El sugerente y sutil camino de reflexiones filosóficas, literarias y políticas ensayadas por Leonardo Eiff a lo largo de la trilogía compuesta por Filosofía y política existencial (2011), Merleau-Ponty, filósofo de lo político (2014) y Fantasmas de la revolución (2020) venía anunciando de mil modos distintos este nuevo libro suyo (la necesidad de someter a un examen detallado los problemas de los que trata esta publicación) que tenemos ahora entre las manos, en el que nos enfrentamos con el tema enorme de la experiencia desarrollada bajo los nombres de la revolución y del socialismo, a lo largo de la mayor parte del siglo pasado, en la lejana Rusia. En “Rusia”, como explicaba Eiff, en el último capítulo de Fantasmas…, que la nombraba siempre el general De Gaulle, convencido como estaba “de que las naciones permanecían iguales a sí mismas, más allá de los ocasionales cambios de régimen” que de manera más o menos espectacular podían sacudir su historia.
Estamos en el corazón de los problemas de los que se trata en este libro. Que son, en efecto, el problema de la nación, el de las continuidades y las rupturas en su historia, el de las épocas en las que esa historia se organiza o se divide, el de los modos en los que esas épocas se estructuran y se piensan y se suceden y se heredan. Problemas que una cierta mirada sobre el proceso del que aquí se habla nos invitaría a imaginar, o bien postulando alguna forma de relación necesaria entre su comienzo y su final, y poniendo a la cuenta de este último todas las pérdidas y los sufrimientos acumulados en el camino de su realización, o bien, ante la constatación del ilevantable extravío del camino, apelando a la melancolía como el tono adecuado para narrar la historia de la revolución que fracasó. Eiff busca hurtarse de ambas posibilidades, y elige en cambio la vía del examen atento de las experiencias singulares, de las vidas y las obras, irreductibles, de los protagonistas de la historia de la revolución, que dejaron sobre su superficie una cantidad de trazos que no habría que apurarse a ceder a la comodidad o a la tranquilidad de borrar ni de olvidar. La interpretación de esos trazos, de esos restos, dice Eiff, es la tarea de la crítica.
Que no puede ejercerse ni desde el postulado de la mismidad de la conciencia que examina o que revisa o que critica esos trazos del pasado respecto al clima que dominaba ese mismo pasado en el que fueron producidos en el curso de unas vidas ya idas para siempre ni tampoco desde las certezas de una época posterior y radicalmente distinta. Así, vale para la crítica de la revolución, en cierto sentido, lo mismo que para la propia revolución, que tampoco puede ser solamente un corte abrupto con un tiempo que habría que dejar sepultado para siempre en el pasado, sino el diálogo con ese pasado en el que la propia revolución que viene a sepultarlo no deja de encontrar motivos de inspiración para su propia causa. A Nicolás Casullo (al que más de una vez se refiere Eiff en estas páginas) le gustaba la escena de la conversación que en 1902 sostuvieron, en un día de otoño londinense, los desterrados Vladímir Lenin y León Trotsky. Al ver el espectáculo grandioso de la capital del mundo en pleno movimiento, Trotsky le dice a Lenin: “Algún día la revolución hará pedazos todo esto”. Lenin, once años mayor, le responde: “Algún día la revolución heredará toda esta belleza”. Años más tarde, los dos de vuelta en Rusia, una discusión semejante volverá a enfrentarlos, pero no ahora en relación con el capitalismo que había que superar, sino con la literatura de Tolstoi. En esa discusión se detiene Eiff.
El debate es interesante. Trotsky condena el populismo conservador que encerraría la literatura del autor de La guerra y la paz, contra el cual, en ruptura con el cual, la tarea de la revolución debía ser –decía– gestar una conciencia popular emancipada y moderna. Lenin, en cambio, rescata esa misma literatura de una época “anterior” por su capacidad para iluminar, a través del elogio del pacifismo, del rechazo a los bienes materiales, a las clases dominantes y a la autoridad y del culto de la vida popular campesina, el camino al socialismo. Esos valores “antiguos”, pertenecientes a una época previa a la que había que contribuir a hacer nacer, podían ser resignificados “en clave” –como se dice– revolucionaria. La tarea de la revolución es también la de operar, entonces, esas resignificaciones: la de la maravilla del aparato industrial capitalista que había que “heredar”, la de la literatura y la moral tolstoiana que había que “traducir”, y si esa tarea es posible es quizás porque, en esos mismos restos de un tiempo anterior superado –o que debe ser superado– por la revolución, esa misma revolución, o la época que ella venía a abrir hacia adelante, estaba ya siendo, de algún modo, prefigurada. Cada época sueña (en su arquitectura, en los usos populares de los espacios públicos, como bastante más adelante, en su estudio de las vanguardias estéticas soviéticas, muestra Eiff que muestra Mark Fisher) la siguiente… Reversibilidad del tiempo, dice Eiff: “Cada época hereda, de la anterior, lo que esa época anterior soñó o anticipó de ella”.
