Ensayos

¿Te gustaría limpiar nuestra casa?

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Un fragmento del libro “Memoria de la plantación. Episodios de racismo cotidiano” de Grada Kilomba. Así comienza Racismo generizado, el capítulo IV.

Cuando tenía doce o trece años, fui a ver al médico porque te­nía gripe. Después de la consulta, cuando estaba por irme, de pronto me pidió que volviera. Me había estado mirando, me dijo, y se le había ocurrido algo. Él, su mujer y sus hijes, que tenían alrededor de 18 y 21 años, iban a irse de vacaciones. Habían alquilado una casa en el sur de Portugal, en algún lugar del Algarve, y se le había ocurrido que yo podía ir con elles. Su idea era que yo cocinara sus comidas, limpiara la casa y eventualmente lavara la ropa. Me dijo: “No es mucho, algunos shorts, a veces una camiseta, y, por supuesto, ¡nues­tra ropa interior!”. Entre una cosa y la otra, me explicó, ten­dría tiempo libre para mí. Podría ir a la playa y “hacer lo que quisiera”, insistió. Tenía máscaras africanas decorando el otro lado de su oficina. Debo haberlas mirado. “¡Son de Gui­nea Bissau!”, me dijo. “Trabajé allí un tiempo… como médico”. Lo miré en silencio. En verdad no recuerdo si conseguí decir algo. No creo haberlo conseguido. Pero sí recuerdo haber de­jado el consultorio en un estado de mareo, y haber vomitado unas cuadras después, antes de llegar a casa. Me enfrentaba a algo no razonado.

En esta escena, la joven no es vista como una niña, sino como una sirvienta. El hombre transformó nuestra relación doctor/paciente en una relación amo/esclava: de paciente pasé a ser sirvienta negra, del mismo modo que él pasó de ser médico a ser un amo simbólico blanco, una construcción do­ble, por fuera y por dentro. En estas construcciones binarias, la dimensión del poder entre las oposiciones está dos veces invertida. No es solo una cuestión de “paciente negra, doctor blanco” o “paciente mujer, doctor varón”, sino de “paciente mujer negra, doctor varón blanco”, en la que una posición tie­ne el doble de poder que la otra y “multiplica las estructuras de la Otredad, complicando su política” (Hall, 1992: 256). Pa­reciera que estamos atrapades en un dilema teórico: ¿esto es racismo o sexismo?

Una podría situar el problema de la subestimación en el contexto del género, dado que se me pide a mí –una niña– que pase a ser la trabajadora doméstica de un varón adulto, después de una consulta médica. Esta escena, sin embargo, tiene lugar en el terreno de la diferencia racial y genérica, porque el doctor no solo es varón, es un varón blanco, y yo no soy solo una niña, soy una niña negra.

Este encuentro pone de manifiesto que la “raza” y el gé­nero son inseparables. La “raza” no puede separarse del gé­nero ni el género de la “raza”. La experiencia involucra los dos porque las construcciones racistas se basan en roles de género y viceversa, y porque el género tiene un impacto en la construcción de la “raza” y la experiencia del racismo. Los mitos de la mujer negra desechable, el hombre negro infanti­lizado, la mujer musulmana oprimida, el hombre musulmán agresivo, así como el mito de la mujer blanca emancipada y el hombre blanco progresista, son ejemplos de cómo interactúan las construcciones de género y “raza”.

En términos analíticos, es difícil determinar en detalle el impacto específico de la “raza” o el género porque siem­pre están entrelazados. Pero ¿qué pasaría si cambiáramos la “raza” y el género de los personajes? ¿Qué sucedería si esta escena hubiera involucrado a un hombre blanco y a una niña blanca? ¿El hombre le habría pedido que sirviera a su fami­lia? ¿Habría visto a la niña blanca como su sirvienta? ¿O la habría visto como a una niña?

Y si ponemos el acento en el género, entonces, ¿cómo es que la esposa, una mujer como yo, puedo “tenerme” como sir­vienta y no ser sirvienta ella misma? Si, como mujeres, somos iguales, ¿cómo es que ella podía convertirse virtualmente en mi ama y yo figurativamente en su esclava? ¿Cuánto de su ausentismo habría jugado un rol activo en mi servidumbre? ¿Y qué hay de la hija, a quien se menciona en la propuesta? ¿Cómo es posible que, siendo más grande que yo, ella sea pro­tegida como niña mientras que yo, una niña negra mucho más joven, soy explotada como una adulta? ¿No es cierto en­tonces que la emancipación de la esposa blanca y de la hija blanca se obtiene a expensas de la niña negra, a quien se le pide que sirva gratis?

¿Qué habría sucedido si el doctor era un hombre negro? ¿Le habría pedido a una niña blanca, su paciente, que fuera su sirvienta durante las vacaciones? ¿Le habría pedido que cocinara para él y su familia, y que lavara la ropa mientras elles jugaban en la playa? O, al revés, si el doctor hubiera sido una mujer negra, ¿le habría pedido a una niña blanca que trabajara para ella en su hogar? ¿Habría insistido para que la niña blanca se uniera a su familia como sirvienta? ¿Podría esa fantasía colonial tener lugar en la oficina de une médique negre? Y si hubiera habido una doctora blanca y el pa­ciente hubiera sido un niño negro, ¿habría sido posible que al final de la consulta la mujer blanca le pidiera que trabajara para ella? Muy posiblemente.

Aun cuando hay una compleja intersección entre “raza” y género, cambiar la “raza” de los personajes transformaría mucho más profundamente las relaciones de poder que cambiar su género. Todos los personajes blancos continua­rían protegidos, pero ese no sería el caso de ninguno de los personajes negros. Podría concluirse por ende que muchas, si no la mayoría, de las experiencias personales con el ra­cismo constituyen formas de “racismo generizado”.

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