Ensayos

Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética

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Compartimos un adelanto del nuevo libro de Paolo Virno. El filósofo italiano sostiene que las formas de vida contemporáneas están marcadas por la impotencia: no logramos hacer aquello que sería más conveniente ni tampoco sufrir de manera apropiada los golpes a los que estamos sometidos. ¿Mediante qué hábitos e instituciones comunes es posible escapar del agotador estado de impotencia crónica, de la disposición taquicárdica y precarizante a estar “siempre listos”?

I. Los inconvenientes de la abundancia

Un exceso de capacidad

Las formas de vida contemporáneas están marcadas por la impotencia. Una parálisis ansiosa coloniza la acción y el discurso. Ya sea que esté en juego un amor sin igual o la lucha contra los señorones del trabajo precario, no se logra hacer aquello que sería más conveniente ni tampoco sufrir de manera apropiada los golpes a los que se está sometido.

Con una aclaración muy importante, sin la cual sería razonable refugiarse en un convento de clausura en compañía de los escritos de Simone Weil. Las formas de vida contemporáneas están marcadas por una impotencia debida al exceso inarticulado de potencia, es decir, causada por el abarrotamiento opresivo y avasallador de capacidades, competencias, habilidades. No resulta de ningún interés, para comprender el espíritu de la época, el lamento somnoliento sobre una supuesta falta de dynamis (nombre antiguo de la potencia). No se trata de un vacío indecoroso ni de una escasez desoladora. Se trata, en cambio, de la sobreabundancia de una dynamis que, impedida por muchas y diversas razones de convertirse en un conjunto de actos cuidadosamente forjados, no hace más que estancarse y atormentarse. Una dynamis que, si se la quisiera comparar con una comida metida en la heladera, parece destinada a echarse a perder.

Piénsese en la impotencia sexual masculina. A veces revela la ausencia de la capacidad psicofísica de aparearse y de procrear. En tal caso, el hombre se asemeja a un niño o a un eunuco: prevalecen la indiferencia y la apatía hacia el cuerpo amado. Más relevante, como símbolo de nuestra época, es la impotencia sexual atribuible a una facultad de copular tan acentuada, tan abrumadora que confunde, entorpece y petrifica: totalmente análoga, para entendernos, al motor que ruge frenéticamente con la marcha en punto muerto. Instructiva como un ensayo filosófico capaz de agarrar por el cuello al presente en curso es la impotencia sexual relacionada con un deseo tan desmesurado que no disfruta de la limitación que, marcando el ritmo y canalizando, permite la energheia, es decir, la ejecución a tiempo del coito.

Limitación: este es el término que merece una atención especial. En la raíz de la impotencia que aqueja a los actores de la comunicación centrífuga, los trabajadores intermitentes, la multitud refractaria a los procedimientos de la democracia representativa, está la limitación insuficiente de una potencia exuberante. Una facultad se pone en práctica solo si es delimitada, contenida, orientada; nunca jamás, si su carácter amorfo no es mitigado o, precisamente, no conoce restricciones. Para dar lugar a enunciados acordes a las circunstancias, la potencia de hablar debe ser contenida. Si la capacidad de decir se cierne y presiona como capacidad desnuda, dynamis indeterminada, tendencia uniforme al habla, el resultado es un balbuceo ansioso o, más a menudo, el silencio. Entre la facultad del lenguaje y los enunciados concretos hay una región intermedia, en la que la primera pierde su carácter magmático, es decir, infinitamente versátil, y los segundos, aunque todavía son fantasmas oscilantes y camaleónicos, muestran ya algún rasgo fisonómico inconfundible: llamémosla, por comodidad, la región de los actos lingüísticos potenciales. La afasia que nos atormenta deriva de una relación cercana, sin velos de ningún tipo, con nuestra disposición a hablar; deriva, por lo tanto, de la dificultad de contener y modular esta disposición mediante la institución oportuna de un ámbito híbrido, compuesto por una nube de frases simplemente decibles, emparentadas entre sí o ásperamente rivales.

No resulta de ningún interés, para comprender el espíritu de la época, el lamento somnoliento sobre una supuesta falta de dynamis (nombre antiguo de la potencia). No se trata de un vacío indecoroso ni de una escasez desoladora. Se trata, en cambio, de la sobreabundancia de una dynamis que, impedida por muchas y diversas razones de convertirse en un conjunto de actos cuidadosamente forjados, no hace más que estancarse y atormentarse.

