Paulo Slachevsky nació en Santiago, pero aprendió a tomar fotografías en Francia, donde vivió hasta los 19 años. Su familia decidió mudarse a ese país poco tiempo después del golpe de estado a Salvador Allende. De regresó a Chile, participó y registró cada protesta que hubo contra la dictadura: “Eran momentos de mucha represión, pero muy esperanzadores a la vez por la enorme movilización social”, cuenta. Durante esos años creó, junto a otros fotógrafos, la agencia Cono Sur e integró la Agrupación de Fotógrafos Independientes. También estudió periodismo.
Paulo Slachevsky.
En 1990, junto a Silvia Aguilera, fundó la editorial independiente LOM –que en idioma yagán significa «sol»–, un engranaje clave en la renovación del pensamiento chileno de izquierda, de donde surgieron, a lo largo de treinta años, ensayos fundamentales sobre la memoria y los derechos humanos, además de los más lúcidos cuestionamientos a las políticas de la transición y el neoliberalismo. Durante algunos años la fotografía pasó a un segundo plano, aunque siempre se mantuvo relacionado con este oficio: en 1991, junto a Elizardo Aguilera, lanzó y editó Mal de Ojo, pionera y delicada colección de libros de fotografías. Fue con las masivas protestas estudiantiles de 2011 que retomó más activamente la fotografía, y de ahí a nuestros días se multiplican sus registros de manifestaciones sociales.
Paulo es muy alto y flaco, es fácil verlo cámara en mano en medio de la multitud. Va y viene, de acá para allá. Se acerca, se aleja, toma distancia, apunta y dispara. Desde el estallido de octubre de 2019, se dedicó cada día a retratar el momento histórico que vive su país. Asume su labor con rigor y convicción militante. “Intentan cegarnos para que no veamos ni reaccionemos frente a los abusos de este sistema neoliberal depredador que arrasa con todo”, dice refiriéndose a los cientos de casos de heridos oculares durante estos meses de protesta. En medio de gases y corridas tomó muchas de las fotografías que compartimos y que formarán parte de Fragmentos de un despertar, su primer libro.
Las imágenes pueden tener usos contradictorios –dice–, y así como muchas veces han sido herramientas de denuncia y resistencia, también ha sido útiles a los discursos dominantes para estigmatizar, perseguir y banalizar. ¿Cómo potenciar la función de resistencia de las imágenes y conjurar la banalización? Este interrogante abierto recorre la siguiente conversación que entreteje su experiencia personal, la historia chilena reciente y el actual momento de revuelta.
Viernes 16 de octubre, en Plaza de la Dignidad.
Viernes 16 de octubre, en Plaza de la Dignidad.
Domingo 18 de octubre, celebrando el año de la revuelta, Plaza de la Dignidad y alrededores.
Las imágenes pueden tener usos contradictorios –dice–, y así como muchas veces han sido herramientas de denuncia y resistencia, también ha sido útiles a los discursos dominantes para estigmatizar, perseguir y banalizar. ¿Cómo potenciar la función de resistencia de las imágenes y conjurar la banalización? Este interrogante abierto recorre la siguiente conversación que entreteje su experiencia personal, la historia chilena reciente y el actual momento de revuelta.
¿Cómo llegás a la fotografía? ¿Cómo fue ser fotógrafo en tiempos de dictadura y, luego, de transición?
A los once años, después del golpe de Estado y de que varios familiares tuvieran que exiliarse, mis padres decidieron salir del país y nos fuimos a vivir a Francia. Mi padre tenía una máquina fotográfica y al poco tiempo me hice cargo yo de las fotos de familia. A fines de los ‘70 tomé un breve curso y así, ésta se hizo una práctica más presente. En julio del ‘83, terminé el liceo y vine de vacaciones a Chile, ya con la idea de fotografiar las protestas contra la dictadura. Eran momentos de mucha represión, pero muy esperanzadores a la vez por la enorme movilización social. Me vinculé con gente de algunas poblaciones y organizaciones de derechos humanos, y empecé a estar presente en todas las movilizaciones de las que me enteraba. Felizmente, conseguí una credencial de fotógrafo, primero de la revista Análisis y después de una revista francesa, Temoignage Chretien. Eso ayudaba frente a la represión. Conocí a Silvia Aguilera, dirigenta entonces de la Agrupación de Familiares de Presos Políticos, y me quedé en Chile. El trabajo fotográfico se transformó en una práctica diaria hasta marzo del ‘90, cuando asume Patricio Aylwin y con Silvia fundamos LOM.
