historiográficos y políticos de la práctica de racionalidades otras que evidencian las maneras en que la condición colonial estructura la relación política y, por eso, atesoran la virtualidad de la revuelta como posibilidad siempre presente.
Este artículo fue publicado originalmente en el número 6 de la revista de Estudios y Políticas e Género “El lugar sin límites” de UNTREF.
Referencias bibliográficas
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Rivera Cusicanqui, Silvia (2018): Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis, Buenos Aires: Tinta Limón.
[1] Es la célula básica de la organización andina y refiere históricamente a una “unidad de territorio y parentesco que agrupaba a linajes de familias emparentadas entre sí, y pertenecientes a jerarquías segmentarias y duales de diversa escala demográfica y complejidad” (SRC 2010c).
[2] Como explica Rivera Cusicanqui, a medida que se afianza la sociedad colonial, las mujeres, al cambiar “la vestimenta indígena y adoptar la pollera y el mantón españoles, están creando, sin saberlo, los rasgos de identificación que posteriormente —a partir del siglo xviii— distinguirán a la “chola” de los demás sectores de la sociedad urbana” (SRC 2010c). Para profundizar esta cuestión ver el texto de Rossana Barragán: “Entre polleras, lliqllas y ñañacas: los mestizos y la emergencia de la tercera república”, en Arze, Barragán, Escobari y Medinacelli (comps.) Etnicidad, economía y simbolismo en los Andes, 11º Congreso Internacional de Etnohistoria, Coroico, La Paz, hisbol, ifea, sbh-asur.
[3] Sus obras son: docuficción en video: Khunuskiw, recuerdos del porvenir (La Paz, 1993); el cortometraje de ficción en 16 mm. Sueño en el cuarto rojo (La Paz, 2000). Más recientemente, en la línea de documental de agitación y memoria cultural se ubican los dos videos anexos al libro Las fronteras de la coca: junio 2001, titulados
La Retirada de los Yungas y Viaje a la Frontera del Sur (Jakima Producciones, 2003). También ha realizado los cortos Fin de Fiesta y Sumaj Qhaniri, Chuyma Manqharu (Tú que iluminas el fondo oscuro del corazón), éstos últimos en codirección con Marco Arnéz.
[4] Ver: Zavaleta Mercado, R. (1983): “Las masas en Noviembre”. En Zavaleta Mercado, R. (ed.): Bolivia Hoy. México: Siglo XXI.
[5] Estas citas son parte de conversaciones y apuntes del seminario que Rivera Cusicanqui dio en Buenos Aires en 2016, co-organizado entre tres universidades públicas (UNSAM, UBA y UNTREF) y de la presentación de su libro Sociología de la imagen (Tinta Limón).