En síntesis: la impotencia contemporánea consiste en la plena posesión de una potencia que, sin embargo, se resiste a pasar al acto cuando este pasaje es previsto, oportuno, buscado. No estamos lidiando, por lo tanto, con la ausencia de una capacidad, sino con la inhibición duradera de su ejercicio efectivo.

Genealogía de la impotencia

La potencia inobservable, que el animal humano tiene, existe en este animal. Pero aun si está en él, la potencia, como toda cosa que se posee, no coincide plenamente con el ser vivo al que pertenece. La diferencia que se establece entre el animal humano y la dynamis que tiene (por el solo hecho de que la tiene, entiéndase) está en el origen de la diferencia entre esa dynamis y los actos que de ella se derivan. La relación de no identidad, de hecho de disociación, entre Raissa, mujer sumamente presente, y sus facultades imperceptibles, se duplica en la relación de no identidad, de hecho de disociación, entre las facultades de Raissa y sus hipotéticas puestas en práctica. Con una fórmula concisa: si un ser vivo se limita a tener una cierta potencia, y por lo tanto no se unifica con ella, entonces tal potencia se limita a su vez a tener los actos correspondientes, evitando por lo tanto aquella fusión integral con los propios hijos que los filósofos de Megara sostenían a viva voz. Como se anunció, la refutación de los megáricos pasa en gran medida por el verbo “tener”, por el nexo extrínseco del que es defensor y garante.

Quisiera insistir, al menos para convencerme a mí mismo, acerca de la duplicación que acabo de mencionar: es la disociación del animal humano de la potencia lo que provoca, o en cualquier caso demuestra, la disociación persistente de la potencia respecto al acto. A la espera de un término mejor, lo llamo contagio lógico. El hiato entre la actualidad del ser vivo que posee la dynamis y el carácter inactual del objeto poseído se manifiesta de nuevo, pero en sentido contrario, cuando se trata de pasar de la dynamis nunca presente a un cúmulo de obras datables y dotadas de un aspecto particular. La autonomía de la potencia respecto del acto está avalada por la no identidad entre la potencia y el ser vivo que dispone de ella. Dynamin echein, tener la potencia, significa afrontar una y otra vez, con resultados inciertos y en ocasiones catastróficos, la cuestión de su realización, es decir, del tránsito aleatorio desde la posesión de un recurso no presente a las manifestaciones espaciales y temporales que le competen.

Ahora bien, si la potencia introyecta, y reproduce en las vicisitudes de la puesta en práctica, la relación de mera pertenencia que la vincula con el animal humano; si la potencia tiene, y no es, sus actos, precisamente como el animal humano tiene y no es su potencia; si este paralelismo es fidedigno, o incluso obligado; entonces, creo, podemos vislumbrar la génesis de la impotencia, la condición de la que se nutre la adynamia que prolifera en jornadas regidas por un desconcierto frenético. La disociación de la potencia respecto a los actos, con los que entra en una relación solamente extrínseca, abre el camino a una suspensión duradera de la puesta en práctica. Suspensión que merece, ella sí por derecho propio, el nombre de impotencia. La facultad del lenguaje que tengo, que sé que tengo, que me jacto de tener, está intacta y hasta es avasalladora; pero esta facultad, separada como está de la esfera de los actos, ahora mayormente se abstiene de los actos. Es mi estatus de poseedor de la facultad del lenguaje, el echon del aristotélico zoon logon echon, lo que me lleva a precipitarme en el silencio forzado, y no una calamitosa desposesión. En la afasia, y en cualquier otro tipo de impotencia, el tener no solo persiste, sino que adquiere un protagonismo extraordinario. Además, es precisamente el tener lo que, aboliendo cualquier vínculo consustancial entre el animal humano y la potencia, así como entre la potencia y el acto, le asegura a la impotencia chances razonables. No debe sorprendernos demasiado que, en la era de la impotencia generalizada, se escuche a menudo la reivindicación, al mismo tiempo arrogante y ansiosa, de la dynamis que se posee. Reivindicación más que legítima por parte del impotente, ya que la impotencia por la cual está carcomido hunde sus raíces únicamente en la posesión efectiva de la dynamis.

La facultad del lenguaje que tengo, que sé que tengo, que me jacto de tener, está intacta y hasta es avasalladora; pero esta facultad, separada como está de la esfera de los actos, ahora mayormente se abstiene de los actos.