En esos años se fue construyendo un fuerte vínculo con otros fotógrafos y entre cinco armamos una pequeña agencia, Cono Sur. Llegamos a publicar un libro en 1986, El pan nuestro de cada día, del cual la mitad de la edición se perdió en el allanamiento y destrucción de la imprenta. Éramos parte de la Agrupación de Fotógrafos Independientes (AFI). Paralelamente estudié periodismo, creyendo, equivocadamente, que esos estudios se vinculaban a la práctica que tenía como fotógrafo. En resumidas cuentas, para mí como para muchos de los que por suerte pudimos salir vivos y sin mayores traumas, fue esa una experiencia muy significativa e intensa, donde la solidaridad y la entrega se vivían día a día, donde había un horizonte común de resistencia y construcción de una sociedad más justa y humana. Eran tiempos de horror y muerte, pero al mismo tiempo los cargábamos de vida y esperanza. En esos años, como símbolo de esa vida, tuvimos el privilegio de ver nacer a nuestras hijas mellizas.
Además de fotógrafo, tal como nos contabas, sos junto a Silvia Aguilera, el fundador y principal impulsor de una de las experiencias de edición independiente más importantes de América Latina, LOM ediciones. ¿En qué puntos se articulan o potencian tus prácticas de fotógrafo y de editor?
De una u otra forma en LOM, con Silvia, pasamos de una militancia política y social durante los años de dictadura, a una militancia desde la cultura, estableciendo un vínculo y, en el mejor de los casos, un impacto social y político. Hubo un cambio importante, pero también muchas continuidades. El mismo tema de la memoria y los derechos humanos, tan presente en la labor de ambos durante los ‘80, se constituye en un pilar del trabajo de LOM. En el primer texto-manifiesto de la editorial, a principios de los ‘90, refiriéndonos al nombre de la editorial y a su logotipo, lo señalábamos: “Queremos mantener en la piel la sombra de sus espectros, y en la retina de nuestros ojos esas fotografías de principios de siglo que captaron con toda su vida a Inxiol, Ceilapantesis, Latabilik, Kipe, Angela Loij y tantos otros sin nombre que evocamos”. Ellos, hombre y mujeres habitantes del extremo austral del continente, que fueron exterminados casi por completo en nombre de la “modernidad y el progreso”, y luego ignorados, omitidos o hechos desaparecer de nuestra historia. Ese manifiesto expresa el anhelo de mantener junto a nosotros a tantos que resistieron y que ya no estaban aquí –a los resistentes de entonces y a los recientes–, y construir con ellos, con su luz en la memoria, nuevos derroteros, algo que la fotografía y el libro, de algún modo, posibilitan de manera privilegiada. Así, como muchos otros, luego de resistir a la dictadura pasamos a desarrollar una labor de resistencia al modelo, al conformismo y al olvido.
Dictadura chilena, años 80.
Por muchos años dejé la fotografía en un segundo plano, la reservaba a lo familiar, los viajes, el cotidiano y los momentos más emblemáticos, como las marchas de los once de septiembre. Recién con las marchas de los estudiantes del 2011 empecé a retomar el ejercicio fotográfico en términos públicos o sociales de manera más permanente. Sin embargo, creo que nunca me aparté del quehacer fotográfico, asumiéndolo desde otra perspectiva. Un año después de que inauguramos LOM, en 1991, inauguramos la colección Mal de Ojo de libros de fotografías, la que se constituye en la primera y mayor colección de libros de este género en Chile, y junto a Elizardo Aguilera, asumimos luego el rol de editores de esta colección.
Cora Gamarnik, que estudió el fotoperiodismo en Argentina durante la dictadura, tiene la hipótesis de que la fotografía periodística logra constituirse, a pesar de la censura y la persecución generalizada, en una suerte de “falla del discurso oficial”. Dice ella que las imágenes lograron romper la censura y, una vez finalizada la dictadura, tuvieron un rol central en la construcción de la democracia al denunciar, con la fuerza inapelable de las imágenes, asesinatos, abusos y torturas. ¿Se puede pensar en el caso chileno un lugar similar para el fotoperiodismo?