Reversibilidad del tiempo o porosidad de los bordes de las épocas, hendiduras en los límites que separarían una de otra, “infiltración” (“¿Cómo una época se infiltra en otra?”) de una época en la siguiente, a la que vislumbra, y de esta entre las ruinas de la que ya pasó y por las que ella misma se abre paso, para hacer realidad los mejores sueños, pero también, eventualmente, las peores pesadillas (Eiff cita a Nadezhda Mandelshtam: “¡No sucumbir al ‘absurdo opio del optimismo’”!), que la prefiguraron. Esto vale, por supuesto, para pensar la relación de la “época” de la revolución con la que la precedió (la de Tolstoi, digamos) y con la que la sucedió (la nuestra), pero vale también para pensar la relación entre los distintos momentos, las distintas “etapas” que suelen identificarse dentro del ciclo “largo” de la revolución, y de cuya pertinencia, o por lo menos de cuya nitidez, este libro nos invita a desconfiar. En especial, el ensayo de Eiff se levanta, en su segunda parte –la referida a las vanguardias estéticas revolucionarias–, contra la nítida oposición entre un tiempo de la experimentación y la libertad, presuntamente anterior al estancamiento de las cosas bajo el dominio total de Stalin, y un tiempo signado por el dirigismo estatal, la persecución política, el “realismo socialista” y el empobrecimiento cultural, del que Rusia solo habría podido emerger tras la muerte del dictador y el proceso de desestalinización de la vida política y cultural del país. El asunto está mal planteado, afirma Eiff, porque está planteado dentro de los límites de un liberalismo que no entiende lo principal que hay que entender, que es la singularidad de las vanguardias soviéticas respecto a las occidentales: su apuesta por pensar y hacer el arte después de la revolución.
Entonces: no es que no haya dos etapas, sino que la relación entre ellas no es del tipo de oposición que postula ese modo de mirada liberal (es decir, empeñada en contraponer el dirigismo a la libertad, la represión a la creatividad), sino de continuidad y hasta de posibilidad de realización de los sueños de una en las condiciones creadas por la otra. Inspirado en un provocador libro de Boris Groys, Eiff sostiene que el proyecto vanguardista de darle forma a la realidad no era un proyecto que reclamara “autonomía”, sino, al contrario, poder, que la vanguardia soviética actuaba, a diferencia de las occidentales, en el mismo campo que el poder, y que es exactamente “el viraje stalinista” el que consagra el lugar del arte en la construcción de una sociedad nueva. En el límite, Stalin es el artista demiúrgico de la revolución, el creador de la obra de arte total: la sociedad socialista. El argumento se nutre también de una aguda observación de Silvia Schwarzböck sobre el carácter necesariamente estatal del cine de las vanguardias soviéticas, que no puede filmar la revolución, sino la construcción del socialismo, por parte del Estado, después de la revolución. Perspectiva inquietante, observa Eiff, que interroga en primer lugar a la propia máquina interpretativa de la izquierda. Pero no es posible seguir siendo de izquierda sin atreverse a esa interrogación. En un sentido importante, este libro de Eiff es un libro sobre estos dos asuntos que hemos rozado apenas en este párrafo: sobre los límites de la interpretación liberal de los dilemas planteados por la revolución y sobre qué significa seguir siendo de izquierda, digámoslo así, después de la revolución. Lo que nos conduce a la discusión más propiamente política que plantea Eiff con los progresismos conceptualmente menos exigentes que dominan las discusiones actuales sobre el asunto en el mundo en general y en América Latina en particular.
“Éste es un libro sobre los límites de la interpretación liberal de los dilemas planteados por la revolución y sobre qué significa seguir siendo de izquierda después de la revolución”.