Ya sabemos a la perfección que el verbo “tener” implica una disociación entre los términos que de vez en cuando relaciona. Consideremos, sin embargo, la diferencia entre “tener miedo” y “tener una capacidad”. La disociación, o al menos la incompleta identificación respecto del miedo que se tiene, no altera este miedo, no lo desactiva ni lo amortigua. En cambio, la disociación de la propia capacidad, es decir, de algo que no está presente, a veces implica la atrofia, es decir, la traducción fallida de esta capacidad en gestos y obras. La ausencia de simbiosis con la potencia poseída se manifiesta, en ciertos casos difíciles de olvidar, como dilación sin fin, aplazamiento reiterado de la puesta en práctica, fervoroso pedaleo en el aire, motor en punto muerto, sinnúmero de comienzos sin continuidad ni resultado. Se manifiesta, en síntesis, como impotencia. Solo el tener una capacidad, a diferencia de otros tipos de posesión, trae siempre consigo, en principio, la manipulación radical, o incluso el auto de fe, de lo que se tiene.

Variación sobre el tema. Dado que tiene una cierta facultad, el animal humano no se confunde con ella, sino que examina a distancia toda su fisonomía. La diferencia que lo separa de esa facultad le permite captar sus prerrogativas con una mirada panorámica. Es así que el animal humano queda impresionado, incluso deslumbrado, por la naturaleza dual de cualquier potencia: la capacidad de curar es también la capacidad de no curar; la potencia de X es siempre, al mismo tiempo, potencia de no X. Impotente es quien permanece clavado frente al espectáculo que ofrece la coexistencia de los contrarios. O mejor dicho, quien se deja hipnotizar por semejante espectáculo. La impotencia contemporánea comparte con los estados hipnóticos la catatonia, por supuesto; pero, sobre todo, el sentimiento de plenitud desbordante que es causa y soporte de la catatonia. La manifestación explícita, incluso intrusiva, del carácter bilateral de la dynamis llena y sin embargo paraliza a quien asiste a ella. La visión extática del vínculo inseparable entre la potencia-de y la potencia-de-no inhibe una y otra vez cualquier realización. La privación se disfraza de recepción inefable, la recompensa especulativa (el darse cuenta de la naturaleza dual de cada dynamis) impone la pena ética (parálisis en la realización de la dynamis). Atención: impotente no es quien adhiere con tristeza a la cláusula negativa, por lo tanto a la potencia-de-no, sino quien permanece durante mucho tiempo en el umbral donde dos cláusulas están una al lado de la otra, con un valor tan parejo como para implicarse mutuamente (potencia-de si, y solo si, potencia-de-no; capacidad de luchar contra la organización del trabajo en un call center si, y solo si, capacidad de no luchar). Estar durante mucho tiempo en ese umbral, hipnotizado por la viscosa solidaridad de potencia e impotencia, no significa otra cosa que omitir una vez más la transformación de las propias facultades en obras y acciones ostensibles.

Impotente es quien permanece clavado frente al espectáculo que ofrece la coexistencia de los contrarios. O mejor dicho, quien se deja hipnotizar por semejante espectáculo.

Resumen. En el dynamin echein, que certifica la existencia de la dynamis, así como la autonomía de esta última respecto de la energheia, ya está contenida la posibilidad de la adynamia. Para quien intenta saldar cuentas con nuestro presente, lo relevante es simplemente la impotencia liberada por una potencia realmente poseída, pero que se estanca y se retrae; la impotencia indivisible, e incluso indiscernible, de una potencia tan vigorosa como refractaria al uso. Somos impotentes cuando sopesamos con cuidado y, por así decirlo, saboreamos la potencia que nos pertenece, pero sin lograr transformarla en actos. He aquí el aspecto más delicado, quizás fascinante, ciertamente cargado de infelicidad: la impotencia es la experiencia directa, deslumbrante, paroxística de la potencia como tal, o, mejor, de la potencia que permanece como tal. En cuanto se afianza el bloqueo de su paso al acto, la dynamis, que por lo general constituye un fondo opaco o un presupuesto recóndito, pasa a primer plano, experimentando así una parousia, es decir, una revelación, no poco melancólica. La contemplación atónita de la potencia desnuda, a la que la impotencia condena, genera todo un catálogo de pasiones tristes, muchas de las cuales toman la forma del oxímoron: arrogancia manchada de abatimiento, timidez descarada, alegría por los naufragios, resignación beligerante, solidaridad refunfuñante. Y luego, sobre todo, el estado de ánimo del acreedor de una fortuna incobrable, que lucha por saldar las deudas cotidianas que lo agobian.

Sobre la impotencia es una coedición entre Tinta Limón, Tercero Incluido y Traficantes de Sueños. Traducción y notas: Emilio Sadier. Imagen de tapa: Leila Tschopp. Diseño de cubierta: Juan Pablo Fernández.

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