Sin duda el trabajo de fotógrafos comprometidos con los derechos humanos y con la lucha en contra de la dictadura cívico-militar, tanto chilenos como de otras latitudes, fue un gran aporte en cuanto registros para las denuncias, como testimonio de las luchas que se estaban dando, lo que reforzaba el ánimo de la resistencia. Fueron históricas ciertas imágenes del golpe, de Pinochet y los generales de la junta, todas ellas expresión o la cara del horror, y estas marcaron el imaginario en torno a la dictadura chilena. La censura que luego, en los años ‘80, aplicó la dictadura a las fotografías que se publicaban en las revistas de oposición, da cuenta de cómo esas imágenes los representaba y por ello los incomodaba. Fue emblemático ver las publicaciones de las revistas Apsi, Análisis, Cauce y otras, cuyas páginas aparecían llenas de recuadros en blanco o en negro, bajo los cuales iban los pies de fotos que describían lo que aparecía en la imagen ausente, dando cuenta así de la censura de las fotografías. Las mismas imágenes de los rostros de los detenidos desparecidos con la pregunta “¿Dónde están?”, simbolizan el uso la fotografía como interpelación a la memoria, a la justicia. Sin embargo, al mismo tiempo, la fotografía fue usada como arma de represión, para identificar rostros, lugares, situaciones, y luego ir por ellos. También, en el ámbito del periodismo, fue parte del discurso de los medios oficiales y del gran empresariado, los mismos que dominan hoy, como El Mercurio, La Segunda y La Tercera, para instalar y fortalecer el sistema, para humillar y denigrar a los resistentes y a las víctimas, para generar el terror. Recordamos tantas portadas con los cuerpos de resistentes acribillados, ensangrentados, semi desnudos tirados en las calles, bajo el titular: “Terrorista abatido en enfrentamiento”. La fotografía fue y es un espacio en disputa, donde más bien predomina el uso que el sistema hace de ella; así vemos frecuentemente la fotografía que banaliza, mercantiliza y manipula. Es un enorme instrumento de poder, de propaganda, uso que se opone a la voluntad de dar testimonio con la fotografía, sentido que la marca cuando es expresión de resistencia. En tal sentido, tengo una opinión más matizada en relación a las imágenes y la fotografía periodística. Comparto plenamente la reflexión que hace en torno a ello el intelectual inglés John Berger, en el libro Mirar, donde critica el uso que se hace de la fotografía en el capitalismo, buscando su uso alternativo como un proyecto:
“Las fotografías son reliquias del pasado, huellas de lo que ha sucedido. Si los vivos asumieran el pasado, si éste se convirtiera en una parte integrante del proceso mediante el cual las personas van creando su propia historia, todas las fotografías volverían a adquirir entonces un contexto vivo, continuarían existiendo en el tiempo, en lugar de ser momentos separados. Es posible que la fotografía sea la profecía de una memoria social y política todavía por alcanzar. Una memoria así acogería cualquier imagen del pasado, por trágica, por culpable que fuera, en el seno de su propia continuidad. Se trascendería la distinción entre los usos privado y público de la fotografía. Y existiría la familia humana”.
Es básico en tal sentido, cargar de contexto las fotografías, con palabras u otras fotografías –como él mismo señala–, evitando su uso fragmentario, aislado, manipulado, como instrumento del poder. Eso posibilita generar fisuras al discurso oficial como señala Cora Gamarnik, como lo pueden hacer también de otra manera, la poesía, el teatro, la narrativa, el cine.
Toma de tierras. Dictadura chilena, años 80.
Respecto del rol de la fotografía durante la revuelta, ¿crees que hay una continuidad con un tipo de registro inaugurado en tiempos de dictadura, una herencia que se despliega hoy? ¿Qué rasgos novedosos aparecieron durante la revuelta?
En este terreno en disputa, como ya decía, sin duda hay continuidades. Por un lado, está la búsqueda de apoyar las luchas desde el trabajo fotográfico, de denunciar la represión, difundir las demandas y las movilizaciones. Han servido también como pruebas contra la represión en el ámbito judicial. Pero, de otra parte, con el dominio casi total de los medios masivos de comunicación tradicionales, está la imagen que busca mostrar e identificar la protesta social como terrorismo, vandalismo, simplificando, retomando y potenciando la mirada binaria de orden versus el caos. Han reforzado fuertemente las leyes punitivas contra la protesta social y usan también las imágenes para condenar a los manifestantes. Todo esto en un contexto donde las tecnologías, con los celulares y las redes, han masificado de manera increíble el uso de la imagen, posibilitando una circulación enorme de las fotografías, pero a la vez banalizándolas e inscribiéndolas, de una u otra forma, en usos complejos, al vincularlas o integrarlas directa o indirectamente a la publicidad, y relacionarlas con lógicas de control, como ocurre con las redes controladas por las mega empresas mundiales de internet. En ese contexto, ¿cómo potenciar un rol de resistencia de las imágenes que uno comparte? Es un tema que está en cuestión, que hay que poner en debate.