En el fondo, es este el asunto fundamental de todo el libro. Se trata –escribe Eiff– de viajar al pasado ruso para llegar al presente latinoamericano. Evitando o “esquivando”, agrega, “la obligada mediación noroccidental”. Todo un programa, para desarrollar el cual no faltan en las páginas que escribe Eiff indicaciones de lo más interesantes. Como la que se refiere al problema del atraso como asunto fundamental tanto de la revolución soviética como de los procesos de modernización latinoamericanos. O como la que alude a todo lo que nombra la voz rusa inteligentsia y a la “vibración” que adquiere en ella la idea gramsciana (“mediación noroccidental” módica, marginal, descentrada: meridional) de los intelectuales como organizadores de la cultura. O como la que concierne al tema fundamental del populismo y a la relación, llena de tensiones y llena de interés, entre populismo y marxismo (en este específico sentido este libro debe leerse en diálogo con la importante investigación de Martín Cortés, a la que por cierto Eiff alude y acude, sobre las lecturas de José Aricó de los escritos “proto-tercermundistas” sobre la comuna rural rusa, pero también sobre Irlanda y sobre la India, del viejo Marx). O como la que atañe a la constitutiva duplicidad cultural de nuestras dos naciones: de Rusia, que es San Petersburgo y también Moscú, Europa y también Asia, alma y también cuerpo, razón y también mito, civilización y también barbarie; de nuestro país (y, en el fondo, de todos los países de América Latina), cuyas representaciones ideológicas, culturales y políticas dominantes circulan entre esos mismos dos polos o “paños” contrapuestos, como nos ha mostrado la literatura de la generación romántica del siglo XIX y la gran ensayística de David Viñas en el XX.
¿Es posible la organización de la vida social más allá o más acá de la lógica del mercado y del dinero? El precioso capítulo de Eiff sobre las visitas a la Rusia soviética de Isaiah Berlin (que había nacido en Riga y admiraba la obra de Herzen) y de John Maynard Keynes (quien, furioso antimarxista, no dejaba de creer que podía alojarse en el experimento inaugurado en el 17 “alguna porción del ideal”) arroja una luz interesante sobre el tema. La revolución quiso hacer de Rusia, escribe Eiff resumiendo los descubrimientos de los dos caballeros británicos, un “laboratorio de la vida”: desplazar, como clave de inteligibilidad y de organización del mundo, el dinero por el lenguaje, devolver lo político a su remota fuente griega, construir la república de la palabra. En América Latina, casi medio siglo después de que Emiliano Zapata le escribiera a Lenin para celebrar la causa común que unía a las dos revoluciones que ellos lideraban, un argentino universal trazaba en la Cuba revolucionaria los términos de una importante polémica, que se prolonga hasta nuestros días, sobre la posibilidad de organizar una sociedad donde los incentivos del mercado fueran reemplazados por estímulos morales y por la planificación política de la economía desde el gobierno del Estado. En este punto este libro de Eiff debe ser cotejado con el que acaba de entregarnos Germán Pinazo sobre el pensamiento económico del aludido médico rosarino, además de, claro –y como propone el propio Eiff–, con los muy relevantes escritos sobre economía y planificación de Álvaro García Linera.
Dos apuntes más, para terminar. Uno para destacar la importancia del último capítulo de este libro de Eiff, acerca de la compleja interpretación de Hannah Arendt (de la “leninista” Hannah Arendt, si puedo decirlo así, apenas para llamar la atención sobre lo que me parece un punto fundamental en el argumento que podemos leer en ese capítulo final) sobre el experimento soviético y sobre el proceso de la “destotalización” que le siguió, y del contraste entre ese abordaje arendtiano del problema y el tipo de estilización filosófico-política en el que se empeñaba en cambio, en sus estudios sobre el mismo asunto, Claude Lefort. Adoptar “la desconfianza arendtiana frente a la filosofía política”, acercarnos más bien a la vocación de los historiadores de la vida social rusa por estudiar sus transformaciones más allá o más acá de la discusiones sobre cómo designar el régimen bajo el que esa vida se desarrollaba, no apurarnos a llenar de categorías filosófico políticas nuestra caracterización de esa experiencia, sostiene Eiff , puede ayudarnos a obtener de ella muchas más lecciones para nuestras luchas del presente, tan amenazadas como las del pasado por los intentos de sepultar nuestros sueños de libertad bajo el peso de las poderosas máquinas actuales de heteronomización y de gobierno de la vida de los hombres, las mujeres y los pueblos.
El último apunte que quería dejar acá se refiere al interés del conjunto de problemas que quedan indicados en el “Epílogo para latinoamericanos” que cierra, abriéndolo en realidad en una cantidad de direcciones diferentes, este libro. Un libro sobre Rusia escrito para pensar, en América Latina y para América Latina, un marxismo, y un socialismo, necesariamente diferentes a los que allí pudieron ensayarse. Ni copia ni calco ni olvido de todo lo que hay todavía que pensar (el problema del “nido de víboras” de la subjetividad, el de los liderazgos personalistas de los pueblos, el del carácter abigarrado de nuestras sociedades) ni suspensión complaciente de la crítica. Crítica de la crítica, más bien, para que no se alcen en su nombre las formas más previsibles de las ideologías dominantes, pero también para que no nos olvidemos de pensar ninguna de las muchas y muy variadas formas de menoscabo de lo humano (la expresión es de Horacio González, presencia fundamental a lo largo de todo este libro) contra las que es necesario levantar las banderas de un humanismo renovado.