Plaza Ñuñoa durante la revuelta. Santiago de Chile.
Durante los días de protesta, carabineros tuvo una política de apuntar y disparar a los ojos de los manifestantes lo que dio como resultado que más de 450 personas perdieran la visión en parte o en forma total, según datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) ¿Cómo analizas esta práctica, que no es exclusiva de la policía chilena ni hace foco en los fotoperiodistas, pero que se evidenció sistemática y brutal? ¿Cómo viviste la represión?
Como dices, ha sido brutal y criminal. Creo que, por su masividad y sistematicidad estas agresiones deberían inscribirse en la tipología de crimen de Estado, crimen de lesa humanidad. Lo que vimos de parte del gobierno, fue un apoyo irrestricto al accionar de carabineros, fue reiterado una y otra vez, dando carta blanca a esta práctica. Como señalamos en la declaración que realizamos las y los fotógrafos en solidaridad con Gustavo Gatica, “Sus balines no cegarán la luz de la fotografía y de la vida”, que se extiende también a Fabiola Campillay y a todas las víctimas de trauma ocular: “¿Qué quieren cegar? ¿Qué desean que no veamos? La injusticia y la desigualdad, las brutales violaciones a los derechos humanos no se acallan ni se esconden arrancando los ojos de nuestros jóvenes”. Los actos represivos, tras la brutalidad de los hechos, no dejan de simbolizar lo que pretenden: hacer desaparecer de la faz de la tierra los anhelos y sueños de una sociedad diferente, así fue en los ‘70 con la desaparición forzada; hoy intentan cegarnos para que no veamos, sintamos y reaccionemos frente a los abusos de este sistema neoliberal depredador que arrasa con todo, la tierra y los seres vivos que la habitamos.
Como fotógrafo, igual que durante los años ‘80, uno no deja de sentir cierto temor frente a la brutalidad y crueldad de la represión. Muchas veces, de manera práctica, y también subjetivamente, esta limita el propio qué hacer. Pero, manteniendo ciertos cuidados, cada vez uno debe sobreponerse a ese temor y los cercos que instala la opresión.
Si tuvieras que elegir tres fotografías tuyas sobre la revuelta de octubre, ¿cuáles elegirías y por qué?
Por primera vez estoy trabajando en un libro propio, titulado Fragmentos de un despertar, que publicaremos en la colección de bolsillo, serie 18 de octubre, y he tenido que hacer una selección de un centenar de fotografías. Como una muestra de ese trabajo, seleccionaría la imagen que va en portada, un joven que “vuelve de la batalla” con el puño en alto. Es en la principal zona de enfrentamiento de la primera línea con carabineros, en calle Ramón Corvalán con la Alameda, a una cuadra de la Plaza de la Dignidad. Siento que simboliza de alguna forma la confianza y esperanza viva en esta historia de avances y retrocesos de las luchas en favor una sociedad más justa.
Movilización en el centro de Santiago. Enero 2020.
También elijo la imagen de las jóvenes, una con nariz de payaso, jugando al salto a la cuerda, tomada en Plaza Ñuñoa, se dieron escenas similares en la Alameda [ver más arriba]. Da cuenta de la alegría y energías que marca este proceso, donde pese al dolor por la represión, late un sentido lúdico, creativo y transformador. Siento que expresa la fragilidad de todo gran movimiento social, cada salto es incierto.
Por último, una de las pocas imágenes a color del libro. Es del viernes 20 de diciembre 2019, donde se dio una verdadera batalla campal en la Plaza de la Dignidad, en la que las y los jóvenes, con gran valentía, lograron desalojar a los represores que habían copado la plaza desde temprano [fotografía de portada de este artículo]. Me impactó mucho ese día, estar allí y vivir esa experiencia. Mi lectura de la imagen tiene un dejo de melancolía, rememorando el imaginario de tantas luchas sociales donde con las banderas rojas o rojo y negras, se enfrenta de manera muy desigual a la represión. Espero que el libro, que busca entretejerle un sentido a esos fragmentos de la revuelta que captan las fotografías, llegue a algunas y algunos de esas/os jóvenes que están hoy haciendo historia.
* Para ver más fotografías de Paulo Slachevsky se puede ingresar en su cuenta de Instagram –donde cotidianamente va publicando sus imágenes– o en su Flickr –donde puede encontrarse un resumen de lo más desatacado de su trabajo de los últimos años.